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viernes, junio 19

El torneo de la muerte



(Un texto de Luis Reyes en la revista Tiempo del 4 de septiembre de 2009)

París, 30 de junio de 1599. Enrique II de Francia es mortalmente herido durante las fiestas de la boda de su hija Isabel con Felipe II.

Los dioses del Olimpo castigaban con espantosa crueldad a los hombres soberbios que destacaban en algo tanto como los propios dioses. Quizá provocó esa envidia divina Enrique de Valois, en vista de cómo fue su final, porque “la magnificencia y la galantería jamás brillaron en Francia con tanto esplendor como en los últimos años del reinado de Enrique II. Este príncipe era galante, buen mozo y enamorado... sobresalía admirablemente en toda clase de ejercicios corporales”, según cuenta madame de La Fayette en La princesa de Cléves. Aunque tal vez fuera el Dios de los cristianos el que decidiese castigar la conducta licenciosa de un monarca que durante veinte años exhibió sin tapujos sus amores adúlteros con Diana de Poitiers, una pasión que pese al discurrir del tiempo “no era por ello menos violenta, ni dejaba de dar pruebas menos ostentosas”, en palabras también de La Fayette. O quizá fuera el espíritu de Francia, ultrajado porque el soberano francés iba a entregar a su propia hija, como una ofrenda de vasallaje, al mortal enemigo que le había humillado en el campo de batalla. Fuese cual fuese, las instancias divinas eligieron ejecutar la pena de forma ejemplar, cuando la corte de Enrique celebraba sus fiestas más fastuosas, al inicio del verano de 1559.

El orgullo español

Una mañana el pueblo de París asistió asombrado al paso del más temido general español, el gran duque de Alba. Don Fernando Álvarez de Toledo, que siempre vestía con la misma sencillez casi lúgubre de Felipe II, había roto su costumbre y llevaba según las crónicas “un traje de brocado de oro combinado con colores de fuego, amarillo y negro, cuajado de pedrería, luciendo en su cabeza una corona”. Le seguía un numeroso grupo de orgullosos caballeros españoles que marchaban en columna de cuatro en fondo por las calles de la capital francesa.

Parecían conquistadores pisando fuerte en territorio avasallado, y en cierto modo lo eran. El ejército español había vencido al francés en San Quintín hacía poco, y Francia había tenido que solicitar la paz. Ahora los vencedores venían a recoger su botín, que como en las leyendas antiguas era una bella princesa, la hija mayor del rey de Francia. Según los términos del tratado de Cateau-Cambresis, Isabel de Valois se casaría con Felipe II. El rey de España no estaba lejos de París, se hallaba en Bruselas, pero no quiso acudir a la boda y se hizo representar por su más feroz guerrero, el de Alba. Podría tomarse como un desaire a la corte francesa, pero Enrique II no se dio por molesto, y respondió con unos festejos que fueron un derroche de lujo y galantería. El plato fuerte era el torneo real, en el que los mantenedores (los campeones que retaban a todo el que quisiera combatir con ellos) serían el propio Enrique y tres grandes príncipes, los duques de Guisa, Nemours y Ferrara. Según la costumbre de aquellas cortes galantes en donde se inventó el amor romántico, los mantenedores vestían los colores de sus enamoradas.

Dio mucho que cavilar la elección de Francisco I de Lorena, el primer noble de Francia, duque de Guisa y Gran Chambelán, que iba de encarnado y blanco. Tras muchas especulaciones de los cortesanos, se recordó que eran los de una doncella que Guisa había amado en su juventud, y de la que seguía secreta y silenciosamente enamorado. En cambio los colores del rey, blanco y negro, no guardaban el menor misterio para nadie. Eran colores de luto, un falso respeto de Enrique por la condición de viuda de su concubina, Diana de Poitiers. La justa se desarrolló brillantemente todo el día hasta el anochecer, pero cuando se dio por terminada y todo el mundo comenzaba a retirarse, el rey se empeñó en romper una última lanza, y le pidió al capitán de la Guardia Escocesa, el conde de Montgomery, que saliese al palenque a enfrentarse con él. Parece que, aunque Enrique tenía fama de ser el mejor caballero del reino, alguno de los mantenedores se había lucido más que él, y eso era algo que el soberano no podía soportar. ¡La soberbia que tanto irrita a los dioses!

La profecía

De pronto fue como si la falta de luz desatase los negros augurios, y muchos quisieron disuadir al rey de su idea, empezando por el propio Montgomery. Especialmente la esposa del rey, Catalina de Medici, le insistió una y otra vez en que no combatiese más. Catalina parecía segura de que aquello iba a terminar mal, y quizá más que la suerte de su marido le preocupaba que la desgracia cayese sobre Montgomery, como en efecto sucedería. Se dice que el conde de Montgomery era su amante. El temor de Catalina no era espontáneo, sino reflejo de las repetidas advertencias que había hecho su astrólogo oficial, Luca Gaurico. Gaurico era un vidente muy prestigioso, había predicho al tío de Catalina, Giovanni de Medici, que sería Papa, como sucedió, y también se lo había profetizado a Alessandro Farnese, que cuando se convirtió en Paulo III hizo obispo al adivino. Gaurico venía haciendo la predicción de la muerte de Enrique desde hacía muchos años, antes de que subiera al trono, cuando la recién casada Catalina de Medici quiso saber si sería reina. Recientemente le había mandado una carta al rey advirtiéndole de que el peligro se agudizaría si intervenía en combates hacia los 41 años de edad (en esos momentos Enrique tenía 40), y especificando que sufriría una herida en la cabeza. Pero nada pudo detener el capricho de Enrique. Ordenó formalmente a Montgomery coger la lanza y entrar en liza. Al primer choque, la lanza del escocés se estrelló contra el punto más débil de la armadura de Enrique, la rejilla de la celada que le permitía ver.

La lanza se rompió y varias astillas se clavaron en el rostro del rey, una en un ojo. El propio Montgomery fue el primero en atender al rey, caído del caballo, que le quitó importancia al accidente, dijo que era poca cosa y que perdonaba a Montgomery. Los médicos, sin embargo, vieron que era grave y comenzó una inútil lucha contra la muerte que duraría muchos días. Felipe II, cuando se enteró, envió desde Bruselas al gran anatomista Andrés Vasalio, que había sido médico de Carlos V y ahora lo era del rey de España, pero pese a toda su ciencia no pudo hacer nada. Tampoco tuvo éxito el cirujano real francés, André Paret, hombre habilísimo por su gran experiencia de guerra, que incluso reprodujo la herida en varios presos, como si fueran conejillos de indias. Enrique II moriría tras una larga y dolorosa agonía de diez días. La venganza de los dioses...

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