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jueves, septiembre 16

Umberto Eco, el humanista infinito

(Un texto de Antón Castro en el Heraldo de Aragón del 21 de febrero de 2016)

Umberto Eco, con o sin sombrero y bastón, tenía algo de personaje borgeano; le rindió homenaje al ciego bonaerense en 'El nombre de la rosa'. Era un sabio de casi todo: desde el Beato de Liébana, la historia medieval y la semiótica a Tomás de Aquino, Baltasar Gracián o Joyce. Se manejaba en mitología, filosofía, literatura, historia y lingüística; también le interesó mucho Goya como creador de belleza y fealdad, y comparó el libro (dialogó con Jean-Claude Carriére, guionista de Buñuel, en 'Nadie acabará con los libros'), y sus inmensas posibilidades, con internet, del que dijo que en buena medida nos había cambiado la vida y a la vez facilitaba «la invasión de legiones de imbéciles».

Eco era más bien un escéptico o un pesimista sarcástico lleno de curiosidad. La suya es la historia del apasionado de la comunicación que se atreve a pensar: trabajó en la televisión en sus inicios, en un tiempo en que no era inusual cruzarse con Igor Stravinski o Bertolt Brecht en los pasillos, se empleó en la editorial Bompiani y frecuentó los libros ilustrados que acabaría compilando en 'Historia de la belleza', 'Historia de la fealdad' o 'Historia de las tierras y los lugares imaginarios'. Desde la universidad desplegó su condición de humanista infinito en libros como 'Obra abierta', 'Apocalípticos integrados' y 'El súperhombre de masas', títulos que se han convertido en conceptos culturales, de los que aún se sigue hablando. Y hubo un momento, por el impulso «del deseo», en que decidió recuperar lo que siempre había querido ser: contador de historias. Un narrador complejo y barroco, capaz de desplegar un universo ambivalente y fascinante que se suspendía en el conocimiento y la erudición. Eco publicó en 1980 'El nombre de la rosa', una fusión de novela histórica y novela policiaca que transcurre en el siglo XIII en una abadía del norte de Italia que posee una soberbia biblioteca. Eco jugó con el concepto de la novela como cajón de sastre, y agregó algo muy especial: el ‘thriller' cultural, un laberinto de enigmas en torno a un libro que se seguía con asombro porque la historia esencial, el crimen, la conjura, el clima de intriga y peligro, el juego inteligente y un amor difuso atrapaban e hicieron que el libro fuera un éxito universal. Luego no tuvo tanta suerte pero siguió dando rienda suelta a su imaginación en 'El péndulo de Foucault', donde fijaba su foco en los templarios y el Santo Grial, 'La isla del día después', que era su diálogo personal con 'El Criticón' de Baltasar Gracián a través del epistolario de un joven náufrago piamontés, o 'El cementerio de Praga', donde creó un personaje abominable.

Ni con el cáncer dejó de escribir o de imaginar. Encarnó al intelectual comprometido con el presente, fue refractario a Berlusconi («es un zombi muy peligroso», dijo) y proclive a la sátira. Frente a certezas asumibles como «la lectura es una inmortalidad de nuevo». También declaró: «Odio a los deportistas. Espero que se maten todos entre sí». Defensor de la ciencia, enamorado de España y Francia, moderno y osado, dialéctico, ingenioso y tierno, confesaba a Vicente Verdú: «Ser abuelo es un trabajo maravilloso».

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