La fundación de Los Ángeles
(Un texto de Luis Reyes en la revista Tiempo del 23 de
octubre de 2009)
CALIFORNIA, 4 DE SEPTIEMBRE DE 1781. Felipe de Neve,
gobernador español, establece una población colonial de sólo 44 vecinos.
La mayor ciudad de Estados Unidos tiene nombre español
y es un pueblo: el Pueblo de Nuestra Señora la Reina de los Ángeles de la
Porciúncula, más conocido por Los Ángeles. La capital de facto de California,
sede de Hollywood, con 13 millones de habitantes en el área urbana y 17 en el
área metropolitana, tuvo un origen humilde, cuando el gobernador Neve obtuvo del virrey de Nueva España
el título de “pueblo” para una nueva población colonial de sólo 44 vecinos.
Desde que conquistara México, Hernán
Cortés quiso explorar la costa pacífica hacia el Norte. Ya en 1533 envió
a Fortún Jiménez, que descubrió
la península de California, la llamada Baja California o California mexicana.
En 1540 Francisco
de Ulloa quiso ir más al Norte, pero su nave se perdió sin que se sepa
hasta dónde llegaría. La primera expedición bien documentada a lo que es la
California norteamericana tuvo lugar inmediatamente después, fue la de Juan Rodríguez Cabrillo, un antiguo
soldado de Hernán Cortés que se
había establecido como comerciante en Guatemala. Su dedicación al comercio no
suponía que dejara de ser un hombre de acción, y en 1541 logró que el adelantado
de Guatemala, el famoso Pedro de Alvarado, le comisionara para explorar el
Pacífico septentrional. En realidad, Cabrillo
buscaba Cibola, el mítico reino de oro que encandilaba a los
conquistadores.
Existía una leyenda medieval según la cual, cuando los
moros asaltaron Mérida, siete obispos huyeron llevándose los tesoros de la
catedral. Los fugitivos se instalaron en un lugar lejano y desconocido,
fundando siete ciudades llenas de maravillas, una especie de reino ideal y
feliz repleto de riquezas. Ese género de utopías estimulaba la ambición de los
españoles, su determinación casi sobrehumana para descubrir y conquistar nuevas
tierras en busca de Eldorado, las fuentes de la eterna juventud o las siete
ciudades de oro de Cibola.
Al poco de la conquista de México, un franciscano
llamado fray Marcos de Niza hizo una expedición que le llevó hasta Nuevo México
y volvió contando un cuento fantástico: había encontrado las ciudades de
Cibola, donde los indios comían en vajillas de oro y plata, decoraban sus casas
con turquesas y se adornaban con perlas gigantes y esmeraldas. Era un grosero
invento, pero en aquellos tiempos se tomaban por ciertos esos relatos. Cabrillo no encontró nunca Cibola,
pero sí un país que llegaría a ser el más rico del mundo, la Alta California.
Descubrió un magnífico puerto natural, San Diego, y, el 6 de octubre de 1542,
otro puerto que llamaría San Pedro, el actual puerto de Los Ángeles.
Ciudades de oro
Sin embargo, no sería hasta la segunda mitad del siglo
XVIII cuando España emprendiera la colonización de la Alta California –la Baja
California había sido colonizada desde principios del XVII-. El impulsor de
esta política sería el “visitador general” José de Gálvez, eficaz político y administrador a quien Carlos III había enviado a poner orden
en el inmenso Virreinato de Nueva España. La razón era que se había detectado
en las costas californianas la presencia de navíos rusos que bajaban desde
Alaska, y era preciso ocupar efectivamente las tierras descubiertas por los
navegantes españoles que, según los usos internacionales de la época,
pertenecían de iure al imperio español. En 1768 el leridano Gaspar de Portolá, capitán del ejército, fue
nombrado gobernador de las dos Californias y organizó una expedición doble por
mar y por tierra, poniéndose él mismo al frente de esta última.
El periplo le llevó a recorrer casi toda California,
hasta San Francisco, cerca ya del límite septentrional del actual Estado norteamericano.
Con él iban varios franciscanos que habían sustituido en las misiones de la
Baja California a los jesuitas, expulsados del territorio español por Carlos
III. El 2 de agosto de 1769, Portolá llegó
al lugar donde se alzaría el pueblo de Lo Ángeles y fue recibido por un
terremoto. Desde el principio se establecían las señas de identidad de las
urbes californianas. Con Portolá iba
un franciscano mallorquín, fray Juan Crespi, que tendría un doble papel en la
historia de Los Ángeles. En primer lugar, y pese al temblor de tierra, señaló
que aquel era un lugar muy adecuado para establecer una población. Y en segundo
lugar, bautizó el curso de agua que pasaba por allí “río Porciúncula”.
Ese nombre está íntimamente ligado a la orden
franciscana. Quiere decir “pedacito” en italiano, en referencia a un pequeño
terreno que le cedieron a San Francisco para construir su primera iglesia en
Asís. Ese humildísimo templo, casa matriz de la orden hoy embutido dentro de la
gigantesca basílica renacentista, fue dedicado por el santo a Santa María de
los Ángeles, aunque vulgarmente se le llamaba la Porciúncula. Quizá fue el
terremoto que sintieron al llegar lo que llevó a fray Juan Crespi a una asociación de ideas, puesto que Asís es una zona
de movimientos sísmicos, el caso es que aquella lejana primera iglesia
franciscana de Italia determinaría el nombre de Los Ángeles.
Premonición
Fue otro gobernador, un andaluz de Bailén muy eficaz
llamado Felipe de Neve, quien,
recogiendo la sugerencia de fray Juan
Crespi, asentó junto al Porciúncula a un puñado de pobladores y fundó un
pueblo con aprobación real. El núcleo original estaba compuesto solamente por
once familias, con un total de 44 personas. La composición de ese vecindario
original de Los Ángeles era ya una premonición de la urbe cosmopolita, del crisol de razas y culturas que es ahora Los Ángeles.
De los once varones cabezas de familia había dos
españoles, cuatro indios, un mestizo, dos negros y dos mulatos. En cuanto a las
once esposas, eran todas mulatas o indias, y los 22 niños, un producto
multiétnico de todas esas combinaciones. Este pequeño pueblecito, alrededor de
la plaza Olvera, es hoy el centro histórico de la ciudad de Los Ángeles, la
conocida como Olvera Street.
Etiquetas: Pequeñas historias de la Historia, s. XVIII
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