La medicina y el cerebro
(Un texto de Daniel Méndez en el XLSemanal del 14 de julio
de 2013)
Lobotomías, azotes, discriminación... El camino del hombre
hacia la curación de los males cerebrales y su entendimiento ha sido largo y
cruento. ¿Cómo podía ser importante un órgano con una textura tan flácida?
Aunque los científicos aseguran que aún nos queda muchísimo por descubrir, un
libro nos propone echar la vista atrás para contemplar lo andado.
Los egipcios no le daban un gran valor. El corazón era para
ellos la parte más importante del cuerpo humano. El cerebro, en cambio, era
desechado como un órgano menor. Tampoco Aristóteles le tenía gran estima: para
él que diseccionó desde elefantes hasta erizos de mar, aunque nunca a un
humano, el pensamiento y el alma estaban en el corazón. Un órgano tan inmóvil
como el cerebro, con una textura tan flácida y sin casi sangre no podía generar
creía algo tan noble como el pensamiento. El cerebro era relegado a una función
pragmática: un radiador natural que refrigeraba nuestra sangre.
¿Corazón o cerebro? Por raro que nos parezca, el debate se
prolongó durante siglos y no faltó quien otorgara al segundo su merecido lugar.
Dos de los grandes nombres de la historia de la medicina Hipócrates y Galeno
aciertan más en su diagnóstico del papel de la materia gris en la vida del
hombre. Galeno, por ejemplo, nacido en Grecia pero célebre en la Roma del
emperador Marco Aurelio, contribuyó, entre otras cosas, a otorgar a los nervios
el importante rol que ocupan en el pensamiento y la acción. A través de
experimentos que hoy nos parecerían de una crueldad inadmisible seccionaba
nervios o incluso la médula espinal de animales vivos para estudiar sus
consecuencias identificó correctamente muchas de las funciones de los nervios,
aunque los considerara conductos huecos por donde circulaba el pneuma, el
aliento que se dirigía a los ventrículos interiores del cerebro. Esta
percepción estuvo vigente en Europa durante más de mil años, hasta que quedó
atrás la Edad Media. De hecho, la circulación de la sangre no se descubriría
hasta el siglo XVII.
Las bases de la neurología moderna, con todo, quedan
asentadas un siglo más tarde. A finales del XVIII, el anatomista austriaco
Franz Joseph Gall propuso una novedosa teoría del cerebro: cada una de sus
funciones lenguaje, memoria, percepción de las formas y de los sonidos está
localizada en una parte específica. Habría así una zona encargada de
permitirnos reconocer los colores; otra, las palabras... y otras donde se
ubicaban la inteligencia o incluso la fidelidad. Con esto inaugura una
aproximación moderna al cerebro y sus funciones.
Otro ingrediente fundamental de la actividad cerebral es la
electricidad. El primero en entenderlo fue el médico y fisiólogo italiano Luigi
Galvani. Célebre conferenciante, dejaba a la audiencia atónita al aplicar una
descarga eléctrica a la médula espinal de una rana muerta; aunque su corazón ya
no latiera, las patas se movían: la «electricidad animal», como él la llamaba,
provocaba que los músculos se contrajeran. Si ya hacia 1780 aquello sorprendía
a todos, más tarde la estimulación con electrodos del cerebro arrojó también
asombrosos resultados. En la década de 1950, en que la extirpación de tumores
cerebrales era ya una práctica habitual, era frecuente que se aplicaran
pequeñas cargas eléctricas en las regiones continuas a la zona que se quería
extirpar para asegurarse de que la operación no afectaría a ninguna función
esencial, como la vista o el lenguaje. Así se comprobó una vez más la relación
entre el movimiento y distintas zonas del cerebro.
Más sorprendente fue descubrir que la aplicación de los electrodos
afectaba también a los sentimientos. De hecho, la aplicación de electrodos está
demostrando ser muy prometedora para tratar la depresión o el párkinson. Casi
en la entrada del siglo actual, el doctor Boulos-Paul Bejjani implantó en el
cerebro de una mujer con párkinson un emisor de electrodos para tratarla. Al
ponerlo en funcionamiento, la paciente rompió a llorar y evidenció una súbita
depresión. Aplicando el electrodo en otros lugares, se producía la reacción
inversa: reía sin motivo o encontraba de lo más divertido la corbata del
médico... Las emociones son pues algo estimulable y provocable físicamente. El
cerebro es una compleja máquina formada por millones de conexiones nerviosas
donde conviven memoria, emociones y pensamiento.
Esto, que quizá nos parezca hoy evidente, se ha establecido
solo tras muchos siglos de investigación con humanos vivos o muertos, otros
mamíferos o incluso animales tan alejados de nosotros como el Caenorhabditis elegans, un minúsculo
gusano transparente de menos de mil células que, sin embargo, nos ha ayudado a
entender el papel de la muerte celular en la configuración del cerebro y sus
enfermedades. Fue la invención de los primeros microscopios de precisión, a
finales del siglo XVIII, la que permitió a los estudiosos apreciar la
importancia de las células en cualquier forma de vida.
Esta concepción celular de lo vivo fue una gran revolución
que, sin embargo, tuvo problemas a la hora de aplicarse al cerebro: para
estudiar las células, los científicos deben primero teñirlas para poder
observarlas a través del microscopio. No obstante, el cerebro se resistió
durante largo tiempo a estos métodos de tinción. No se encontró un método
adecuado hasta que el médico italiano Camillo Golgi dio con un colorante a base
de nitrato de plata y bicromato potásico que permitió observar las células
cerebrales. Utilizando este método, el Nobel español Santiago Ramón y Cajal
realizó una compleja cartografía de las células de las distintas áreas
cerebrales y sus prolongaciones. Unos años más tarde otro Nobel, el
neurofisiólogo británico Sir Charles Scott Sherrington, completó el diagrama
demostrando el rol que tenía la liberación de las moléculas químicas de los
neurotransmisores en el funcionamiento cerebral.
A la corriente eléctrica y a la presencia de células se
había añadido un tercer componente: la química, que supuso una gran revolución
en términos terapéuticos. Sin conocer el papel de los neurotransmisores y de
las hormonas que controla el hipotálamo, no existirían muchos de los fármacos
que se utilizan hoy para las más diversas afecciones mentales. Desde el
párkinson o la depresión hasta la anestesia, que, aunque nos sorprenda, comenzó
a emplearse solo a finales del siglo XIX.
El cerebro ha sido y sigue siendo el gran desconocido. Hasta
tal punto que el biólogo francés François Jacob fallecido en abril de este
mismo año tiraba piedras contra su propio tejado al afirmar: «Estamos
constituidos por una asombrosa amalgama de ácidos nucleicos y recuerdos; de
deseos y proteínas. El siglo XX se ha ocupado mucho de los ácidos nucleicos y
de las proteínas. El XXI va a concentrarse sobre los recuerdos y los deseos.
¿Será capaz de resolver estas cuestiones?».
La histeria y otros
errores de diagnóstico
¿Nacía en el útero...? Era cosa de mujeres. Así lo indicaba
su nombre: istera, 'útero' en griego. Hay que remontarse a Hipócrates para
entenderlo: en su época se creía que el útero era móvil y enfermaba a la mujer
si le subía hasta el pecho. La percepción de la histeria como un mal femenino
perduró hasta el siglo XX, y durante mucho tiempo se trataba con masajes del
médico a la mujer hasta conducirla al orgasmo. El término ya no se usa en el
ámbito clínico.
¿Epilepsia, castigo divino? Hipócrates dedicó también
virulentos párrafos a combatir el supuesto origen sobrenatural de muchas
enfermedades. Entre ellas, la epilepsia, que él consideraba un mal natural y no
un castigo de los dioses.
Los males de la frenología. En el XVIII, el austriaco Franz
J. Gall afirmó que cada función cerebral lenguaje, memoria... residía en una
parte concreta de la cabeza. Su acierto abrió, sin embargo, la puerta a la
frenología, por la cual se podían determinar el carácter y hasta las tendencias
criminales de alguien según la forma de su cráneo. Causó brutales discriminaciones
en los siglos XIX y XX.
Inteligencia: cuestión de raza. También el francés Paul
Broca abrió la puerta a peligrosos disparates. Acertó al identificar a mediados
del XIX el córtex, una zona relacionada con el habla, pero no al vincular masa
encefálica e inteligencia. Para probarlo, propuso «escoger razas cuyas
deficiencias intelectuales sean obvias y comparar sus cerebros». La deriva
racista de su teoría fue inevitable. Relacionó a su vez la longitud de un hueso
del antebrazo y otro del brazo con la inteligencia: en el mono eran más largos
que en el hombre. Cuando midió esos huesos en europeos, asiáticos o «primitivos
de piel oscura», vio que los blancos estaban más cerca del mono y descartó su
tesis. Creía a su vez que la mujer era intelectualmente inferior al hombre.
Depresión...
Cada mal se origina, según Hipócrates, en el desequilibrio
de uno de los fluidos corporales que, en la salud, se hallan en la proporción
adecuada: la sangre, la bilis amarilla, la flema y la bilis negra. Un exceso de
esta última provocaba una gran tristeza. Su teoría dio paso al término
'melancolía' ('bilis negra' en griego), utilizado antiguamente para nombrar la
depresión. Así comenzó a llamársela en el siglo XVII y su uso se generalizó en
el siguiente cuando se convierte en una enfermedad que tratar, con terapia o
fármacos.
... y 'locura'
De la mazmorra al hospital, del castigo y la discriminación
a la terapia. Origen y evolución de las enfermedades mentales. La locura, la
más castigada, se trataba con sangrías, reclusión, azotes, castración... Más
dura, si cabe, fue la lobotomía. El neurólogo Egas Moniz realizó la primera en
1935. Tras su periodo de auge se vio que el seis por ciento de los pacientes no
sobrevivían a la operación y que el resto sufría después trastornos de personalidad.
La última lobotomía se realizó en 1967.
Etiquetas: Culturilla general
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