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miércoles, octubre 4

El suicidio de los romanos

(Un texto de Luis Reyes en la revista Tiempo del 9 de junio de 2017)

Roma, 9 de junio del año 68: el emperador Nerón, destronado, se mata con ayuda de un liberto. Era lo normal en Roma al caer en desgracia.

“Ves aquel precipicio? Allí abajo está el camino de la libertad. ¿Ves aquel mar, aquel río, aquel pozo? La libertad está sentada en el fondo. ¿Ves aquel árbol achaparrado y marchito? Sin embargo de sus ramas cuelga la libertad… ¿Me preguntas cuál es el camino a la libertad? Cualquier vena de tu cuerpo”.

Esta apología del suicidio la escribió el cordobés Séneca, el filósofo estoico que tuvo la desgracia de ser maestro de Nerón. Fue el más fracasado preceptor de la Historia, pues en vez de transmitir a su discípulo los elevados principios de su filosofía, vio crecer a un monstruo de maldad. Veinticinco años después de escribir lo anterior en el Diálogo de la Ira, Séneca buscó en cualquier vena de su cuerpo el camino de la libertad, darse la muerte a sí mismo para frustrar la ejecución que había dictado Nerón. Pero la realidad no parece haber leído las grandes obras, y pese a que Séneca se cortó las venas no logró desangrarse. Le pidió a su médico el “veneno griego”, la cicuta, pero no le hizo efecto. Finalmente encontró el camino de la libertad en un baño de agua caliente, donde debido a su asma los vapores le provocaron asfixia.

Como a la Historia le gustan los sarcasmos, el mal discípulo imitó al maestro, aunque en clave menos digna. Nerón, destronado por una conspiración, al saber que el Senado le había condenado a morir apaleado, decidió quitarse la vida y pidió el “veneno griego”. Pero no tuvo valor para ingerirlo, y hubo de recurrir a la ayuda de su liberto Epafrodito, que le clavó una daga en la garganta.

En la Roma de los emperadores despóticos, cuando las viejas virtudes políticas republicanas fueron suplantadas por el arbitrio del monarca, el suicidio se convirtió en una práctica habitual para los altos personajes cuando caían en desgracia. Era una fórmula para evitar la deshonrosa y a veces cruel ejecución a manos del verdugo, y también una forma de evitar el embargo de los bienes. Sin embargo, el suicidio de los antiguos, como decisión asumida sin nada que ver con trastornos síquicos, era muy anterior a la época convulsa de los emperadores, venía de los griegos.

Los estoicos

Se suele vincular con el estoicismo porque Zenón, el fundador de la Estoa (la escuela filosófica estoica), se quitó la vida en circunstancias desconcertantes. Siendo ya anciano, en 264 antes de Cristo, tuvo una caída y se rompió un dedo. “¡Ya voy! ¿Por qué me apremias?”, dijo, y a continuación se estranguló. Algunos desvirtúan el sentido del acontecimiento diciendo que Zenón se quitó la vida porque se había roto un dedo. En realidad se tomó el accidente como una señal: su cuerpo empezaba a romperse porque ya había vivido demasiado, y el dedo quebrado era la llamada de la muerte, a la que respondía adecuadamente con su “¡Ya voy!”.

En los tiempos de la República romana, aunque el estoicismo era la ideología dominante, había pocos suicidios. “Repasa los hermosos días de la República, y mira si hubo siquiera un ciudadano virtuoso que se librase así del peso de sus deberes, aun después de los más crueles infortunios”, escribe Rousseau. Un caso excepcional fue el de Marco Curcio, aunque está en el marco de la mitología patriótica romana. En la mitad del Foro la tierra se había abierto y surgían llamas, provocando la alarma de la ciudadanía. Por más que echaron tierra en la sima resultaba imposible de cegar, y finalmente los augures interpretaron que había que hacer un sacrificio propiciatorio, arrojando al agujero lo más precioso que hubiera en Roma. Marco Curcio, un joven ciudadano que se había distinguido en el campo de batalla, se presentó armado y a caballo, y dijo: “Lo que más vale en Roma es el valor y el patriotismo”, y espoleando su montura se arrojó a la sima, que milagrosamente se llenó de agua, formando el lago Curcio.

Tiempos muy distintos cerraron el periodo republicano, provocando una epidemia de suicidios políticos. Tras el asesinato de César por los amantes de la libertad republicana vinieron guerras civiles. En la batalla de Filipos se enfrentaron los seguidores de César, Octavio y Marco Antonio, con los cabecillas de los senadores homicidas, Bruto y Casio. El combate se desarrolló en dos campos distintos, Marco Antonio frente a Bruto y Octavio frente a Casio. Bruto venció a Antonio, pero a Casio le llegó la noticia contraria y pensando que todo estaba perdido ordenó a un liberto que le clavase la espada. Si no se hubiera precipitado hubiera visto la victoria, pero al matarse privó a sus fuerzas del mejor general y provocó la desmoralización de los soldados. Tres semanas después, en una nueva batalla, la suerte fue inversa, ganaron Octavio y Antonio a Bruto, que también optó por clavarse la espada. Aunque Antonio honró a su enemigo proclamándole “el más noble de los romanos”, estos hechos tuvieron un colofón espantoso: Porcia, la esposa de Bruto, al conocer su derrota y muerte se quitó la vida tragando carbones ardientes.

Sociedad suicida

Tras la victoria de Antonio y Octavio vino la lucha por el poder entre ellos, que se resolvió en la batalla naval de Actium con la victoria de Octavio. Marco Antonio regresó a Alejandría sabiendo que sus días estaban contados. Entonces reunió a sus partidarios en una sociedad cuyo objetivo era el suicidio, aunque disfrutando de la vida en fiestas y banquetes mientras llegaba el final. Se dice, aunque quizá sea leyenda, que Cleopatra les proporcionaba venenos a los comensales para experimentar con vistas a su propio suicidio. Cuando Octavio invadió Egipto, abandonado por sus tropas, Marco Antonio se dio muerte al estilo militar, clavándose su propia espada, como había hecho Bruto. Cleopatra le seguiría dejándose morder por un áspid, serpiente cuyo veneno provocaba un sopor indoloro y una muerte rápida.

Matarse al sufrir una derrota se convirtió en marca de los generales romanos. Así lo haría Marco Otón, uno de los sucesores de Nerón en “el año de los cuatro emperadores”, que reinó solo tres meses, aunque de manera virtuosa. Tras una derrota achacable a su estrategia, dio a sus hombres un notable discurso, en el que, según Dion Casio, dijo: “Es mucho más justo morir uno por todos, que todos por uno”, y se clavó una daga en el corazón. Su deseo de evitar la muerte a los suyos se vio frustrado, sin embargo, porque muchos de sus soldados decidieron seguirle en su suerte, y se arrojaron a unas grandes hogueras. Así era el suicidio de los romanos.

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