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lunes, noviembre 4

Pelmazos clasificados



(Parte de un texto de Guillermo Fatás en el Heraldo de Aragón del 3 de noviembre de 2013)

Los griegos de la Antigüedad nos dejaron hechos los deberes en un sinfín de materias. Plutarco, por ejemplo, aun sin ser un portento, dejó un sugestivo ensayo clasificando a los charlatanes y pelmazos.

El amor a la palabra en tanto que manifestación del pensamiento y el raciocinio ('logos') era muy vivo en la cultura griega y el trato que se le daba definía por sí solo a una sociedad, según educase a los suyos en la exuberancia o, al contrario, en la economía verbal. El paradigma de la parquedad fue el estado militarizado de los espartanos, que se educaban en hablar lo mínimo posible. Como vivían en Laconia, aún llamamos laconismo a la concisión expresiva. El laconismo auténtico no es hablar poco, sino hablar poco diciendo mucho, lo que requiere entrenamiento e inteligencia.

Los espartanos llegaron a la proeza del discurso monosilábico. El poderoso Filipo II de Macedonia le dijo a uno, para concluir una perorata: «Si invado Laconia, os echaré de allí». La cumplida y eficaz respuesta fue una conjunción condicional: «Si». Es difícil ser tan breve y tan agudo a la vez y preludiar tan perfectamente la propuesta de Gracián de que «lo bueno, si breve, dos veces bueno».

Al contrario, lo fácil es hablar sin parar y no decir cosa de sustancia. La verborrea es una forma detestable de incontinencia, propia de garrulos y charlatanes. En realidad, la sentencia gracianesca alude a esta contingencia, porque tiene una segunda parte, menos citada: «y aun lo malo, si poco, no tan malo».

Los atenienses eran amantes de la oratoria exuberante. El más admirado de sus gobernantes, Pericles, razonaba que, lejos de ser un estorbo, discutir las cosas antes de actuar era lo apropiado. El aprecio por el discurso se reflejaba en la 'isegoría', el derecho a ser «iguales en el ágora», lugar donde se mantenían los debates. Claro que, como no todos los oradores eran de talla, las asambleas de los atenienses resultaban prolijas. […]

Habladores y habladores
Plutarco clasificaba a los hombres según su locuacidad con el ejemplo de cómo se responde a una pregunta simple, como «¿Está Fulano?». Un desabrido responde secamente: «No está». Un maleducado, con menos aún: «No». El parco, pero educado dice «Ahora no está en casa». El discreto y cortés: «No está porque ha ido al banco Tal, por una gestión». En fin, están los gárrulos pelmazos, que capturan a la víctima y le propinan un discurso insoportable, venga o no a cuento. En el ejemplo de Plutarco, el incontinente ha leído un texto y, aunque traído por los pelos, lo larga punto por punto.  […]

A Plutarco se le pasó por alto el tipo cero: el que no contesta. Es el político que comparece para decir lo que le viene en gana, pero no admite preguntas. Sin duda nos lo merecemos, por mansos y pazguatos. […]