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lunes, febrero 12

La expulsión de los judíos



(Un texto de Luis Reyes en la revista Tiempo de Hoy del 11 de marzo de 2014)

Santa Fe (Granada), 20 de marzo de 1492 · El inquisidor Torquemada, judío converso, dicta el decreto de expulsión que once días después ratificarán los Reyes Católicos.

No me gusta España, hay demasiados judíos. Esta opinión no corresponde a un jerarca nazi, sino a un muy valorado humanista del Renacimiento, Erasmo de Rotterdam, que a principios del siglo XVI rechazó así la invitación del cardenal Cisneros para venir a colaborar en la Biblia Complutense. Erasmo, siempre bien considerado por el pensamiento progresista, reflejaba el estado de opinión reinante en la Europa de la época, que llevó a tantas instituciones a congratularse por el decreto de expulsión de los Reyes Católicos, incluida la Universidad de la Sorbona.

La razón de que hubiese en España ese gran número de judíos que espantaba a Erasmo es que aquí gozaron durante siglos de una situación muy privilegiada respecto a Europa. En la España mora se observaba la conocida tolerancia del islam hacia las religiones del Libro (la judía y la cristiana, además de la mahometana), aunque sus seguidores fueran ciudadanos de segunda, sometidos al pago de un impuesto especial. No obstante, en las épocas de fundamentalismo islámico sí hubo persecución de judíos –y de cristianos– en Al Andalus. En el siglo XII los almohades prohibieron el judaísmo, provocando un éxodo hebraico en el que salió de Al Andalus el sabio Maimónides.

Tres castas.

En los reinos cristianos que poco a poco iban extendiendo sus dominios durante la Reconquista, había una necesidad imperiosa de población. Se ofrecían por tanto a los judíos, e incluso a los musulmanes, mejores condiciones de vida que en los reinos musulmanes. La única preocupación de los reyes cristianos es que la convivencia de lo que Américo Castro llama “las tres castas”, no se convirtiese en mezcla. Juntos pero no revueltos, diría el refrán castellano. El respeto a la autonomía de la comunidad judía llegaba a reconocer la jurisdicción de los tribunales hebraicos en los delitos de malsín, los atentados antisemitas de los no judíos, pudiendo incluso condenar a muerte a un cristiano. El recuerdo de esa situación, dictada por el pragmatismo político, es lo que se ha idealizado posteriormente con el mito de “la España de las tres culturas”.

La coexistencia de las distintas castas sobre el principio del no-proselitismo se vino abajo a finales del siglo XIV. La Reconquista era imparable, los reinos cristianos estaban ya perfectamente afianzados cuando se produjeron en España violentos ataques a la comunidad judía, similares a los que Europa conocía desde siglos antes. Los disturbios se produjeron en situaciones de crisis, con ocasión de la peste en Cataluña o de las guerras civiles castellanas, y fueron estallidos de furia popular atizados por las prédicas incendiarias de algunos clérigos fanáticos.

Famoso se hizo en Sevilla Ferrán Martínez, el arcediano de Écija, cuya campaña desde el púlpito entre 1376 y 1390 provocó auténticos pogromos –incluso fue encarcelado por su responsabilidad en los disturbios–. En Andalucía la situación se hizo insoportable para los hebreos, a los que se daba a elegir entre el bautismo o la muerte, y hubo tal cantidad de estas conversiones bajo coerción que los judíos casi desaparecieron de esa región.

Pero en cambio aparecieron las masas de conversos en toda la península, pues la persecución antisemita se extendió al resto de Castilla, a la corona de Aragón e incluso al reino de Navarra. Había surgido una nueva casta, los cristianos nuevos, peyorativamente llamados marranos, y un problema, el de los judaizantes, es decir, los cristianos nuevos que mantenían vínculos y fidelidades con la Sinagoga, su antigua religión.

Esa fidelidad encubierta al judaísmo no era general, gran cantidad de conversos aceptó el camino de la integración. Algunos se entregaron al fervor cristiano hasta resultar más papistas que el Papa, mostrando especial celo en perseguir a los judaizantes. No es casualidad que el inquisidor general que convenció a los Reyes Católicos de la expulsión fuese Torquemada, un cristiano nuevo.

“Los judíos eran muy amados en España de los reyes, los sabios y otras clases sociales, salvo del pueblo y de los monjes”. Este juicio del historiador judío de la época Salomón ibn Verga resume perfectamente la situación en el siglo XV. En las cortes españolas, tanto cristianas como musulmanas, siempre hubo presencia de sabios, médicos, financieros e incluso consejeros judíos, sin embargo el sector más fundamentalista de la Iglesia, como había pasado en el islam con los almohades, sentía un santo odio hacia “los asesinos de Cristo”, y manejaba al bajo pueblo, siempre crédulo e impresionable. El arcediano de Écija presidía una banda autodenominada los matadores de judíos.

La presión popular antijudía era muy fuerte y los Reyes Católicos lidiaron con ella como pudieron. Aunque la Leyenda negra presenta a Isabel y Fernando como unos fanáticos doctrinales, en realidad protegieron a los judíos durante décadas. En 1475, casi 20 años antes de la expulsión, anularon una ordenanza del concejo de Bilbao que prohibía la entrada de judíos en la ciudad vasca. Dos años después la reina Isabel advertía al concejo de Trujillo que los judíos “están bajo mi protección y amparo”. Pero las Cortes castellanas reunidas en Madrigal en 1476 pidieron a los monarcas que los judíos llevasen una señal de distinción, y en las Cortes de Toledo de 1480, el llamado tercer estado–el popular logró imponer que los judíos viviesen aislados en zonas cercadas.

La Inquisición.

Aparte de esta fobia antisemita popular y de la baja Iglesia, en las altas esferas eclesiásticas y políticas existía una seria preocupación por el problema de los judaizantes, los cristianos nuevos que seguían practicando el judaísmo. Una cosa es que hubiese una casta judía, delimitada y sometida a unas reglas, y otra que buena parte de los cristianos no fuesen de fiar. En la época no era imaginable un todo vale como el de la actualidad, se exigía ortodoxia religiosa, y se imponía por la fuerza. Con este fin se instauró en España el tribunal de la Inquisición en 1478.

La Inquisición llegó a la convicción de que muchos cristianos nuevos conservaban su antigua fe gracias a que desde la Sinagoga les proporcionaban libros sagrados, o les marcaban el calendario litúrgico hebreo. La solución radical era expulsar a los que seguían siendo judíos declarados, para que no contaminasen a los que habían roto formalmente el vínculo con la ley mosaica.

Fue esa razón, explicada en el texto del decreto, y no otra, la que finalmente decidió la expulsión, según mantiene el hispanista Joseph Pérez, autoridad mundial en la Inquisición y el judaísmo español. La tesis que prefiere la Leyenda negra, la codicia de los Reyes Católicos que se apropiaron de las riquezas judías, se diluye frente al hecho de que todos los judíos ricos y de buena posición, con la casi única excepción de Isaac Abravanel, banquero de Isabel la Católica, se bautizaron y eludieron la expulsión.

Porque el decreto redactado por el inquisidor Torquemada establecía condiciones durísimas: cuatro meses de plazo para abandonar España, prohibición de llevarse dinero u objetos de oro y plata –aunque Abravanel pudo conservar su fortuna– pero daba también una vía de escape, la conversión al cristianismo. Esto redujo la cifra de expulsados a 70.000 u 80.000, muy inferior a lo que era la comunidad judía en 1492. Con ello en realidad se desvirtuaría el objetivo del Decreto, resolver el problema de los judaizantes, pues lo que hizo fue aumentar la nómina de cristianos nuevos con más conversos forzosos.

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