Pelmazos clasificados
(Parte de un texto de Guillermo Fatás en el Heraldo de
Aragón del 3 de noviembre de 2013)
Los
griegos de la Antigüedad nos dejaron hechos los deberes en un sinfín de
materias. Plutarco, por ejemplo, aun sin ser un portento, dejó un sugestivo
ensayo clasificando a los charlatanes y pelmazos.
El amor
a la palabra en tanto que manifestación del pensamiento y el raciocinio ('logos')
era muy vivo en la cultura griega y el trato que se le daba definía por sí solo
a una sociedad, según educase a los suyos en la exuberancia o, al contrario, en
la economía verbal. El paradigma de la parquedad fue el estado militarizado de
los espartanos, que se educaban en hablar lo mínimo posible. Como vivían en
Laconia, aún llamamos laconismo a la concisión expresiva. El laconismo
auténtico no es hablar poco, sino hablar poco diciendo mucho, lo que requiere
entrenamiento e inteligencia.
Los
espartanos llegaron a la proeza del discurso monosilábico. El poderoso Filipo
II de Macedonia le dijo a uno, para concluir una perorata: «Si invado Laconia,
os echaré de allí». La cumplida y eficaz respuesta fue una conjunción
condicional: «Si». Es difícil ser tan breve y tan agudo a la vez y preludiar
tan perfectamente la propuesta de Gracián de que «lo bueno, si breve, dos veces
bueno».
Al
contrario, lo fácil es hablar sin parar y no decir cosa de sustancia. La
verborrea es una forma detestable de incontinencia, propia de garrulos y
charlatanes. En realidad, la sentencia gracianesca alude a esta contingencia,
porque tiene una segunda parte, menos citada: «y aun lo malo, si poco, no tan
malo».
Los
atenienses eran amantes de la oratoria exuberante. El más admirado de sus
gobernantes, Pericles, razonaba que, lejos de ser un estorbo, discutir las
cosas antes de actuar era lo apropiado. El aprecio por el discurso se reflejaba
en la 'isegoría', el derecho a ser «iguales en el ágora», lugar donde se
mantenían los debates. Claro que, como no todos los oradores eran de talla, las
asambleas de los atenienses resultaban prolijas. […]
Habladores
y habladores
Plutarco
clasificaba a los hombres según su locuacidad con el ejemplo de cómo se
responde a una pregunta simple, como «¿Está Fulano?». Un desabrido responde
secamente: «No está». Un maleducado, con menos aún: «No». El parco, pero
educado dice «Ahora no está en casa». El discreto y cortés: «No está porque ha
ido al banco Tal, por una gestión». En fin, están los gárrulos pelmazos, que
capturan a la víctima y le propinan un discurso insoportable, venga o no a
cuento. En el ejemplo de Plutarco, el incontinente ha leído un texto y, aunque
traído por los pelos, lo larga punto por punto.
[…]
A
Plutarco se le pasó por alto el tipo cero: el que no contesta. Es el político
que comparece para decir lo que le viene en gana, pero no admite preguntas. Sin
duda nos lo merecemos, por mansos y pazguatos. […]
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