Impostores en España: ya desde el siglo XVIII
(Un texto de Peio H. Riaño en elconfidencial.com del 16 de julio de 2015)
El árbol genealógico de los
impostores en España se remonta al siglo de las Luces. La Ilustración tuvo más sombras de lo que nos habían
contado. Un historiador encuentra los casos más descarados.
Si la Historia no se repite, se
parece mucho. Miguel Jerónimo María Suárez, hijo de un reconocido agente fiscal
de la Real Junta de Comercio y Moneda, en 1793 fingió ser secretario de Manuel
Godoy (primer ministro de Carlos IV) para cometer “delitos de falsedad y
suplantación de letras, firmas, estafas, empleos y otros muchos excesos”. Fue
condenado a seis años de prisión incomunicada en Puerto Rico y a su destierro
de España hasta nueva orden. Por las insistentes súplicas de la madre del reo,
su pena fue paulatinamente aliviada hasta el indulto en 1798. El pequeño Nicolás
no es un eslabón perdido, el árbol genealógico de los impostores se remonta al
siglo de las Luces… que tuvo más sombras de lo que nos habían contado.
Esta es la historia de los
impostores, suplantadores, falsificadores y travestidos, que supieron encontrar
un atajo para saltarse el orden divino. “Desde el púlpito se controlaban las
conciencias para mantener el inmovilismo estamental y conservar el privilegio
de unos pocos”, cuenta el historiador Antonio Calvo Maturana, profesor de la
Universidad de Irlanda (Maynooth), en el libro Impostores. Sombras en la
España de las Luces (Cátedra).
Podríamos decir que el impostor
es un antisistema, asegura el historiador Antonio Calvo Maturana. El designio divino
y la sangre asfixiaron a una sociedad conformista por definición, que trataba
de salirse de sus casillas. La suerte de la mayoría estaba echada desde la cuna
en la población del Antiguo Régimen. En la España que transitaba de la
Ilustración al Romanticismo, de la sociedad de vasallos a la de ciudadanos, los
había que querían correr más que los demás. Atajar.
Y promocionarse saltando los
obstáculos del camino de ascenso: “Podríamos decir que el impostor es un antisistema”,
cuenta Calvo Maturana, que recupera la definición de Maravall para explicar que
estos personajes anhelan “los goces de la clase dominante, la posesión de los
bienes y valores que esta tiene estamentalmente reservados”. El impostor no
reconoce la reserva jerárquica. No acepta que a él le esté negada la
participación en esos bienes. Así dio comienzo a “la era del disimulo”.
Espectadores
del disfraz
Son los primeros pasos del hombre
hecho a sí mismo, la aspiración de medro, “protagonizada por personas capaces
de anteponer su individualidad al colectivismo estamental para desafiar el
orden establecido y moverse por los márgenes del sistema”. El autor cuenta que,
más que dinero, lo que el impostor del Antiguo Régimen busca son el honor y el
reconocimiento. Y la supervivencia. Impostores o impostoras eran también las
mujeres que se vestían de hombre para tener una vida mejor.
La némesis del impostor es el
Estado, porque trata de hacer inamovibles las identidades (DNI, huellas dactilares,
pruebas de ADN…) Maturana ha encontrado en los archivos la historia de María
Mencía, que piropeaba a las mujeres, porque esa era la manera en la que se
comportaba un camarero. Cada episodio puede contarnos mucho más sobre las
mentalidades de su época que sobre el impostor en sí. Porque “el impostor es un
espejo de la sociedad en la que vive”. Rompe con las convenciones sociales,
pero sólo por una nueva identidad. Reproducir lo que se espera de su nuevo
personaje. “Por definición, el impostor nunca está solo, necesita de
espectadores e instituciones que participen en el juego que plantea”, añade.
Concluye el autor que la némesis
del impostor es el Estado, porque trata de hacer inamovibles las identidades (DNI,
huellas dactilares, pruebas de ADN…). La intención es lograr una población
“legible”. “Si descubre que un impostor ha burlado estas medidas preventivas,
el poder estatal recurre al castigo ejemplar y al restablecimiento del orden
social, en un ciclo que es tan aplicable al siglo XVIII como al XXI”. La lucha
por la identidad entre los impostores y las autoridades desempeñó un papel
esencial en la formación del Estado moderno. El libre albedrío quedó laminado
con los censos y la catalogación de los ciudadanos.
Por eso un impostor es un
transgresor, pero no un revolucionario: aspira a formar parte del statu quo
para sacarle partido, no a destruirlo. Lo que buscan en una buena falsificación
de un certificado de limpieza de sangre, un título de nobleza o un árbol
genealógico impoluto. Todo eso podía (puede) cambiar la vida de una persona.
A veces, para mal: ante la
noticia del paso de Carlos IV por Córdoba, en enero de 1796, el desertor Juan Sánchez
decidió marchar junto a su padre a esa ciudad para conseguir el indulto del
monarca. Conoció al oficial corrupto Hermenegildo Tadeo de Argüelles, quien le
compuso un falso certificado de indulto por el que los tres fueron encarcelados.
Etiquetas: Culturilla general, Pequeñas historias de la Historia
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