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sábado, abril 6

‘Incipit vita nuova’



(La columna de Juan Manuel de Prada en el XLSemanal del 2 de enero de 2011)

Hay una iglesia en Florencia, más bien feúcha y como refugiada en una calleja sombría, Santa Margherita dei Cerchi, en la que según quiere la leyenda Dante Alighieri vio por primera vez a su amada Beatriz  Portinari, al salir de misa. La escena la narra el propio Dante, al comienzo de su Vita Nuova, el libro que escribió, todavía en la juventud, para conmemorar el recuerdo de la amada, que acababa de morir prematuramente; pero en el testimonio de Dante no hay alusión alguna al lugar donde ocurrió aquel encuentro fugaz, seguramente el más providencial y fecundo para la historia de nuestra cultura, Dante era por entonces un muchachito a punto de cumplir los diez años; y Beatriz, la «gloriosa dama» de sus pensamientos, aún no tenía nueve: llevaba -nos cuenta el poeta- un vestido de «nobilísimo, sencillo y recatado color bermejo, e iba ceñida y adornada de la guisa que correspondía a sus juveniles años». Fue verla y, al punto, el espíritu vital de Dante, «que en lo recóndito del corazón tiene su morada», comenzó a latir apresuradamente, como una paloma que pugna por alzar el vuelo; y, tembloroso, murmuró estas palabras en latín: «Hé aquí un dios más fuerte que yo, que viene a dominarme». Y ese dios o fuerza misteriosa era, naturalmente, el amor; un amor que, brotando de las cámaras sensitivas, eleva al poeta hasta recintos de beatitud que hasta entonces ni siquiera había imaginado que existieran. Beatriz (cuyo propio nombre designa ese estado del alma que eleva nuestra cansada carne hada la contemplación de realidades místicas y sublimes) sería ya, para siempre, el motor de su inspiración; y también el instrumento de la gracia divina que lo llevará a la contemplación de la dicha perpetua, según nos refiere en La Divina Comedia

En una de las paredes laterales de la iglesia de Santa Margherita dei Cerchi se halla la tumba familiar de los Portinari: allí reposan los restos de Folco Portinari, padre de Beatriz; y aunque es poco probable que reposen también los de la amada de Alighieri, la tradición popular así lo pretende (y ya se sabe que contra las tradiciones populares de nada sirven los rigorismos históricos). Hasta la iglesia de Santa Margherita dei Cerchi se acercan muchos enamorados, en su deambular florentino; y junto a la tumba de los Portinari, en un cesto dispuesto a tal efecto, dejan testimonios escritos de su amor, pequeños billetitos donde garrapatean unas palabras emocionadas, seguramente trémulas, como el propio corazón de Dante ante la contemplación de Beatriz. La iglesia de Santa Margherita es penumbrosa, recoleta, con algo de oratorio desmantelado y algo de hospedería para peregrinos: apenas guarda vestigios de su decoración original; y en su altar mayor, que parece que hubiesen saqueado los bárbaros, sólo subsiste una tabla de finales del Trecento, con una Madonna en el trono celestial, escoltada de santas, entre las que seguramente se cuente la titular del templo. Pero, aun en su despojada pobretería (o tal vez por ello mismo), la iglesia de Santa Margherita incita al recogimiento; y los turistas que hasta ella se acercan, movidos por la curiosidad de conocer la tumba seguramente apócrifa de Beatriz, no dejan de musitar una plegaria o encender una vela votiva, implorando el favor de un amor que desafíe orgulloso las claudicaciones de la edad, un amor que sea una cifra de la dicha perpetua, como aquel que. iluminó los días de Dante.
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