Recordando a Nelson Mandela II
(Un artículo de John
Carlin en el Pais del 6 de diciembre de 2013, a propósito de la muerte de
Mandela. Lo pongo en dos trozos porque es muy largo)
Al salir en libertad el
11 de febrero de 1990, Mandela emprendió una marcha triunfal por toda Sudáfrica
en la que prefijó un mensaje muy perfilado de reconciliación y desafío. No era
ningún Gandhi y se negó a pedir el cese de la "lucha armada" -que
había sido más bien simbólica- hasta que el Gobierno dio señales inequívocas de
comprometerse a una democracia de pleno derecho en la que se aplicara el
principio de una persona, un voto. No tuvo más remedio porque el presidente F.
W. de Klerk, al que describió con elegancia (y astucia) como "un hombre
integro", creyó al principio que iba a salir del paso con alguna fórmula sui generis, semidemocrática, que
contemplase los "derechos de la minoría" y asegurase y perpetuase los
privilegios de los blancos. Las negociaciones que se desarrollaron durante los
cuatro años sucesivos fueron duras, pero ni mucho menos tan duras como lo que
estaba sucediendo en los distritos negros, sobre todo los de la periferia de
Johanesburgo. Los últimos coletazos de la bestia del apartheid se manifestaron en un intento concertado de desbaratar la
transición por parte de fuerzas oscuras en el aparato de seguridad, aliadas con
la organización negra conservadora Inkatha, cuyo líder zulú de extrema derecha,
Mangosuthu Buthelezi, beneficiario del sistema de "patrias tribales" del
apartheid, tenia tanto miedo a que
gobernara el ANC como cualquier blanco. Las matanzas en Soweto y otros lugares
alcanzaron una dimensión inédita en Suráfrica desde la guerra de los bóeres,
casi 100 años antes.
Mandela clamaba en
público, se indignaba contra De Klerk en privado, y sus colegas de la ejecutiva
del ANC tenían que contenerlo para que no cancelara las negociaciones: para que
su ira, que a veces le cegaba, no le hiciese recurrir a un enfrentamiento
abierto. Sin embargo, cuando llegó la prueba definitiva, supo mantener la
cabeza fría y dio su bendición a un acuerdo trascendental por el que el primer
Gobierno elegido democráticamente del país iba a ser una coalición en la que los
ministerios se repartirían en función del porcentaje de voto obtenido por cada
partido.
Tendió la mano a una
Sudáfrica blanca bastante pacificada convenciendo a su propia gente para que
hiciera otra concesión en un asunto que todos los sudafricanos llevaban en el
corazón.
Una reunión de la
ejecutiva nacional del ANC cuatro meses antes de las históricas elecciones de
abril de 1994. Sin dudar ni por un momento que el ANC iba a ganar las
elecciones, el tema concreto en la agenda era qué postura debía adoptar el
nuevo Gobierno sobre la cuestión del himno nacional. El viejo himno era claramente
inaceptable. Die Stem era una melodía
seria y marcial que loaba a Dios y ensalzaba los triunfos de Retief, Pretorius
y los demás "caminantes" que habían hecho la Gran Marcha hacia el
norte en el siglo XIX, aplastando la resistencia de los negros. El himno extraoficial
de la Sudáfrica negra, Nkosi Sikelele,
era la emocionante manifestación de un pueblo que llevaba mucho tiempo de sufrimiento
y anhelaba la libertad.
La reunión acababa de
empezar cuando entró un ayudante para informar a Mandela de que le llamaba un
jefe de Estado. Salió de la sala y los treinta y pico hombres y mujeres del
órgano supremo del ANC continuaron sin él. Había un consenso abrumador en favor
de eliminar Die Stem y sustituirlo
por Nkosi Sikelele. Tokyo Sexwale,
antiguo preso en Robben Island y principal miembro del Comité Ejecutivo
nacional, recordaba muy bien la atmósfera de la reunión durante la ausencia de
Mandela.
"Estábamos
disfrutando", me contó. "Es el fin de esa canción, Die Stem, decíamos. El fin. Se acabó. En
este país vamos a cantar Nkosi Sikelele
y nada más. ¡Estábamos divirtiéndonos!". Entonces regresó Mandela.
"Estábamos todos como niños de primaria", decía Sexwale, un hombre grande
y fuerte con una rica voz de orador. "Nos preguntó cómo iban nuestras
discusiones y le dijimos que habíamos tomado una decisión. Dijo: 'Pues lo
siento. No quiero ser grosero, pero...'. Dios mío, todos queríamos que nos
tragara la tierra. 'Creo que debo expresar lo que pienso sobre esta moción.
Nunca pensé que unas personas experimentadas como vosotros iban a tomar una
decisión de tal magnitud sobre un tema tan importante sin ni siquiera esperar
al presidente de vuestra organización".
Y entonces, en el tono
más severo y de maestro de escuela que le habían oído emplear jamás sus colegas
del ANC, ofreció su punto de vista. "Esta canción que despacháis con tanta
facilidad contiene las emociones de muchos a los que todavía no representáis, y
de un plumazo queréis tomar una decisión que destruiría la misma base -la única-
sobre la que estamos construyendo el país: la reconciliación". Los hombres
y mujeres de la ejecutiva nacional del ANC, muchos de ellos muy conocidos en Sudáfrica,
considerados héroes y heroínas de la lucha, se arrugaron de vergüenza. Mandela
propuso que, cuando se celebraran las elecciones y para el futuro, Suráfrica
tuviera dos himnos, que se tocarían uno después de otro en todas las ceremonias
oficiales, desde las tomas de posesión presidenciales hasta los partidos de
rugby: Die Stem y Nkosi Sikelele. Derrotados moralmente, apabullados
por la lógica del argumento de Mandela, los combatientes de la libertad se
rindieron de forma unánime. Sexwale se reía a carcajadas años después al
recordar el desconcierto que había sentido al ver cómo les había manipulado
Mandela. "Jacob Zuma, que presidía la reunión, dijo: 'Bueno, creo... creo...
creo que la cosa está clara, camaradas. Creo que la cosa está clara...’. Nadie
levantó un dedo para oponerse".
Los miembros de la
ejecutiva nacional capitularon por completo ante la ira de Mandela, porque comprendieron
de inmediato que su afán de venganza sobre la cuestión del himno blanco había sido
pueril, que la respuesta política con más visión de futuro al dilema que
estaban debatiendo era la solución madura y generosa que defendía Mandela. Pero
cedieron ante él también porque, desde las actuaciones magistrales que había
llevado a cabo al salir de la cárcel, habían aprendido a aceptar que "el viejo”
era mucho más hábil que cualquiera de ellos en el arte moderno del simbolismo político.
La importancia del himno era la creación de un espíritu nacional, la posibilidad
de ejercer la persuasión política apelando a las emociones de la gente. Esa
era, como habían comprendido los demás dirigentes del ANC, la esencia de su
talento político, la faceta en la que dejaba a todos los demás muy atrás. El
propio Mandela me dijo, durante una de las conversaciones que mantuvimos en su
casa, que había sermoneado al comité ejecutivo sobre la necesidad de ganarse a
los afrikáners, de demostrar respeto
por sus símbolos, de esforzarse por incluir unas cuantas palabras en afrikaans al
comenzar un discurso. "No les estáis hablando al cerebro", dijo,
"les estáis hablando al corazón".
Hizo lo mismo, con un
éxito aún más espectacular, al año de asumir la presidencia, en la Copa del
Mundo de rugby, que se celebraba en Sudáfrica por primera vez. Consiguió la increíble
proeza de convencer a su propia gente para que apoyaran a los Springboks, la
selección sudafricana, con lo que transformó uno de los símbolos más odiados de
la opresión del apartheid en un instrumento
de unidad. A pesar de que solo había un jugador que no era blanco en el equipo,
los negros, a instancias de Mandela, adoptaron a los Springboks y empezaron a
considerarlos representantes lógicos de la nueva bandera nacional. Es imposible
olvidar cómo, en la final de Johanesburgo, en la que venció Sudáfrica, prácticamente
toda la muchedumbre de blancos (los aficionados al rugby no habían estado
precisamente en la vanguardia del progresismo racial durante los años del apartheid)
gritaba su nombre. "¡NeIson! ¡Nelson! ¡Nelson!". Cuando Mandela
entregó la copa al capitán del equipo, François Pienaar, un grandullón rubio hijo
del apartheid, le dijo:
"Gracias, François, por lo que has hecho por nuestro país". "No,
señor presidente", replicó Pienaar, con una enorme presencia de ánimo. "Gracias
a usted por lo que ha hecho por nuestro país".
Aquel día, probablemente
el más feliz -y desde luego el de más unidad patriótica- de la historia de
Sudáfrica, Mandela culminó su doble misión imposible del liderazgo político.
Convenció a todo un pueblo, el pueblo con más división racial de la tierra, para
que cambiara de opinión.
El objetivo fundamental
de Mandela durante sus cinco años como presidente fue cimentar las bases de la
nueva democracia, alejar la perspectiva de una contrarrevolución terrorista de la
extrema derecha armada. Y lo consiguió. Sudáfrica, pese a todos los problemas
que hoy tiene (problemas que comparte con docenas de países, después de haberse
deshecho de la épica y terrible singularidad que en otro tiempo le distinguía
del resto del mundo), es una democracia estable, mucho más respetuosa con el imperio
de la ley y la libertad de expresión que, por ejemplo, Rusia, otro país que
acabó con años de tiranía más o menos en la misma época. Se ha dicho, y seguramente
se seguirá diciendo mucho tiempo, que Mandela podría haber hecho más para
remediar las injusticias económicas del apartheid.
Tal vez, pero en un país con un elevado índice de natalidad y sin unas cifras
de crecimiento económico equiparables, ese era un reto prácticamente imposible.
Lo mejor que puede decirse es que la presidencia de Mandela vio la aparición de
un nuevo y potente fenómeno social, inimaginable en los años del apartheid: una clase media negra floreciente.
Podría haber emprendido toda una redistribución de la riqueza nacional, pero
eso seguramente habría provocado lo que más temía, una guerra civil entre razas.
La economía que hubiera quedado después habría sido una economía de cementerio.
Por lo que Mandela luchó la mayor parte de su vida fue por la democracia, y, una
vez lograda, su prioridad pasó a ser la paz.
Una paz como la que
acordó con John Reinders, cuyo trato por parte de Mandela ilumina la gran lección
que ofrece a todas las personas de cualquier parte, ya sea en el liderazgo político
o en esferas de la vida menos ambiciosas. Siempre fue coherente entre lo que
predicaba y lo que practicaba. Hablaba de justicia y respeto y trataba a todo
el mundo, por humilde que fuera su condición o por irrelevante que fuera para
sus objetivos políticos o personales, con la misma consideración. Un año
después de que Mandela abandonara la presidencia, Reinders, que siguió
trabajando a las órdenes de su sucesor Thabo Mbeki, recibió una llamada de su antiguo
jefe. ¿Podía ir con su familia a comer a su casa el domingo siguiente? Reinders
acudió con su esposa y sus dos hijos creyendo que se trataba de una reunión
amplia. Pero no, Mandela solo había invitado a su familia.
Al empezar la comida,
Mandela elevó una copa y, dirigiéndose a la mujer y los hijos de Reinders, les
pidió perdón por haberles privado tanto tiempo de la compañía de su padre y
marido. "Pero llevó a cabo sus obligaciones de manera espléndida. ¡Espléndida!".
Reinders, que volvía a llorar recordando la historia, me contó que, después de
comer, Mandela les acompañó a la calle y, cuando se alejaba su coche, se quedó
diciéndoles adiós con la mano.
En una ocasión pregunté
al arzobispo Desmond Tutu, premio Nobel de la Paz como Mandela y una de las
personas que le conocían más de cerca, si podía definirme su mejor cualidad. Tutu
se lo pensó un momento y entonces, con aire victorioso, pronunció una palabra:
magnanimidad. "Sí", repitió, la segunda vez en tono más solemne, casi
en un susurro: "¡Magnanimidad'''. Un sinónimo de magnanimidad podría ser grandeza.
Es posible que no volvamos a ver nunca a nadie igual.
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