El loco genial que cuadró el círculo
(La columna de Rosa
Montero en el suplemento dominical de El País del 7 de mayo de 2006)
Hay un libro raro de
Raymond Queneau titulado Locos literarios
(editado por la Asociación Española de Neuropsiquiatría) que hace una especie
de inventario de chiflados y excéntricos franceses, la mayoría del siglo XIX.
Queneau los descubrió a fuerza de husmear en las bibliotecas, de modo que todos
son escritores publicados. A mí lo que más me ha impactado de este cúmulo de personajes
anómalos es lo mucho que se parecen sus delirios. Esto es, los seres humanos somos
siempre tan predecibles y tan semejantes unos a otros, que hasta en nuestra
anormalidad somos normales.
Y así, uno de los rasgos
más repetitivos de estos locos literarios es su obsesión por ser
extraordinarios. No me extraña nada, porque eso, la percepción de ser de algún modo
especial y de que lo que sientes sólo lo sientes tú, es, paradójicamente, una
de las emociones más comunes y vulgares del ser humano. Los chiflados de
Queneau sólo llevan este sentimiento universal un poco más lejos, hasta llegar
al delirio de grandeza o el mesianismo: "Seguro de la victoria, tomo, sin
más demora, mi título inmortal, que nadie en el mundo puede negarme", dice
uno; y otro, refiriéndose a su propio libro, lo define como una "inmortal obra
perfecta". Qué ironía que al creerse únicos se parezcan tantísimo.
El grupo más fascinante
de excéntricos que presenta Queneau son los cuadradores. Probablemente no lo
sepan (yo desde luego lo ignoraba), pero una de las ramas más nutridas de la
extravagancia es la de aquellos individuos que creen haber resuelto la
cuadratura del círculo. Se ve qué este problema, en apariencia simple pero
irresoluble, atrae al delirante como la miel a las moscas. Los cuadradores hacen
cálculos matemáticos alucinados y dedican sus vidas a esta espinosa cuestión.
La mayoría son, además de estrafalarios, bastante insoportables en sus ínfulas
de superioridad. Pero hay un cuadrador maravilloso, mi personaje preferido del
libro: Joseph Lacomme, un campesino pobre e ignorante nacido en 1792.
Lacomme no sabía leer ni
escribir, pero era, naturalmente despierto y voluntarioso, y consiguió aprender
el oficio de tejedor y ascender socialmente a la categoría de obrero. Así vivió
laboriosa y anónimamente hasta los 44 años, momento en el que construyó un pozo
en su casa. Como tenía que pavimentar el fondo, le preguntó al profesor de
matemáticas del pueblo cuántos bloques de piedra necesitaba para un pozo de X
anchura. Y el profesor le dijo que no le podía contestar con precisión, porque
nadie había encontrado todavía la relación exacta de la circunferencia con el
diámetro. Esta relación, naturalmente, es Pi,
ese número que, como se sabe, empieza por 3,1416 y posee una sucesión
inacabable de decimales. Pero el asunto del pozo sucedía en 1836, y la
demostración de la trascendencia de Pi
o, lo que es lo mismo, de la imposibilidad de cuadrar el círculo no la
conseguiría Lindeman hasta 1882, de manera que, en el entretanto, nuestro obrero
analfabeto bien podía aspirar a resolver el problema.
Y eso es lo que hizo,
con una pasión y una entrega admirables, demenciales, heroicas. Vendió sus
telares, su casa, las modestas posesiones que había ido ganando en toda una
vida de esforzado trabajo, y se dedicó a construir cubos y cilindros, a
llenarlos de agua, a pesarlos. Como tampoco sabía contar, aprendió los números
copiando y memorizando las cifras de los portales de una larga calle. Lo más increíble
es que después desarrolló un ingenioso método propio para multiplicar y dividir.
O sea, reinventó la multiplicación y la división. Verdaderamente era asombroso.
Por medio de sus
cálculos y de sus experimentos con agua, llegó a la muy aproximada cifra de 3, eso
sí sin decimales. Y ahí empezó su larga agonía. Quiso presentar sus resultados
a las diversas academias de ciencia francesas, pero los sesudos científicos
pensaron que ese obrero analfabeto era un maldito loco. Fue encerrado varias
veces en psiquiátricos, maltratado, vejado. Lacomme, más inmenso y digno aún en
su desgracia, siguió peleando sin rendirse y consiguió ser llevado ante los
tribunales, que le pusieron en libertad.
Ésta es una historia con
final feliz: casi septuagenario, logró que la Sociedad de las Ciencias y las
Artes de París reconociera su labor y le diera medallas y diplomas. Un folleto
impreso contó su pasmosa vida, y de ahí lo sacó Queneau. No está nada mal para un
pobre tipo que no sabía leer ni escribir. Desde luego su obsesión fue extravagante
y absurda, pero, ¿no hay algo absurdo en todo destino humano? Si hubiera
pertenecido a otra clase social y hubiera tenido otra educación, tal vez no
hubiera sido llamado loco, sino genio.
Etiquetas: Cuentos y leyendas
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