Cuéntame un cuento...

...o una historia, o una anécdota... Simplemente algo que me haga reir, pensar, soñar o todo a la vez, si cabe ..Si quereis mandarme alguna de estas, hacedlo a pues80@hotmail.com..

miércoles, junio 24

El pintor que no le gustó al Rey



(Un texto de Luis Reyes en la revista Tiempo de Hoy del 14 de abril de 2014)

Toledo, 7 de abril de 1614 · Fallece Domenico Theotocópuli, el Greco, famoso pintor greco-veneciano afincado en España 40 años antes.


De un Dominico Greco, quien vive ahora en Toledo y hace cosas extraordinarias, se quedó aquí [en El Escorial] un cuadro de San Mauricio y sus soldados que hizo para el altar de estos santos. No satisfizo a Su Majestad, lo cual no es mucho porque satisfizo a pocos, a pesar de que se dice que contiene mucho arte y que el autor sabe mucho, y de que se ven cosas maravillosas hechas por su mano”.

Esta es la resumida crónica de un desencuentro con tristes consecuencias para la historia del arte. En estas pocas líneas el padre Sigüenza, bibliotecario y más tarde abad del monasterio del Escorial, nos explica cómo un pintor famoso de reconocida calidad defraudó las expectativas que había puesto en él Felipe II. El regio encargo de un enorme cuadro de altar, destinado a esa niña de sus ojos que era El Escorial para Felipe II, era una prueba. Si ese pintor llegado de Italia del que tanto se hablaba hubiera agradado al Rey, se habría hecho cargo de la decoración del Escorial, pues el artista destinado a esta responsabilidad, Navarrete el Mudo, había fallecido. Pero el Greco no conectó con Felipe II.

Domenico Theotocópuli había nacido en 1541 en Candía, en la isla de Chipre, que formaba parte del imperio de Venecia, y siempre fue profundamente griego e intensamente veneciano. Se sentía orgulloso heredero de la cultura clásica griega, de la que había muchos libros en su biblioteca, pero la patria de su arte fue Venecia, la capital del color y la luz en la pintura, donde imperaba el esplendor de Bellini, Giorgione, Tiziano, Tintoretto y el Veronés. Aunque empezara en su tierra como pintor de iconos y no viajase a Venecia hasta los veintitantos años –edad tardía para la época– enseguida se convirtió en un pintor veneciano militante. Cuando pasó a Roma su mentor, Giulio Clovio, se lo recomendó al cardenal Farnese como “un joven candiota discípulo de Tiziano”.

Llegó a Roma con ínfulas y prisa por triunfar, y se ofreció al papa Pío V nada menos que para repintar en la Capilla Sixtina El Juicio final de Miguel Ángel. Hizo importantes amistades entre los círculos españoles de Roma y feroces enemistades entre sus colegas pintores, incluso su mecenas lo echó por los desprecios que el Greco dirigía a Miguel Ángel, y unas cosas con otras le decidieron a probar suerte en la corte de España. Madrid era la capital de la primera potencia del mundo, en España corría la plata de América, y la magna construcción del “Vaticano español”, como se llamó al Escorial, aseguraba demanda para el mercado artístico.

Los gustos de Felipe II.
Además había una circunstancia subjetiva, Felipe II era aficionado a la pintura. Le gustaba mucho Tiziano, a quien el monarca encargaba poesías, eufemismo con el que se refería a grandes cuadros eróticos con excusa mitológica, pero también pintores radicalmente distintos, como el flamenco Bosco, que pintaba lecciones morales a través de una simbología onírica, surrealista, o el extravagante Archimboldo, que era puro artificio. Como retratador, es decir, su pintor propio, encargado de confeccionar la imagen oficial del monarca más poderoso de la Tierra, Felipe II tuvo durante más de 30 años a Sánchez Coello, un español discípulo aventajado del flamenco Antonio Moro, sobrio y majestuoso en su oficio, con quien la familia real mantenía una relación afectuosa tras tan largo trato. Incluso los pintores aficionados eran buenos en la corte española: una dama italiana venida para servir a la reina Isabel de Valois, Sofosniba Anguissola, era también una delicada y magnífica retratista.

Como tarjeta de presentación para ese soberano entendido en pintura, el Greco no encontró mejor recurso que enviarle un cuadro, y pintó la Alegoría de la Santa Liga, en la que aparecen rezando de rodillas Felipe II, el Papa y el Dux de Venecia, jefes de las tres potencias que se coaligaron frente al Turco, así como don Juan de Austria, comandante de la armada que venció en Lepanto. El tema no podía ser más halagador para Felipe II, pues Lepanto fue la más famosa victoria de su reinado, “la mayor ocasión que vieron los siglos”, decía Cervantes, que se quedó manco en esa batalla.
Además de una apología directa a la grandeza de Felipe II, el Greco, que debía de conocer los gustos del Rey, tuvo la astucia de mezclar en su pintura rasgos de sus dos pintores favoritos, Tiziano y el Bosco. Del primero tomaba los cálidos colores venecianos, su luz deslumbrante; del Bosco una escena de pesadilla, las monstruosas fauces del Leviatán que engullen almas en pena. Felipe II debió de quedarse algo perplejo ante la obra, que quizás no le gustó pero en todo caso le interesó, y decidió poner a prueba al artista con un encargo, la historia de San Mauricio y la Legión Tebana, para ver si era capaz de satisfacer sus exigencias concretas.

Carrera en España.
El Greco había llegado a España hacia 1576, y gracias a su red de contactos recibió inmediatamente encargos importantísimos en Toledo: El expolio de Cristo para la catedral, y un enorme retablo con pinturas monumentales para el convento de Santo Domingo el Antiguo; son obras maestras en las que curiosamente se nota la influencia de Miguel Ángel, a quien tan acerbamente había criticado en Roma. Estas realizaciones lo convirtieron en una estrella y lo vincularon a Toledo. Él, sin embargo, donde quería ir era al Escorial, a la sombra del Rey. La llave de la corte era el cuadro de San Mauricio.
El Greco hizo una versión muy intelectual de la historia de este santo, martirizado con los 6.666 soldados de la Legión Tebana que él mandaba –todos cristianos– por negarse a adorar a los dioses paganos. La ejecución de San Mauricio queda en segundo plano y pequeño tamaño, mientras que toda la atención la atraen los bellos cuerpos de los legionarios romanos, que en primer plano conversan con amanerados gestos retóricos.

No era eso lo que quería Felipe II. Los cuadros de santos debían servir para provocar “el deseo de rezar ante ellos”, debían sujetarse a las instrucciones sobre imágenes del Concilio de Trento, no distraer la mente con reclamos intelectuales o estéticos. Además, el Greco tuvo la ocurrencia de poner junto a San Mauricio a Manuel Filiberto de Saboya, vestido con una armadura del siglo XVI. Era el general de Felipe II que había ganado la batalla de San Quintín, en conmemoración de la cual se construyó El Escorial, lo que suponía otra desviación de la función piadosa que debía tener la pintura religiosa.
Felipe II distinguía perfectamente dos áreas de pintura, la que le gustaba a él, que colgaba en sus palacios para su solaz, donde estaba admitido el erotismo, la extravagancia y el juego intelectual; y la religiosa, que quería poner en los altares como forma de propaganda doctrinal. El Greco se pasó de listo, no supo discriminar y mezcló los ámbitos. El Rey le pagó San Mauricio sin protestas, pero no lo colocó en el altar de la basílica del Escorial; en vez de ello le encargó el mismo cuadro a un tal Rómulo Cincinatto, pintor sin pena ni gloria, y no volvió a contar para nada con el Greco.

Etiquetas: ,