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viernes, julio 1

Panamá: la primera capital del Pacífico cumple 500 años

(Un texto de Rodrigo Padilla en la revista de Air Europa de septiembre de 2019)

Ha sobrevivido al tiempo y a los piratas. Ha cambiado de cara e incluso de emplazamiento. Con 500 años recién cumplidos, sigue conservando el espíritu emprendedor con el que nació.

Estas piedras eran los muros de la iglesia de la Concepción, y aquellos los de un convento de la calle del Obispo. Aquí estaba la plaza Mayor. Ese enlosado con forma de cruz fue el suelo de la catedral, su torre reconstruida y acondicionada como mirador es lo único que conserva algo del aspecto que tuvo este lugar hace 350 años. Al otro lado de la calle de los Calafates se encontraba la Casa de los Genoveses, y en esa orilla hoy pedregosa estaban los muelles. Nada queda de la ciudadela erizada de cañones, ni de los edificios de la Audiencia y los Almacenes Reales. No, estas no son unas ruinas más. Aquí se alzó Nuestra Señora de la Asunción de Panamá, fundada en 1519, la primera población europea en la costa del Pacífico, la capital de la gobernación de Castilla del Oro. Desde aquí se organizó la conquista del imperio inca, hasta aquí llegaban por barco las riquezas del Perú que luego seguían por tierra hasta Portobelo, de donde partían hacia España en los galeones de la Flota de Indias. Sus 15.000 habitantes daban vida a uno de los puntos neurálgicos del primer comercio globalizado de la historia. ¿Y entonces? Entonces llegó Morgan.

No lo hizo solo. Con él venían los piratas de Haití y Tortuga, un millar largo de los tipos más fieros del Caribe, sedientos de sangre y oro como corresponde al tópico. Remontaron con sus barcos el río Chagres, luego se abrieron paso a machetazos a través de la selva. Como nadie pensaba que el enemigo pudiera llegar por tierra, Panamá carecía de murallas y era una presa fácil. Tras una breve pero enérgica resistencia, el comandante de la guarnición ordenó abandonar la plaza y prenderle fuego para evitar que los piratas pudieran asentarse en ella. Después de varios días de saqueo, poco quedaba de la primera Panamá. Los supervivientes volvieron la vista al sur en busca de un lugar donde levantar de nuevo su querida ciudad.

El sur que se ve hoy desde lo alto de la torre de la vieja catedral de la Asunción poco se parece al de aquel 1671. Hileras de edificios de muchas plantas perfilan la costa en un Benidorm exagerado y tropical, se suceden uno tras otro hasta chocar con una plétora de imponentes rascacielos crecidos al calor del que ya es uno de los principales centros financieros de América Latina. Sobre todos ellos se alzan los 284 metros del Bahía Grand Panamá, llamado Trump Ocean Club por otro gran pirata. ¿Es esta, pues, la ciudad que refundaron los supervivientes de Panamá la Vieja? La respuesta vuelve a estar al sur, en un horizonte que se antoja improbable desde este alfiletero de hormigón y cristal.

Porque al otro extremo de la Cinta Costera, un paseo tomado por ciclistas y patinadores y que conviene recorrer con un refrescante raspado de tamarindo o chamoy en la mano, se levanta una pequeña península cubierta de casitas blancas y amarillas, un skyline de tejados a dos aguas solo roto por un puñado de campanarios. A su alrededor se adivina el perímetro estrellado de las viejas fortificaciones coloniales, lo que confirma que este sí es el lugar elegido para instalar la nueva Panamá; una cuadrícula de unas pocas manzanas, de calles más embaldosadas que adoquinadas, de fachadas de tonos pastel y puertas y ventanas de colores vivos, con aleros y balcones de recia madera, también con detalles neoclásicos o de elegante art-déco en los edificios menos añejos. El pequeño y animado entramado urbano dibuja un paseo de iglesia a iglesia y de plaza a plaza, de San Francisco de Asís a La Merced, de las ruinas de Santo Domingo y su famoso Arco Chato al no menos famoso Altar de Oro de la iglesia de San José, de la plaza de Bolívar a la de la Independencia, de las sombras de la plaza Herrera a los puestos que rodean la plaza de Francia, con olor a sabrosas carimañolas y vistas sobre unos rascacielos que ahora pasan a ser ellos los improbables porque el visitante los contempla desde el adarve de murallas centenarias.

Pero el más llamativo de los muchos contrastes de la ciudad no es el de las casitas de tejas rojas y los colosos de acero, ni tampoco el del multicolor Biomuseo de Frank Gehry sobre el inmenso telón de fondo del Pacifico, sino que se encuentra tierra adentro, a apenas 20 minutos a pie del Casco Viejo. Allí, sobre la barriada del Chorrillo, sin solución de continuidad entre asfalto y selva, se alza Cerro Ancón, una reserva natural en la que viven coatíes, armadillos, perezosos y tucanes a tiro de piedra de la civilización. Un sendero lleva hasta la cima, coronada por tres miradores y gigante bandera panameña. La aclaración se hace necesaria cuando se desciende por las laderas del otro lado entre urbanizaciones sacadas de una serie estadounidense, con sus casas de madera, jardín y barbacoa, incluso con calles llamadas 4 o 9, C o F. Y es que toda esta zona estuvo bajo soberanía estadounidense hasta 1977, aquí tenían su residencia el gobernador y parte de los empleados de la administración de la Zona del Canal.

Esta mención lleva al último de los horizontes complementarios que articula nuestro relato: el atravesado por la estructura blanca del Puente de las Américas, dintel de entrada y salida del Canal de Panamá. Con esta conexión entre océanos ya soñó Carlos V para evitar la terrible travesía del cabo de Hornos. En su proyecto trabajaron los ingenieros holandeses de Felipe III antes de rendirse a las evidencias. La imposibilidad técnica no impidió que el istmo fuera arteria del comercio mundial, primero a lomos de mula y luego sobre los raíles del ferrocarril, y la razón de ser de una ciudad que ha visto asomar en lontananza veleros, vapores y ahora enormes buques portacontenedores hechos a la medida de su canal. La consecuencia más placentera de estos cinco siglos de ir y venir constante es que Ciudad de Panamá acoge a sus visitantes con el desenfado que da la costumbre, acompaña su estancia con una sonrisa y los deja ir con la naturalidad del que sabe que así son las cosas, que a todo viajero le aguarda un puerto más.

Biodiversidad de récord

Panamá no solo separa dos océanos, también es el puente entre dos continentes, de ahí su gran biodiversidad. Desde el Parque Nacional de la Amistad en un extremo hasta el del Darién en el otro, más de un tercio del país, tiene algún tipo de protección. En el mar, los parques de Isla de Bastimentos o Coiba completan el puzzle.

El Parque Nacional de Soberanía, a solo 25 km de la capital, es ideal para la observación de aves. Tiene tres rutas: los caminos del Oleoducto y de la Plantación y el sendero de El Charco.

Canal de Panamá, un atajo entre océanos

Proeza de la ingeniería, inaugurado en 1914, sus 82 kilómetros atraviesan el istmo salvando la diferencia de altura entre el Atlántico y el Pacífico mediante un complejo sistema de esclusas Las obras, iniciadas a finales del XIX por una sociedad francesa y retomadas por Estados Unidos años después, exigieron excavar millones de metros cúbicos de tierra y roca y costaron la vida a miles de trabajadores, víctimas sobre todo de la malaria y la fiebre amarilla.

El Corte Culebra del Canal de Panamá, de 12,6 km de longitud, une el lago Gatún, en el Atlántico, con el golfo de Panamá, en el Pacifico.

Dos océanos a elegir para disfrutar de unas playas de ensueño

Con 2500 kilómetros de litoral y una naturaleza desbordante, se entiende que muchas playas de Panamá se encuentren entre las más bellas del planeta.

En la costa del Pacífico destacan el archipiélago de las Perlas, el paraíso surfista de Santa Catalina o los arrecifes de isla Coiba. En el Caribe, son obligatorios los archipiélagos de San Blas y Bocas del Toro. Aguas cristalinas, arena blanca, paseos en barca… relax y buen ambiente a partes iguales.

Panamá indígena, el lado más ancestral

Varios son los puebles indígenas que habitan actualmente Panamá y que representan algo menos del diez por ciento de la población del país. Los bri bri, ngoble-buglé, emberá-wounan, kuna yala y naso-teribe viven en reservas semiautónomas de diferente tamaño conocidas como comarcas. La mayoría se dedican a la agricultura, la caza o la pesca, así como a la venta de artesanía. Especialmente apreciadas son las coloridas molas -paneles textiles con motivos geométricos- tejidas por las mujeres kuna y las canastas y tallas de los emberá.  

Los guna yala vive en el archipiélago de San Blas.

Su distrito financiero alberga 12 de los 20 rascacielos más altos de América Latina, incluyendo el segundo en esta escala, el Bahía Grand Panamá (284 m).

La Cinta Costera de la capital es una franja verde que comunica Paitilla con el casco antiguo.

Desde Cerro Ancón, qúe hasta 1977 estuvo bajo soberanía de los Estados Unidos, se tiene una panorámica perfecta de la ciudad.

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