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martes, septiembre 12

La Universidad de Zaragoza, un parto difícil



(Un texto de Guillermo Fatás en el Heraldo de Aragón del 9 de abril de 2017)

Un notario holandés de la escolta de Felipe II (I en Aragón), de paso por el Ebro, escribió en su diario: «En el año de 1583 se instituyó [en Zaragoza] una Academia, pero no sé si será cosa duradera, por los pequeños salarios que cada año pagan a los maestros de ella». Nada nuevo bajo el sol, pues.

La Universidad de Zaragoza, que es la universidad pública de Aragón, nació de parto difícil. El día 7 -la fecha histórica es el 10 de septiembre- ha celebrado los 475 años de su creación. Tras una friolera de años -cuarenta y uno-, pudo darse la primera clase; y hubiera seguido siendo una entelequia, un limbo, si el canónigo Pedro Cerbuna Negro no llega a empeñar sus caudales y energías en darle cuerpo.

Cerbuna, oscense de Fonz y luego obispo de Tarazona hasta su muerte en 1597 -yace sepulto en Calatayud-, era profesor y doctor teólogo y dotó de realidad a la legalidad, conseguida esta en 1542 por decisión del rey y de las Cortes, reunidas en Monzón.

El alcalde y el arzobispo

El documento natal lo guarda el Ayuntamiento de Zaragoza, que fue su promotor. En efecto, el 'alma mater' cesaraugustana surgió de la iniciativa municipal y este impulso natal es la causa de que, en sus solemnidades, la corporación reserve sitial destacado, por delante del claustro, al alcalde de la ciudad, uso recuperado en 1983, con ocasión del IV centenario de la apertura de los cursos.

El segundo asiento honorífico se reserva al arzobispo. Históricamente, fue el canciller universitario y con su anuencia se designó durante siglos al rector de entre los canónigos catedralicios.

Causa de un primer retraso fue la necesidad de permiso pontificio. No ayudó que en medio año hubiera tres papas, por muerte de dos de ellos. Al fin, se logró la decisión firme (Paulo IV, 1555) de donde el nombre de 'Real y Pontificia Universidad' que se usó durante un tiempo.

Carlos I estaba, en 1542, sujeto a grandes tensiones internacionales y no parece que se resistiese a autorizar una segunda universidad -existía la de Huesca, que fue la pionera-, sobre todo porque el permiso no implicaba asignación ninguna de dineros.

Pasaron muchos años sin que la universidad creada se encarnase en edificios y aulas, biblioteca y cátedras, nóminas y estatutos, profesores y estudiantes. Zaragoza se siguió valiendo de su 'Studium Generale', nada despreciable, pero bastante limitado.

El enemigo en casa

El enemigo estaba en casa y prueba documentada es el propio virrey, hombre de alta cuna a quien acabaron llamando 'el Santo', pues concluyó su vida escribiendo libros de piedad y como devoto terciario franciscano. Fue don Artal de Alagón y Martínez de Luna, III conde de Sástago, cuyo palacio en el Coso es hoy propiedad de la Diputación de Zaragoza. Sus apellidos revelan la prosapia del personaje.

El aristócrata pensaba que la idea era una abominación y escribió al rey largamente, advirtiéndole del desastre: lo que faltaba en Aragón, ya tan garantista con sus fueros y comprensivo ante el delincuente -aseguraba-, era «el ajuntamiento de semejante gente (…) y assi serían infinitos los delitos que se cometerían en la ciudad de Çaragoça si en ella hubiese Vniversidad, por los estudiantes que a ella concurrirían»; no solo por ser los estudiantes «gente libre, moça y briosa», sino porque, al amparo del generoso fuero universitario, se matricularía con ellos gente de mala ralea, para tener impunidad ante los tribunales ordinarios.

Estaban, además, la falta de habitantes y la tendencia humana a la vagancia: «Este Reyno es pobrissimo de gente» y si sus jóvenes se dedican a estudiar, no habrá pastores, ni criados, «ni aun quien labrasse la tierra (…) y faltaran personas para los oficios de sastres, calceteros y otros de esta calidad, y menor, tan necesarios a la republica». Cualquier hombre descontento con su suerte querrá que su hijo estudie. Se llenará todo de vagos, «porque en todos los demás oficios y exercicios es fácil de conocer si los hombres trabajan, y en el de las letras no se puede echar de ver en muchos días; ni aun lo podrá entender el aldeano a quien dará a entender su hijo que sabe tanto como Santo Thomas, Bártolo [jurista italiano del siglo XIV] o Galeno. Y quando los pobres padres se desengañen desto ya estarán sus hijos distrahydos e inábiles para otro officio o comercio, y assi vendrán a parar en vagabundos y perdidos». Sin contar –añade- con el peligroso aumento de abogados, especializados en crear conflictos para poderlos resolver y vivir de esta martingala.

No es, pues, tan raro que hicieran falta toda la rasmia de Cerbuna y el empeño de la Ciudad para poner en marcha una institución, jamás opulenta, nunca ociosa, y sin la cual hoy Aragón se sentiría desnudo y desvalido. Incluso el mismísimo y cenizo Don Artal estaría de acuerdo en ello. (O no, váyase a saber).

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