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domingo, septiembre 23

Diarios: trozos de vida II

John Steinbeck confiesa que antes de decidirse a exhibir sus emociones en las grandes hojas de un libro de contabilidad, ya había intentado llevar diarios, "pero no funcionaron por la necesidad de ser sincero". Por eso, porque no habla de sí mismo, sino sólo de lo que vieron sus ojos, conmueve el diario del cirujano jefe de Napoleón, Dominique Jean Larrey, que asistió al desastre de la Grande Arrnée en la campaña de Rusia. En un cuaderno forrado con cuero rojo, con caligrafía veloz y apremiante, apuntó los horrores de las batallas, la estampa estremecedora de las madres que se ahogaban cruzando el río Beresina helado con sus niños en brazos. Las que no se atrevían a cruzar el puente caían degolladas por los jinetes cosacos. Los más de 30.000 muertos de aquella jornada merecieron este titular del espantado doctor Larrey: "El mayor desastre que se ha visto jamás". Napoleón dijo del médico que era "el mejor hombre que había conocido". El cuaderno de este buen samaritano está atado con cintas y también atados están los cuadernos de notas de Walter Scott, en los que da cuenta de su paulatina pérdida del habla tras sufrir una serie de ataques. "No soy
el hombre que fui", escribe. "El arado está llegando al final del surco".

La misma musa de la autocompasión parece inspirar las entradas de la década de los 50 en la bitácora de Tennessee Williams. El dramaturgo, que había sido aclamado por su genio, vive entonces abismado en la soledad y la angustia, buscando amparo en las drogas y el alcohol y recurriendo a su cuaderno para descargar su pena. En la primera página [...], escribe con letra apresurada: "Un día negro para empezar un diario triste", pero un encuentro sexual parece convertirse en bálsamo y anota: "Una benigna providencia de repente ha tenido conocimiento y piedad de mi larga miseria de este verano y me ha dado esta noche como
un pequeño regalo de perdón".

Los secretos más íntimos vencen en algunos diarios la vergüenza y el pudor. Emergen espontáneos y libres, como en las páginas manuscritas de Anaïs Nin, según confiesa la propia autora cuando dice que se trata de"unaversión íntegra". Nada más lejos de la verdad, porque la amante de Henry Miller "maquilla la historia de su vida para presentarse ante sus amigos, el público y ella misma, no con su propia identidad, sino con la que cree que le conviene", [...].

Por otro lado, Sophia, la mujer del novelista Nathaniel Hawthorne (que por entonces escribía La letra  escarlata) tachó pasajes enteros del diario que la pareja llevaba al alimón, para hurtarlos a la .mirada de la posteridad. Porque el deseo de mostrarse a menudo entra en contradicción con el pudor y el resultado es ambiguo, se enseña un poco y se oculta otro tanto, como en una penumbra. Incluso se vela todo, como hacen los que recurren a escrituras secretas o cifradas. Adele Hugo, la atormentada hija del poeta romántico, da cuenta de su amor apasionado usando un oscuro barullo de palabras que inspiró la película de Truffaut (Diario íntimo de Adele H, de 1975).

Otros diaristas eluden directamente reflejar cualquier sentimiento personal que deje al alma al desnudo. Un capítulo de 1878 de los diarios del crítico John Ruskin lleva el título de Febrero-abril, el sueño. Lo que hay debajo son unas cuantas páginas en blanco, espejo de una crisis nerviosa. Henry David Thoreau, un pionero del ecologismo, escribía con lápices fabricados por la empresa familiar (en la exposición se muestra un paquete) con una letra tan menuda que se necesita una lupa para poder descifrarla. Thoreau evita cualquier referencia demasiado personal y se refugia en la poesía y el romanticismo para describir el viento, la hojarasca, los animales, las raíces y la naturaleza convertida en santuario.

En estos tiempos en que millones de blogs se arrojan al océano global como mensajes enrollados en botellas virtuales, ver los diarios de otras generaciones ayuda a confirmar que no hay nada nuevo bajo el sol: ahora como entonces, la confesión se enturbia con la autopromoción. Aunque los viejos diarios tienen el indiscreto encanto de la caligrafía, un verdadero festín para fetichistas y grafólogos.