Bécquer y el tesoro del Moncayo
(La columna de Alberto Serrano Dolader en el Heraldo de
Aragón del 16 de febrero de 2014)
El último
gran tesoro del Moncayo lo hallaron Gustavo Adolfo Bécquer y su hermano
Valeriano, cuando en los años sesenta del siglo XIX el poeta pasaba largas
temporadas en la hospedería del monasterio de
Veruela, curando sus males físicos... y hasta puede que los sentimentales.
Desveló el asunto el periodista Manuel Alhama en 1899 (ya habían pasado tres
décadas de la muerte del romántico): «El poeta sevillano descubrió, o creyó descubrir, en un paraje de las cercanías de Veruela
una bóveda secreta en la que había bastantes objetos de valor artístico e
histórico; cubría la entrada una piedra que Bécquer, probablemente con ayuda de
su hermano, logró levantar. Los objetos allí conservados eran, por su
naturaleza y su peso, muy difíciles de sacar y de transportar sin que se
enterase todo el mundo; así es que los dos hermanos volvieron a colocar en su
sitio la piedra, disimulando las señales de sus trabajos».
Gustavo
Adolfo anheló toda su vida conseguir aquel tesoro, cuya existencia comentó al
dibujante Bernardo Rico, que se fue de la lengua... y por eso lo sabemos. En
1913 López Núñez desveló en la revista 'Por esos Mundos' que tanto Gustavo
Adolfo como su hermano Valeriano «vivieron soñando con aquel tesoro» y que «trabajaron con fe para adquirir lo suficiente con que
comprar el terreno donde se ocultaba», pero jamás consiguieron juntar los duros
necesarios.
El mito
del tesoro becqueriano se consolidó. En los años veinte del siglo XX era
frecuente que los visitantes de Veruela se interesaran por conocer detalles de
esa riqueza y no era raro que se acercasen aventureros
atraídos por el asunto. El padre jesuita Luis Gravalosa, residente entonces en
el cenobio, pudo recopilar informaciones nada despreciables al respecto, pero
se perdieron sus apuntes sobre el tesoro cuando falleció en 1932. Un poco
antes, acompañó en una excursión rastreadora a los reputados zaragozanos José
Sinués y Francisco Pelegrín; iba también con ellos en ese paseo montaraz el
publicista Federico Bordejé, que en 1970 quiso evocar aquella expedición lúdico-investigadora,
que acabó en anécdota: «...aunque la sima no ofrecía
nada que atestiguara una gran continuidad, saltamos dentro, sin advertir un
raro y abultado cilindro de metal que nos estorbaba, al que derribamos con
nuestro bastón de campo, lo que nos obligó a huir a todo correr porque aquel
extraño tubo o bulto, mentido dentro de la
boca de la sima, era, ni más ni menos, que un vaso portátil de abejas».
En la
década de los sesenta de siglo XX -cuando apenas había transcurrido una centena
de años del supuesto descubrimiento de Gustavo Adolfo y Valeriano- ya nadie hablaba
del tesoro de los Bécquer, se había perdido el rastro y hasta la memoria. Hoy,
mi amigo Javier Bona está empeñado en reencontrarlo, convencido de que, alarmados
por la amenaza de la Desamortización, los monjes de Veruela bien pudieron
esconder parte de sus ajuares en algún recoveco de la montaña. Sería, pues, un
tesoro real, cuyo valor artístico incluso superaría al económico. ¡Ganas me
entrar de coger un pico y una pala!
Etiquetas: Cuentos y leyendas
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