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viernes, mayo 30

El efecto Lucifer



(Un artículo de Daniel Méndez en el XLSemanal del 30 de marzo de 2008)

Su vecino podría ser un torturador... Incluso usted mismo podría serlo. Eso es lo que concluye el afamado catedrático de psicología Philip Zimbardo en su último estudio. ¿Cree que no? […] Todo comienza con un juego 'inofensivo' entre 24 alumnos de la Universidad de Stanford...

Hace poco más de tres años, millones de espectadores contemplaban con horror las imágenes de los abusos en la cárcel de Abu Ghraib, en lraq. Entre ellos, el catedrático estadounidense de psicología, Philip Zimbardo. Sintió rechazo, repulsa, pero poca sorpresa. Las fotografías de los presos -sometidos a todo tipo de abusos y vejaciones- le eran familiares; hace más de 30 años llevó a cabo un experimento en la Universidad de Stanford. Creó una cárcel ficticia en los sótanos del centro. El objetivo: estudiar el comportamiento de un grupo de 24 voluntarios universitarios; 12 harían de carceleros y 12, de presos. El reparto de roles fue completamente azaroso, pero la selección de los participantes fue escrupulosa: buscaban jóvenes 'normales'. Nada de antecedentes de agresión ni comportamientos sociópatas. A las 24 horas de comenzar el experimento -que ha pasado a formar parte de los manuales universitarios de psicología social- aparecieron los primeros abusos por parte de los 'carceleros'. Muy pronto habían olvidado que aquello era un juego. El experimento tenía una duración prevista de dos semanas, pero se suspendió a los seis días para salvaguardar la integridad física y mental de los participantes; no sólo hubo abusos de autoridad, sino también malos tratos, agresiones físicas y crisis de ansiedad. Todo fue mucho más allá de lo que el propio Zimbardo había previsto... y hubiese deseado. Había puesto en marcha la prueba y, aunque lo veía todo, tardó mucho en detenerla. ¿Arrepentido? «Nunca ves el mal cuando estás en la situación», explica hoy. «Es fácil justificar muchas cosas en un lugar y un momento determinados, donde tus pautas morales se difuminan. Yo mismo me convertí en el 'superintendente' de la prisión y llegué a ser indiferente al sufrimiento», confiesa. Y éste es, precisamente, el núcleo duro de su teoría: todos llevamos un potencial torturador en nuestro interior. Y es relativamente sencillo que salga a la luz. Así lo explica él: «La mente humana nos da el potencial para el bien y el mal; podemos ser santos o pecadores, atentos o indiferentes. Que ese potencial salga a la luz no sólo depende de nosotros, sino de las situaciones en las que nos encontremos».

Nada, pues, de 'manzanas podridas', como dijeron Bush y los altos mandatarios del Ejército: es el propio sistema el que corre el riesgo de convertirse en un cesto echado a perder si se lo descuida. Y descuidos hubo muchos en Abu Ghraib: los responsables no visitaron el centro durante semanas, dejando a unos marines sin formación específica a cargo de la prisión y sus 'huéspedes'; éstos trabajaban, además, en turnos de 12 horas y, cuando descansaban, lo hacían en las propias celdas. Los presos se rebelaron más de una vez y... hubo tiroteos. «Añádele a esto unas autoridades que ordenan a su Policía militar que ‘rompa' a los prisioneros para que confiesen, y ya tienes la receta para el desastre y el abuso», concluye Zimbardo en su último libro, El efecto Lucifer, una actualización de investigaciones y estudios sobre la maldad. Así, había ocurrido lo mismo que años atrás en la, versión ficticia; un grupo de personas, sometidas a una determinada situación, había sacado el 'diablo' que llevaba dentro.

¿Y por qué actuamos mal? Años antes que Zimbardo, el psicólogo Stanley Migram trató de dar respuesta a una pregunta muy concreta. En 1961 era juzgado y condenado en Jerusalén Adolf Eichmann, teniente coronel de las SS durante el régimen nazi. Encargado de la logística de transportes del holocausto, durante el juicio arguyó que él no era antisemita -tenía, de hecho, parientes judíos-, que él «sólo manejaba estadísticas»;- eso sí, en forma de deportados hacia los campos de concentración. Sus últimas palabras, minutos antes de morir ahorcado, condenado por crímenes contra la humanidad, fueron: «Tuve que obedecer las reglas de la guerra y de mi bandera. Estoy listo».

Para ver hasta dónde estamos dispuestos a llegar por obediencia, Migram reunió a un grupo de personas, heterogéneo en cuanto a edad y clase social, para un experimento «sobre memoria y aprendizaje». Los voluntarios harían de maestros, mientras que un compinche  de los investigadores haría de alumno. A los primeros les dijo que estaban participando en un análisis del castigo sobre el aprendizaje y que serían los encargados de suministrar descargas eléctricas crecientes, desde 15 voltios iniciales hasta un tope de 450. Por supuesto, estas descargas eran ficticias. El 65 por ciento de los participantes alcanzó el tope de descarga eléctrica. Todos se detuvieron en algún punto, sí; pero ante la insistencia del investigador, todos seguían aplicando una corriente cada vez más fuerte. Y ningún participante se plantó antes de que el supuesto alumno -en realidad, un actor- mostrase ya los estertores previos al coma. La insistencia de una autoridad -el investigador- que los empujaba a continuar con frases como «el experimento requiere que usted continúe», bastó para sacar el Mr. Hyde que todos llevamos dentro; o quizá debiéramos decir el Adolf Eichmann que reside en nuestro interior.

En 2004, la revista Science publicaba el artículo Por qué la gente ordinaria tortura a los prisioneros enemigos. De nuevo, el horror de Abu Ghraib. Junto con dos doctores, Susan T. Fiske, de la Universidad de Princeton, analizó los datos de 25.000 estudios previos, con un total de ocho millones de participantes. ¿La conclusión? «Prácticamente todo el mundo puede ser agresivo si es provocado suficientemente, estresado, desorientado o irritado.»