Escenas de una pandemia de hace 1.500 años que se repiten hoy
(Un texto de Vicente Olaya en elpais.com del 11 de abril de 2020)
Una investigación de la
Universidad de Barcelona destaca las sorprendentes similitudes entre la
pandemia del coronavirus y la plaga de Justiniano que asoló el mundo en
el 541.
Una pandemia que llegó del extranjero y que se extendía
rápidamente desde los puertos adonde arribaban los pasajeros infectados
—asintomáticos o no—, sin ningún remedio médico disponible que pudiese
pararla, todos los habitantes confinados en sus casas para evitar
contagios, la paralización total de la economía, el ejército vigilando
las calles, médicos contagiados trabajando hasta la extenuación, miles
de fallecidos diarios sin enterrar durante “muchos días porque quienes
cavaban ya no daban abasto…". No es la crónica del coronavirus que
afecta en 2020 al mundo. Es el relato que Procopio de Cesarea realizó
del brote de peste bubónica que asoló el mundo conocido entre el 541 y
el 544: de China a las costas de Hispania. El estudio La plaga de Justinià, segons el testimoni de Procopi, (La plaga de Justiniano según el testimonio de Procopio), de Jordina Sales Carbonell, investigadora de la Universidad de Barcelona,
ha devuelto a la actualidad este relato de hace 1.500 años, con
moraleja. “A día 1 de abril de 2020, determinadas similitudes y
paralelismos del comportamiento humano frente a un virus y sus
consecuencias nos parecen tan cercanas y actuales que, a pesar de la tragedia que estamos viviendo en primera persona, nunca podemos dejar de maravillarnos de cómo se repite la historia” escribe esta arqueóloga e historiadora del Institut de Recerca en Cultures Medievals.
En
el 541, durante el reinado del bizantino Justiniano, se desató un brote
de peste bubónica en el imperio. “La alarma surgió en Egipto, desde
donde la infección se expandió de forma rápida y letal”. Procopio lo
reflejó en su libro Sobre las guerras, donde relataba las campañas militares de Justiniano por Italia, África del Norte, Hispania...
y cómo los soldados iban extendiendo la pandemia por los distintos
puertos a los que llegaban, fundamentalmente de Europa, África del
Norte, el Imperio Sasánida (Persia) y, desde allí, a China.
Procopio,
como consejero del general bizantino Belisario, al que siguió en sus
campañas, se convirtió así en “testigo privilegiado” de una pandemia que
recibió el nombre de plaga de Justiniano: “Se declaró una epidemia que
casi acaba con todo el género humano de la que no hay forma posible de
dar ninguna explicación con palabras, ni siquiera de pensarla, salvo
remitirnos a la voluntad de Dios”, escribió el historiador bizantino.
“Esta epidemia”, continuó, “no afectó a una parte limitada de la Tierra,
ni a un grupo determinado de hombres, ni se redujo a una estación
concreta del año [...], sino que se esparció y se cebó en todas las
vidas humanas, por diferentes que fueran unas personas de otras, sin
excluir ni naturalezas ni edad”. Así, la enfermedad no conocía limites,
“hasta los extremos del mundo, como si tuviese miedo de que se le
escapara algún rincón”.
Un año después de ser detectada, la peste llegó a la capital del Imperio, Bizancio (actual Estambul), “asolándola
durante cuatro meses”. “El confinamiento y aislamiento eran totales”,
describe Sales Carbonell, “pues era más que obligatorio para los
enfermos. Pero también se impuso una especie de autoconfinamento
espontáneo e intuitivamente voluntario para el resto, en buena parte
motivado por las propias circunstancias”. De hecho, “no era nada fácil
ver a alguien en los lugares públicos, al menos en Bizancio, sino que
todos los que estaban sanos se quedaban en casa, cuidando de los
enfermos o llorando a los muertos”, según Procopio. Y lo hacían “con
ropa cualquiera, como simples particulares”, lo que la historiadora de
la Universidad de Barcelona, traduce con cierta sorna “como en chándal
de la época”.
La economía, mientras tanto, se derrumbaba:
“Las actividades cesaron y los artesanos abandonaron todos los empleos y
los trabajos que llevaban entre manos”. Pero a diferencia de hoy en
día, las autoridades fueron incapaces de organizar unos servicios
esenciales. “Parecía muy difícil obtener pan o cualquier otro alimento,
por lo que, para algunos enfermos, el desenlace final de la vida fue sin
lugar a dudas prematuro, debido a la falta de artículos de primera
necesidad“, escribió el bizantino en Sobre las guerras. “Muchos
se morían porque no tenían a nadie que los cuidara”, ya que las personas
que atendían la emergencia “caían agotadas al no poder descansar y
sufrir constantemente. Por eso, todos se compadecían más de ellos que de
los enfermos”.
Justiniano,
dada la desesperada situación, distribuyó entonces “pelotones de
guardias de palacio” por las calles y nombró a su jefe de gabinete
refrendario, el “cual con el dinero del tesoro imperial e incluso
poniendo de su propio bolsillo sepultaba los cuerpos de los que no
tenían a nadie que se ocupara”. El mismo emperador se infectó, aunque
superó la enfermedad, y continuó gobernando durante más de un decenio.
Los
picos de mortandad subieron de 5.000 a 10.000 víctimas al día, e
incluso más. De tal manera que, “aunque en un primer momento cada uno
tenía cuidado de los muertos de su casa, el colapso y el caos se
convirtieron en inevitables y los cadáveres se lanzaban también a las
tumbas de otros, a escondidas o con violencia”. Incluso los ilustres,
recuerda el Procopio, “permanecieron sin sepultar durante muchos días”,
así que “los cuerpos se amontonaron de cualquier manera en las torres de
las murallas”. No habría cortejos ni ritos funerarios para ellos.
Cuando
finalmente se superó la pandemia, surgió, recuerda la historiadora, un
aspecto positivo: “Quienes habían sido partidarios de las diversas
facciones políticas abandonaron los reproches mutuos. Incluso aquellos
que antes se entregaban a acciones bajas y malvadas dejaron, en la vida
diaria, toda maldad, pues la necesidad imperiosa les hacía aprender lo
que era la honradez”, en palabras de Procopio, aunque al cabo de un
tiempo volvieron a las andadas. “Este punto justo de poesía nos hace
vislumbrar el optimismo y la esperanza de que tal vez nos permitirán
salir adelante y no volver a tropezar de nuevo con la misma piedra”,
termina la experta más con ilusión que con certeza.
Etiquetas: Pensando en la salud, Pequeñas historias de la Historia, s. VI
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