Las cobayas humanas del doctor Sífilis
(Un artículo de Carlos
Manuel Sánchez en el XLSemanal del 31 de diciembre de 2010)
La profesora Susan Reverby ha descubierto un
experimento hecho hace 64 años con casi 700 guatemaltecos utilizados como
cobayas por la salud pública norteamericana. Así infectó John Cutler de sífilis
a presos, soldados, prostitutas y pacientes psiquiátricos en el nombre de la
ciencia.
Un avión despegó de
Nueva York en 1946 con un extraño cargamento en su bodega: conejos enfermos de
sífilis a los que se había inoculado la bacteria en un laboratorio de Staten
Island. Los fletaba el Servicio de
Salud Pública y el destinatario era el doctor John Charles Cutler (1915-2003),
un científico estadounidense de prestigio especializado en enfermedades de
transmisión sexual. Cutler recogió el cargamento en el aeropuerto de
Ciudad de Guatemala, donde estaba destinado para dirigir un proyecto de
investigación secreto, aunque auspiciado por las autoridades sanitarias y financiado,
sin que tuviesen conocimiento, por los contribuyentes norteamericanos. Cuando
Cutler abrió los transportines, se llevó el primer chasco: muchos de los
conejos habían muerto durante el viaje. Ya en el laboratorio, segunda
decepción: la mayoría de los cultivos sifilíticos no habían prosperado lo
suficiente como para resultar contagiosos. Pero Cutler no era una persona que se arrugase ante las dificultades. Tenía
una gran inventiva y recursos para todo, como demostraría a lo largo de su
carrera como subdirector de la Oficina Sanitaria Panamericana y en sucesivos
destinos en la India y África. Terminaría su trayectoria profesional como
decano en la Universidad de Pittsburgh, donde cada año se celebra una
conferencia anual en su memoria.
Cutler necesitaba esas
bacterias. La espiroqueta Treponema pallidum,
vista al microscopio, parece un plato de fideos. Sus células forman bastones
que se enredan unos con otros. Ha fascinado a los científicos durante décadas. Y entre ellos, a Cutler. Esa bacteria es
el enemigo. Está en guerra con ella. Es la responsable de una de las plagas más
antiguas que azotan a la humanidad. Cutler debe conseguir espiroquetas
de sífilis como sea para llevar a cabo sus experimentos y recurre al ingenio.
Convence a las autoridades guatemaltecas para que le dejen examinar a
presidiarios y soldados con sífilis. Raspa los chancros de sus penes con una lanceta y observa las muestras en
una placa de Petri. Ya tiene lo que quiere. Bacteria de sífilis, potente
y fresca. Pero lo más difícil viene ahora.
Las espiroquetas no
sobreviven más de 90 minutos fuera de su anfitrión, y Cutler pretende
inocularlas en los sujetos con los que va a experimentar: cobayas humanas; así
que tiene que actuar rápido. Hay que
centrifugarlas en una especie de potaje casero hecho con corazón de ternera y
después preparar los viales para inyectarlas. Cutler 'cocina' dos tipos de
suspensión: uno con bacterias muertas o muy atenuadas y otro con espiroquetas
vivas. Las mete en su maletín y se presenta en la prisión estatal. Un salvoconducto firmado por el alcaide y
con el sello del Ministerio de Justicia guatemalteco le abre las puertas. En
el botiquín le están
esperando decenas de reclusos, puestos en fila; primero los que tienen el
prepucio más holgado porque la mucosa y la humedad de la membrana preservará
mejor el cultivo, También se ha elegido a los más capaces de permanecer
sentados, en calma, durante las manipulaciones. La inoculación exige que el
médico sujete el pene del sujeto, retire el prepucio, raspe el miembro con una
lanceta hasta producir heriditas, deje caer unas gotas de emulsión sifilítica
en un algodón y lo aplique en las escoriaciones durante una o dos horas. En las
mujeres, el inóculo se inserta en el brazo, la cara o la boca, antes raspados
para que la herida sirva de puerta de entrada.
En una pausa del
trabajo, Cutler hace balance de su misión. ¿Qué ha ido a hacer a Guatemala? Más que un experimento, es una cruzada.
Así lo ve él. Desde finales de la Segunda Guerra Mundial, la penicilina ha
demostrado su efectividad contra la sífilis, pero aún quedaba un largo camino
en cuanto a las dosis que eran necesarias y sus limitaciones como fármaco. Por
ejemplo, a las tropas se les proporcionaba un ungüento profiláctico, pero era
muy tóxico. ¿Podría fabricarse alguna
untura similar con el antibiótico?
En 1944, el Servicio
Público de Salud realizó experimentos sobre la prevención de la gonorrea en la
cárcel de Terre Haute, Estados Unidos. Cutler participó en ellos. Para la sífilis,
las autoridades decidieron cruzar la frontera y buscar un lugar al abrigo de
preguntas indiscretas. Y Guatemala era entonces una auténtica república
bananera, controlada por la United Fruit
Company. A cambio de la
colaboración de los funcionarios guatemaltecos, los investigadores
estadounidenses donarían material de laboratorio y adiestrarían a sus médicos.
John Cutler fue asignado
al proyecto. Aceptó el encargo de mil amores y viajó con su mujer, Eliese, con
dos objetivos: Por un lado, comprobar la respuesta humana a la inoculación de
material infeccioso fresco y ver cómo se comportaba el sistema inmunológico. Por el otro, prevenir la aparición del mal
tras exponer a un individuo a la bacteria. Como conejillos de Indias,
Cutler utilizó a reclusos de la cárcel estatal, niños de un orfanato, pacientes
del único hospital psiquiátrico del país, soldados de los cuarteles de la
capital y prostitutas.
La participación de las
meretrices fue su idea más ocurrente. Guatemala había legalizado la prostitución y permitía a las prostitutas
visitar regularmente a los presos en las cárceles. La Prisión Central de
Guatemala albergaba a unos 1.500 reclusos. Cutler obtuvo la autorización para
que mujeres con sífilis o gonorrea ofreciesen sus servicios a los presos,
pagadas con fondos de la investigación. En otros experimentos se inyectaba la
bacteria a prostitutas sanas en el cuello uterino antes de las visitas
sexuales. Antes y después de la visita se realizaban pruebas serológicas a los
reclusos para saber si quedaban o no infectados. Se los sometía a varias
técnicas de profilaxis química y biológica de la presunta infección. Si daban positivo, se les administraba
penicilina para curarlos. También se introdujeron prostitutas en los barracones
del Ejército.
Pero los conejos son más
fáciles de manipular que los humanos, como muy pronto descubrió Cutler. Por una
parte, pocos reclusos terminaban infectados, a pesar de que las visitas de las
prostitutas se multiplicaban. Por
otra, las mujeres tampoco se dejaban controlar. «Desafortunadamente, una
de nuestras 'donantes femeninas' deja la profesión porque se va a casar y ya no
está a nuestra disposición», se lamentaba un investigador.
Los presidiarios también
se resistieron. En un memorando se lee: «Los reclusos son en su mayoría
analfabetos y supersticiosos. Creen que los análisis de sangre los debilitan,
incluso si se les dan pastillas de hierro y suplementos vitamínicos; en sus
mentes no hay conexión entre la pérdida de un tubo grande de sangre y los posibles
beneficios de una pequeña píldora». Como los análisis de sangre resultaban,
además, poco fiables, se consiguió la cooperación del Gobiemo de Guatemala para
utilizar a 438 niños de un orfanato en un experimento para mejorar la
fiabilidad de las pruebas. En este
caso, no se les inoculó la sífilis.
La creciente resistencia
de los presos y las dificultades para manejarlos hicieron pensar a los
investigadores que los estudios en serología se podrían realizar mejor en otra
parte. Y eligieron el único manicomio de Guatemala. Allí no era posible
introducir prostitutas o convencer a los internos, así que Cutler se decantó
por la inoculación directa. La mejor manera de conseguir la cooperación de las
autoridades guatemaltecas era ofreciéndoles suministros: fármacos contra la
malaria y anticonvulsivos, pues gran parte de la población en e! centro psiquiátrico
era epiléptica. También les llevaron un frigorífico, un proyector de películas,
tazas, platos y tenedores. A los sujetos del experimento se los sobornaba con
cigarrillos: un paquete por inoculación y un pitillo por observación clínica.
El engaño era total. En
una carta a un superior, Cutler admitía que no contaban a la gente que el
inóculo contenía la bacteria de la sífilis. «Como te puedes imaginar,
contenemos la respiración. Lo que contamos a los pacientes es que el tratamiento
es un nuevo suero derivado de la penicilina. Estoy a la que salta todo el
tiempo con tanto disimulo.» Hacer un seguimiento a los cientos de sujetos
inoculados (696, en total) resultó muy complicado, especialmente en el
manicomio, donde a veces ni los pacientes se acordaban de sus nombres. Eliese,
la esposa de Cutler, lo ayudaba con el papeleo y fotografió a los ‘pacientes'.
En otoño de 1947, el
interés por la profilaxis había decaído en Estados Unidos y se informó a Cutler
de que habría menos dinero para el estudio. Además, preocupaba la ética del proyecto. Hacía pocos meses que habían
terminado en Núremberg los juicios a los médicos nazis. «Estoy más que un poco
receloso acerca de los experimentos con locos. Ellos no pueden dar el consentimiento, no saben de qué va la cosa y, si
alguna organización santurrona se enterara del asunto, levantaría mucha
polvareda. Es mejor trabajar con soldados o reclusos; ellos sí pueden dar
el consentimiento. Quizá soy
demasiado precavido... Además, ¿cuántos saben lo que pasa? [ ... ] En el
informe, no veo ninguna razón para ser específico sobre el trabajo que se hace
y el tipo de voluntarios», le comentó un superior a Cutler en una carta.
Finalmente, en 1948,
ordenaron a Cutler salir del país. La
preocupación por una posible filtración a la prensa pesó más que el presunto
interés científico. Cutler y sus colaboradores guatemaltecos escribieron
un ensayo sobre serología basado en el experimento y publicado en una revista
médica en castellano. Guardó el informe y las fotos tomadas por su mujer en su
archivo, que se conserva en la Universidad de Pittsburgh. Y allí durmió el
sueño de los justos hasta que la historiadora Susan Reverby lo rescató.
0 Comments:
Publicar un comentario
<< Home