Teresa de Jesús y Ana de Mendoza, choque de damas
(Un texto de Juan Manuel de Prada en el XLSemanal del 20 de septiembre de 2015 a propósito de la edición de su libro 'El castillo de diamante')
Santa Teresa y la princesa de Éboli mantuvieron una
tempestuosa relación, con astutas argucias de por medio. Juan Manuel de Prada
novela este conflicto en su libro ‘El castillo de diamante’. El escrito nos
dibuja en exclusiva un retrato histórico de estas dos mujeres de armas tomar.
Fueron las dos mujeres más poderosas de su época. Y habría de pasar mucho tiempo hasta que otras
mujeres alcanzasen
su relieve.
Ana de Mendoza, princesa de Éboli, era descendiente de una de
las familias con mayor abolengo de Castilla, biznieta del todopoderoso cardenal
Mendoza y esposa de Ruy Gómez de Silva, amigo íntimo y valido de Felipe II.
Teresa de Jesús, procedente de una familia de conversos, había ingresado en la
orden del Carmelo, que se propuso reformar contra viento y marea. Todos
conocemos las suertes antípodas de estas dos mujeres: Teresa, victoriosa en sus
afanes, fundó numerosos conventos reformados y dejó a la posteridad obras que
hoy son consideradas cimas de la literatura mística, antes de ser encumbrada a
los altares; Ana de Mendoza, tras enviudar, se asoció con Antonio Pérez, el
taimado secretario de Felipe II, se involucró en asuntos políticos muy turbios
y acabó sus días cruelmente encerrada -emparedada casi- en su palacio de Pastrana,
por orden del monarca.
Lo que resulta mucho menos conocido es que ambas mujeres,
Ana y Teresa, mantuvieron una tempestuosa relación, mucho antes de que sus respectivos
destinos se decantasen. Ignoramos el momento y las circunstancias en que Ana y Teresa
se conocieron. Pero no sería disparatado imaginar que lo hicieran a través de
doña Luisa de la Cerda, prima de la princesa de Éboli, que había patrocinado la
fundación de un convento de carmelitas descalzas en Malagón y gozaba de
una amistad antigua con Teresa. Parece lógico que Ana, siguiendo el ejemplo de
su prima, quisiera acoger también en sus estados a Teresa, proponiéndole la
fundación de un convento. Por aquella época, los príncipes de Éboli disputaban
a la familia Alba la supremacía entre la nobleza castellana; y, al igual que la
familia Alba, sabían que el rey miraba con muy buenos ojos la reforma promovida
por Teresa. Ana rogó muy encarecidamente a Teresa que fundase en Pastrana,
donde los príncipes de Éboli acababan de instalarse, después de que Felipe ll los nombrase duques de Pastrana, con dignidad de Grandes de
España. Sabemos que Teresa se mostró muy remolona; y que, aunque finalmente
aceptó el ofrecimiento de Ana, lo hizo a regañadientes. ¿Por qué?
Tal vez fuera porque, en la particular batalla que mantenían
los Éboli y los Alba, prefería mantenerse más cerca de los segundos (que fueron
grandes benefactores de su causa). Tal vez fuera porque, al ser Pastrana una
villa con pocos habitantes, la fundación de un convento que habría de
sostenerse con limosnas resultaba un tanto arriesgada. Pero lo más probable es
que Teresa conociese perfectamente el carácter orgulloso y mandón de Ana, lleno
de resabios feudales e intemperancias. El carácter de Teresa no era, desde
luego, tan turbulento; pero a tozuda no la ganaba nadie, y le gustaba tanto
como a Ana imponer su voluntad, que además juzgaba coincidente con la voluntad divina.
El choque entre ambas era inevitable; y fue un choque, en verdad, estrepitoso y
memorable.
Ocurrió en 1569; y en nuestra novela El castillo de
diamante lo contamos con todo detalle y adorno, como conviene a una
fabulación. Teresa no aceptó las condiciones que Ana le propuso para fundar: no
quiso acoger a las novicias que Ana le había traído de un convento de agustinas;
le disgustó el edificio y la disposición de las celdas; y comunicó que el convento tendría que fundarse con dote, que por supuesto
correría a costa de los príncipes de Éboli. Ruy Gómez, que era hombre
componedor y pacífico, accedió a las peticiones de Teresa; Ana, en cambio, se
fue soliviantando poco a poco, hasta que la convivencia en el palacio de Pastrana
se tornó irrespirable. Además, Teresa se las ingenió para 'captar', con su personalidad
siempre subyugadora, a unos ermitaños muy pintorescos, el padre Mariano Azzaro y
fray Juan de la Miseria, a quienes Ruy Gómez acababa de donar una ermita muy próxima
a Pastrana, consiguiendo que se incorporasen al Carmelo descalzo.
Sin duda, todas estas maniobras de Teresa (todo lo amables y
delicadas que se quiera, pero maniobras al fin) exasperaron a la princesa, que
era mujer muy poco sufrida. Para vengarse de las exigencias de la carmelita, Ana
le pedirá prestado, para su lectura, el manuscrito del Libro de la vida, donde Teresa había narrado el surgimiento de su vocación
religiosa y sus experiencias místicas. Teresa, que ya había dejado leer su obra a la duquesa de Alba, accedió al
requerimiento de la princesa de Éboli, con la condición de que no se lo diese a
nadie más. Ana, por supuesto, incumplió esta condición: permitió que los
criados de su palacio lo leyesen, entre burlas y risotadas; y, pasado el
tiempo, allá por 1574, lo entregaría a la Inquisición.
El enfrentamiento entre Ana y Teresa alcanzaría su paroxismo
en 1573, cuando fallece Ruy Gómez, que tantas veces había embridado los
arrebatos de su esposa. Para entonces, los príncipes de Éboli habían vuelto a
instalarse en la Corte; pero una desconsolada Ana de Mendoza jura, ante el cadáver
de su marido, abandonar el mundo e ingresar, con el nombre de Ana de la Madre de Dios, en el convento carmelita de Pastrana.
Esta resolución a todos parece desquiciada, pues Ana es madre de una copiosa prole
que requiere sus cuidados; pero nadie logra doblegar su
decisión. Y, vestida con hábito frailuno, Ana viaja hasta
Pastrana en un carro descubierto, aferrada al ataúd de su difunto esposo, al
que -en contra de lo que pretende la leyenda-
siempre había sido fiel.
Después de enterrarlo, Ana ingresará en el convento fundado
bajo su patrocinio, alterando por completo sus hábitos de recogimiento,
exigiendo que se le permita recibir visitas e imponiendo que las doncellas que le sirven
sean también acogidas como novicias.
Cuando la priora de Pastrana informe de los desafueros de la
princesa de Éboli, Teresa adoptará una resolución acorde con su santa tozudez: ordenará
a sus monjas que abandonen el convento con mucha discreción en plena noche, dejando
sola en él a la turbulenta princesa; y ella misma se encargará de coordinar la
fuga, mandando desde Segovia varias carretas encargadas de sacar de incógnito a
las monjas. Así se hizo; y, cuando Ana de
Mendoza despertó a la mañana siguiente, se vio sola en el convento. La humillación
que Teresa le había infligido exigía
una venganza a la medida de su osadía; y Ana decidió denunciar a la carmelita ante
el Santo Oficio.
Aquella denuncia, finalmente, no prosperaría, aunque sin
duda hubo de causar muchos quebrantos a Teresa, que además vio cómo el convento
de Pastrana era cedido por la princesa a las concepcionistas franciscanas, que todavía
lo ocupan hoy. Tantos siglos después, cuando nos asomamos al tempestuoso conflicto
que estalló entre Ana de Mendoza y Teresa de Jesús, nos sorprende que estas dos
mujeres excepcionales, que supieron enfrentarse con éxito a los enemigos más enconados,
no fuesen en cambio capaces de transigir la una ante la otra, para llegar a un entendimiento
que hubiese sido beneficioso para ambas. Tal vez eran los suyos temperamentos demasiado
irreductibles y singulares; tal
vez eran ambas personalidades
demasiado acusadas y fuertes. Y, puesto que el mundo no había logrado vencerlas,
se dedicaron a vencerse la una a la otra.
El parche de la princesa
Han sido muchas las historias pintorescas urdidas en torno al parche de
la princesa de Éboli. Hubo quien se inventó que perdió el ojo al hacer esgrima con
un paje; y quien la
Imaginó cayendo de un caballo.
El análisis exhaustivo del retrato de Ana de Mendoza
atribuido a Alonso Sánchez Coello permitió a Gregorio Marañón concluir que la princesa
jamás fue tuerta, pues el parche de la pintura no trasluce la oquedad de una cuenca
vacía, sino más bien un ojo con leucoma, que le da un «peculiar aspecto lechoso»
y una «evidente desviación del globo ocular».
«Fuera cual fuese la causa -añade Marañón-, el ojo quedaba tan feo, opaco, saliente y torcido» que exigía el uso
de un parche. Ana de Mendoza, en
cualquier caso, supo sacar
ventaja de su leucoma para añadir misterio y encanto a su belleza.
El castigo del rey
Felipe II ordenó encerrar a la princesa de Éboli tras conocer sus
enredos en varias intrigas políticas. Fue implacable con ella: mandó poner
rejas en las ventanas del palacio de Pastrana.
Dos familias enfrentadas
Los Alba y los Éboli se disputaban
la supremacía en la nobleza castellana. Teresa se posicionó con los Alba, grandes
benefactores de su causa: además, su cufiado era ecónomo del duque de Alba.
El noble portugués
Ruy Gómez de Silva fue hombre de confianza de Felipe II. Vendió
sus tierras Italianas de Éboli para adquirir otras en La Alcarria. Fue muy querido
y muy poderoso. Ruy Gómez, marido de Ana, medió entre ella y Teresa de Jesús. Su arbitraje fue clave para la apertura del convento en Pastrana.
Etiquetas: En femenino, Grandes personajes, Pequeñas historias de la Historia
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