Cámara, comida… ¡acción!
(Un texto de Daniel Vázquez Sallés en El Mundo del 29 de
agosto de 2017)
El cine
galo nos ha enseñado a usar la mantequilla, por él hemos aprendido a paladear
un buen vino, el modo correcto de conservar el queso y que una 'baguette' no es
simplemente una barra de pan. No hay película con un acento circunflejo dentro
en la que no haya, como mínimo, una secuencia alrededor de la mesa. Pasen,
vean, coman y beban.
La cocinera del presidente
se llama Hortense Laborie y es del Perigord. La elección la hizo el
mismísimo presidente, Monsieur Miterrand, gran amante de la trufa negra, la
oca, el pato, las nueces y las fresas. El Perigord es un verdadero vergel
gustativo para los amantes de la gastronomía.
Si el
gusto de cualquier presidente de la República Francesa no estuviera a la altura
de un bien nacional como el de la cocina, habría una revolución popular.
Durante siglos, la cocina fue patrimonio de Francia, aunque una película
mediocre pero efectiva como Le chef advierta de la precaria salud
culinaria del país vecino.
En Le chef, el gran cocilero Alexandre Lagarde se ve en la obligación de
luchar contra el gusto cada vez más insignificante del pueblo, contra su propio
cansancio como chef tres estrellas y contra la irrupción de una cocina molecular
que no entiende.
A través
del cine francés hemos aprendido a dejar los alimentos al punto, a paladear un
vino, a conservar un queso, a usar la mantequilla sin necesidad de utilizarla como
lubricante de un tango desesperado. A través del cine francés hemos entendido
que una baguette y Brigitte Bardot, la sex symbol creada por
Dios, no se repelen como el agua y el aceite.
Fue
Catalina de Medicis, la vil madre de La reina Margot, la
que introdujo en la corte francesa las buenas costumbres culinarias florentinas.
Luego, el buen yantar se fue afrancesando de la mano de cocineros como François
Vate! o Auguste Escoffier, o de teóricos como Brillat Savarín y su libro Fisiología
del gusto. La trágica historia de Vatel, llevada al cine con maestría por Roland Joffé, tiene en Depardieu el
perfecto rostro de la tragedia. Contratado por el príncipe de Condé para deleitar
a la corte real, el cocinero cayó en la desesperanza y terminó suicidándose
antes de que terminaran los fastos. La herencia de toda esa tradición la recogieron
las mères lyonnaises, el
germen de la Nouvelle Cuisine, y en un plano más doméstico, Madame Maigret y su
pollo al vino blanco preparado al gusto de su marido el comisario Maigret, mutado
en el cuerpo y el rostro impenetrable de Jean Gabin.
Llevar
la riendas de un restaurante siempre resulta un verdadero calvario, y si no,
que le pregunten a Monsieur Séptime las consecuencias de la preparación de su Pyrámide.
Louis de Funes protagonizó El gran restaurante, aunque la fama del actor
de origen español empezó a fraguarse en el papel del carnicero Jambier, sanguijuela
que controla el mercado negro en el París ocupado por los nazis en la hermosa
película Un cerdo o través de París, dirigida
por Claude Autant-Lara.
Rodaje en
exteriores, improvisación, planificación poco convencional, montaje elíptico, la
Nouvelle Vague nació para luchar contra el clasicismo cinematográfico francés pero
no se libró de la cocina. En Los cuatrocientos
golpes, François Truffaut situó al niño Doanel y a sus padres en la mesa de la
cocina. Niño no deseado, Antoine es, por una vez, feliz compartiendo el caldo, la
tortilla, los quesos y el vin nouveau debidamente enfriado.
Luego, en
Domicilio conyugal, Doanel cambiaría
el pot-au-feu por la comida japonesa. Todo por amor. Esa imperdonable
traición a la cuisine quedaría perdonada de la mano de Claude Sautet, el
director que mejor desmenuzó los indiscretos desencantos de la burguesía. En Tres
amigos, sus mujeres y los otros, Sautet retrata la vida cotidiana de un grupo
de amigos, y cuando están cansados de los cafés
de Paris, se van al campo a celebrar el paso del tiempo. En la cocina no cabe
ni un alfiler, ocupada por los panes, la lechuga bien aliñada, o el gigot braseado
cortado con maestría por el personaje interpretado por Michel Piccoli. La habilidad
en el corte solo la superó el camarero encargado del roast beef en Las vacaciones
de Mr. Hulot.
Si en Besos
para todos, película de Daniele Thompson, la burguesa Sonia esconde sus
frustraciones en la farsa que rellena el pavo de Navidad, el director Jean
Becker demostró que La fortuna de
vivir está en el campo. Garris
y Riton, veteranos
de la 1ª Guerra Mundial, viven a orillas
de un pantano alimentado por las aguas del Loira y pescan y brasean
sus capturas mientras respiran el aire perfumado de flores silvestres. El horror
de la guerra sólo se puede borrar con el aroma de un buen plato de caracoles o
las carnes de una liebre despistada.
«Nadie dijo
que vivir fuera fácil», dice Tom, personaje
interpretado por Sergi López en La curva
de la felicidad. Entre él y Nathalie sólo hay un territorio mantelado
ocupado por dos copas de Saint Nicolas y dos entrecots
Mírabeau. Es el menú elegido por Nathalie para contarle a Tom que tienen
una hija en común nacida de su época de noviazgo. Puro cine francés. Sin la intermediación
de una buena receta, las confesiones cinematográficas no tendrían el mismo sabor.
Etiquetas: Tardes de cine y palomitas
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