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domingo, mayo 24

Las Vegas: así empezó todo

(Un artículo de Carlos Manuel Sánchez en el XLSemanal del 28 de julio de 2013)

Con un golpe de suerte, así se inició la aventura de Las Vegas. Era principios del siglo XIX y una caravana de comerciantes descubrió agua en medio del desierto. Aquel manantial no tardó en convertirse en chicas, cartas, juego, especulación, mafia y blanqueo de dinero. Bienvenidos a los turbios orígenes de la ciudad que nunca duerme.

Es un oasis en mitad del desierto y también un espejismo, la construcción de un sueño que pasa de generación a generación como un hechizo... a través de soñadores profesionales. Un mafioso como 'Bugsy'Siegel, un cineasta como Howard Hughes y ahora el hijo de un taxista lituano Sheldon Adelson empeñado en agarrar al sueño americano por el cuello y exprimirlo y convencido de que el oasis y el espejismo se pueden replicar en Asia y en Europa (Eurovegas, en Madrid).

¿Pero cómo empezó todo? Con un golpe de suerte. Una caravana que se desvía de la ruta camino de Los Ángeles y que encuentra un manantial en el desierto de Mojave, en mitad de la nada. Corría el año 1829, y durante el resto del siglo XIX Las Vegas no sería más que un abrevadero para viajeros y caballos. Todavía conserva esa impronta de lugar de paso. Vas, sueñas que te forras, te despluman y te marchas.

El ferrocarril de la Union Pacific hizo cristalizar la ciudad. Al principio fue una mancha de tiendas de campaña, las de los trabajadores que colocaban las vías, con mesas de juego y burdeles para que se dejasen allí la paga. En 1905, la compañía subastó 1200 parcelas en un día, a 300 dólares el kilómetro cuadrado. Fue la fundación oficial de la Ciudad del Pecado, como pasaría a ser conocida décadas después.

Luego vino la ofensiva puritana con la Ley Seca, que ilegalizó el alcohol y el juego. El estado de Nevada lo hizo en 1910. Un periódico tituló: «Adiós para siempre a la ruleta». Para siempre, en realidad, duró tres semanas en Las Vegas, donde pronto surgieron los clubes ilegales.

Pero Las Vegas no hubiera sido más que una colección de antros de mala muerte sin la Gran Depresión de 1929 y la recesión posterior que propiciaron que el Estado, corto de fondos, autorizase el juego en 1931 para recaudar impuestos y que se levantase el veto al alcohol poco después. La construcción de la presa Hoover, en el río Colorado, a 48 kilómetros de la ciudad, supuso una nueva riada humana. Mano de obra a la que había que entretener. Las obras duraron cinco años. Fue entonces cuando banqueros y mafiosos se percataron de que el juego podía ser mucho más lucrativo combinado con una burbuja inmobiliaria y que, además, así podían seguir haciendo caja cuando los obreros se marchasen. Financieros y señores del crimen se aliaron. El precio de los terrenos se disparó. La electricidad que fluyó desde la presa prendió los carteles de neón y revivió el espejismo. Las Vegas se convirtió en un reclamo y la avenida de seis kilómetros que la vertebra, en una de las más filmadas del planeta.

El Ejército estableció una base aérea en 1941 con la condición de que se prohibiese la prostitución. El barrio rojo, conocido como Bloque 16, parecía quedar fuera de juego, pero se reaccionó diseminando el negocio y reciclando a las strippers en bailarinas. Ese mismo año surgió El Rancho Vegas, el primer resort y un concepto de hotel casino revolucionario que rompía con el salón del Oeste, de suelos de serrín y escupideras.

Su éxito inspiró a un Gánster emprendedor, Bugsy Siegel a quien dio vida Warren Beatty en la película Bugsy, de 1991, que consiguió convencer a un jefe mafioso y a banqueros mormones para que invirtiesen en el Flamingo, un lujoso hotel 'todo incluido'. La idea era sencilla: que el huésped no se marchara hasta quedarse sin blanca. El concepto se perfeccionó. Espectáculos musicales, comida de bufé, moquetas mullidas que ralentizan el paso, salas de juego sin relojes ni ventanas para perder la noción del tiempo... A Siegel lo acribillaron a balazos en un ajuste de cuentas, pero su apuesta funcionó. Se construyeron más hoteles casino y la Mafia empezó a blanquear dinero a espuertas.

Eran los años cincuenta. Los de Frank Sinatra, Dean Martin y su Rat Pack, la 'pandilla de ratas', completada con Sammy Davis Jr., Peter Lawford y Joey Bishop. Cantantes, políticos, actores o humoristas como Ronald Reagan, que acabaría siendo presidente de los EE.UU., ganaban allí más en una semana que haciendo una película en Hollywood.

Una prosperidad basada en un estatus especial: no hay cobertura social ni sueldo base para la legión de crupieres, camareras y empleados. Tampoco hay velocidad mínima en las carreteras. Y se permiten los matrimonios y los divorcios exprés. Así lo quiere la Cosa Nostra, y el Gobierno hace la vista gorda mientras recauda una porción del pastel. Hasta las pruebas nucleares en el desierto se convierten en un reclamo turístico. Los huéspedes degustan 'cócteles atómicos' en las terrazas, con vistas a las nubes en forma de hongo. Ocho millones de personas visitaban Las Vegas cada año.

En los sesenta llegaron las tragaperras, más baratas de mantener que los crupieres. Se desvanece el glamour. La Administración Kennedy empezó a apretarle las tuercas al crimen organizado y Las Vegas se reinventó, aunque el cineasta Howard Hughes mantuvo viva la llama de la megalomanía. En 1966 había sufrido un accidente de aviación. Vivía aislado desde entonces y era adicto a la morfina. Se mudó al Desert Inn, huyendo de los altos impuestos de California y, cuando supo que los hoteles desgravaban, compró todas las propiedades que pudo. Las inversiones de Hughes animaron a otros empresarios. La propuesta consistía en que la ciudad tuviese un sesgo más familiar. Una especie de Disney World para mayores, con el aliciente mítico del reciente esplendor.

Ese modelo evoluciona en los Ochenta hacia el megarresort, que crecen con cada burbuja y se reformulan con cada recesión. Es en esta época cuando Sheldon Adelson forja su imperio. Monta una agencia de viajes y organiza una feria de informática en la ciudad que se convierte en cita mundial. Con lo que gana compra un hotel mítico, aunque de capa caída: el Sands. Lo derriba y levanta el Venetian, una imitación pretenciosa de la ciudad italiana con paseo en góndola incluido. Su idea: hoteles temáticos, llenos de respetables asistentes a los congresos los días laborables, que se desmadran durante el fin de semana, para volver el lunes al tajo con resaca y la oportuna laguna en la memoria que los libra de la mala conciencia. Se dice que lo que pasa en Las Vegas queda en Las Vegas.

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