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domingo, febrero 25

El saqueo francés de Sevilla



(Un texto de Luis Reyes leído en la revista Tiempo del 6 de julio de 2012)

Sevilla, verano de 1812 - El mariscal Soult se retira con su ejército, tras dos años de ocupación en los que ha expoliado multitud de obras de arte.

La subasta era de órdago, la puja por la mal llamada Inmaculada Soult enfrentaba a pretendientes de peso: el zar Nicolás II, la reina Isabel II de España, la National Gallery de Londres y el Museo del Louvre. Como los franceses jugaban en su campo se quedaron con el trofeo, aunque les salió caro: 586.000 francos, que convertían al cuadro de altar que Murillo pintó para los Venerables en la pintura más costosa del museo parisino, la estrella mediática del Louvre en la época.

Eso fue en vísperas de que se proclamara el Segundo Imperio francés, con ocasión de la almoneda post mórtem de la colección de uno de los héroes del Primer Imperio, Nicolas-Jean de Dieu Soult, duque de Dalmacia, par de Francia, mariscal del Imperio a quien Napoleón llamaba “mon cousin” (“mi primo”), ministro de la Guerra con Luis XVIII, primer ministro con Luis-Felipe... un ladrón, un saqueador, un sinvergüenza desde el punto de vista español, que se aprovechó de su cargo de jefe del ejército francés invasor para robar en beneficio propio los tesoros artísticos de Sevilla.

Así se formó la fabulosa colección Soult subastada tras su muerte, que incluía un centenar de cuadros de los grandes maestros de la escuela sevillana, 15 murillos, otros tantos zurbaranes, 7 alonsocanos, además de pinturas de otros grandes maestros como Tiziano, Sebastiano del Piombo, Ribera o Van Dyck... En fin, un paradigma del saqueo del patrimonio cultural español durante la Guerra de Independencia, uno de esos agravios históricos que hacen que los españoles se enardezcan con una victoria frente a Francia más que frente a ninguna otra selección de fútbol.

El pillaje es algo implícito en la guerra, el botín siempre ha sido una de las más eficaces motivaciones del soldado, pero la era de las conquistas napoleónicas supuso una nueva forma de saqueo sistemático y organizado de tesoros artísticos de Europa que solo tiene parangón con lo que harían los nazis en la II Guerra Mundial. Cuando tras la derrota de Napoleón los vencedores obligaron a Francia a devolver el expolio, en el Museo del Louvre se inventariaron 5.000 obras de arte robadas. El general Álava, comisionado español, podría recuperar en el museo francés 284 cuadros y 108 objetos diversos, aunque los sacó “con violencia”.

Soberbia y codicia.

Pero esto era solo la parte oficial de la rapiña, la que había ido a parar a lo que llamaban Museo Napoleón, hoy Louvre, donde su director Vivant Denon pretendía crear un magno museo de la cultura occidental. Por lo menos tenía una proyección cultural, pública; lo peor era lo que habían robado para su beneficio particular los militares franceses, más escandaloso cuanto más alto estaban en la jerarquía castrense. Eso fue imposible de recuperar.

Tras su derrota en Bailén, en julio de 1808, los franceses huyeron de casi toda España, pero cuando Napoleón tomó Madrid, la Junta Suprema Central se refugió en Sevilla, convertida así en capital de la España resistente durante un año. Sin embargo, a principios de 1810 Sevilla fue ocupada por un ejército francés mandado por el mariscal Soult.

Soult fue un típico producto de la Revolución Francesa y su secuela, el bonapartismo, una época turbulenta que permitía a los más audaces salir de la nada y llegar literalmente a reyes. Soult en particular era uno de aquellos soldados que llevaban en la mochila un bastón de mariscal, según la célebre frase de Napoleón. Se había alistado como soldado raso a los 16 años, y le costó seis ascender a sargento, pero a partir de ahí su carrera fue meteórica. ¡Tres años después era general! Considerado uno de los pocos generales capaces de dirigir un ejército por su cuenta, sin la tutela de Napoleón, este le nombró mariscal del Imperio, el máximo grado del ejército francés.

Veterano de Austerlitz, de Jena y Eylau, las más gloriosas victorias del emperador, este le encomendó la conquista de Portugal en 1809. Inmediatamente, mostrando un oportunismo aprendido del propio Napoleón, hizo de la campaña un negocio privado, cuyo objetivo era convertirse en rey de Portugal, de ahí el apodo que le pusieron, le Roy Nicolas (el rey Nicolás). No era un sueño ni una tontería, otros generales napoleónicos lograron coronas, lo malo es que Soult supeditó la ofensiva militar a sus maniobras políticas, y al final perdió la campaña y se quedó sin trono.

Con esa reciente frustración llegó Soult a Sevilla, y para restaurar su ego herido comenzó a acaparar una colección digna de un príncipe. “El interés del mariscal Soult por la pintura responde, al menos al inicio, a su necesidad de consolidar su imagen de poder, así como a su valor económico”, señala Ignacio Cano Rivero en el catálogo de la exposición sobre Murillo que acaba de abrir el Prado, donde se han reunido las principales obras robadas por Soult. Es decir, le movía la soberbia y la codicia, una actitud típica de los invasores franceses, que los harían odiosos incluso para muchos de los que admiraban el progreso que significaba la Francia posrevolucionaria.

Incluso las medidas modernizadoras y liberalizadoras del reinado de José Bonaparte –que para empezar otorgó una forma de Constitución y abolió la Inquisición- perdían su atractivo por la práctica diaria del ocupante militar que sostenía a ese rey mucho más progresista que los Borbones. Un ejemplo de ello fue el decreto de creación de un Museo de Pinturas, antecedente directo del Prado, que en sí era una magnífica idea, pues suponía poner al alcance del público interesado las colecciones reales o de los conventos.

En la Sevilla ocupada por Soult, una ciudad llena de tesoros pictóricos por el pasado esplendor de la escuela sevillana, eso se tradujo en un elaborado plan de expolio. El director de Bellas Artes nombrado por el rey José era un marchante francés poco escrupuloso llamado Quilliet, que debía enviar al proyectado museo las obras “de los conventos suprimidos o de que pueda disponer el gobierno”.

Sistema mafioso.

Quilliet, buen conocedor de lo que había en Sevilla, donde ya había hecho negocios, reunió en el Real Alcázar todas las obras que despertaban su interés o su codicia, 999 en total. Unas fueron para el Museo de Pinturas español, otras para el Museo Napoleón, otras simplemente desaparecieron y entraron en el circuito del comercio de arte clandestino, y muchas fueron al botín del mariscal Soult. La depredación del patrimonio artístico español llegó a un punto que José I, que era un monarca bienintencionado, tuvo que dictar un decreto prohibiendo que salieran pinturas de España.

Soult no se conformó con las pinturas oficialmente requisadas de iglesias y conventos que tenía a su alcance en el Real Alcázar. En las mansiones sevillanas había pinturas que fueron a parar a la colección Soult por el sistema mafioso. El omnipotente jefe de la ocupación militar, cuando veía un cuadro que envidiaba, hacía una oferta de compra. Pagaba un precio irrisorio, pero ¿quién se atrevería a decirle que no? Sus robos quedaban así inmediatamente blanqueados por un contrato legal de compraventa.

Años después, instalado en su fortuna, cuando enseñaba su colección a las visitas, les explicaba que eran regalos de los vencidos en agradecimiento a su clemencia, un cinismo propio de aquel oportunista capaz de ocupar altos cargos en tres regímenes antagónicos como fueron el Imperio napoleónico, la Restauración borbónica y la monarquía burguesa de Luis Felipe. La desfachatez llegaba al límite cuando explicaba ante un murillo que el cuadro tenía el valor añadido de haber salvado una vida. Quería decir que amenazó con fusilar a su dueño si no se lo vendía, y el dueño cedió.

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