‘Incipit vita nuova’
(La
columna de Juan Manuel de Prada en el XLSemanal del 2 de enero de 2011)
Hay
una iglesia en Florencia, más bien feúcha y como refugiada en una calleja sombría,
Santa Margherita dei Cerchi, en la que según quiere la leyenda Dante Alighieri
vio por primera vez a su amada Beatriz
Portinari, al salir de misa. La escena la narra el propio Dante, al
comienzo de su Vita Nuova, el libro
que escribió, todavía en la juventud, para conmemorar el recuerdo de la amada,
que acababa de morir prematuramente; pero en el testimonio de Dante no hay
alusión alguna al lugar donde ocurrió aquel encuentro fugaz, seguramente el más
providencial y fecundo para la historia de nuestra cultura, Dante era por
entonces un muchachito a punto de cumplir los diez años; y Beatriz, la «gloriosa
dama» de sus pensamientos, aún no tenía nueve: llevaba -nos cuenta el poeta- un
vestido de «nobilísimo, sencillo y recatado color bermejo, e iba ceñida y
adornada de la guisa que correspondía a sus juveniles años». Fue verla y, al
punto, el espíritu vital de Dante, «que en lo recóndito del corazón tiene su
morada», comenzó a latir apresuradamente, como una paloma que pugna por alzar el
vuelo; y, tembloroso, murmuró estas palabras en latín: «Hé aquí un dios más fuerte
que yo, que viene a dominarme». Y ese dios o fuerza misteriosa era, naturalmente,
el amor; un amor que, brotando de las cámaras sensitivas, eleva al poeta hasta
recintos de beatitud que hasta entonces ni siquiera había imaginado que
existieran. Beatriz (cuyo propio nombre designa ese estado del alma que eleva nuestra
cansada carne hada la contemplación de realidades místicas y sublimes) sería
ya, para siempre, el motor de su inspiración; y también el instrumento de la
gracia divina que lo llevará a la contemplación de la dicha perpetua, según nos
refiere en La Divina Comedia.
En una de las paredes laterales de la iglesia de
Santa Margherita dei Cerchi se halla la tumba familiar de los Portinari: allí reposan
los restos de Folco Portinari, padre de Beatriz; y aunque es poco probable que
reposen también los de la amada de Alighieri, la tradición popular así lo
pretende (y ya se sabe que contra las tradiciones populares de nada sirven los
rigorismos históricos). Hasta la iglesia de Santa Margherita dei Cerchi se acercan
muchos enamorados, en su deambular florentino; y junto a la tumba de los
Portinari, en un cesto dispuesto a tal efecto, dejan testimonios escritos de su
amor, pequeños billetitos donde garrapatean unas palabras emocionadas, seguramente
trémulas, como el propio corazón de Dante ante la contemplación de Beatriz. La
iglesia de Santa Margherita es penumbrosa, recoleta, con algo de oratorio
desmantelado y algo de hospedería para peregrinos: apenas guarda vestigios de su
decoración original; y en su altar mayor, que parece que hubiesen saqueado los
bárbaros, sólo subsiste una tabla de finales del Trecento, con una Madonna en
el trono celestial, escoltada de santas, entre las que seguramente se cuente la
titular del templo. Pero, aun en su despojada pobretería (o tal vez por ello
mismo), la iglesia de Santa Margherita incita al recogimiento; y los turistas
que hasta ella se acercan, movidos por la curiosidad de conocer la tumba seguramente
apócrifa de Beatriz, no dejan de musitar una plegaria o encender una vela
votiva, implorando el favor de un amor que desafíe orgulloso las claudicaciones
de la edad, un amor que sea una cifra de la dicha perpetua, como aquel que. iluminó
los días de Dante.
[…]
Etiquetas: libros y escritores
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