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lunes, marzo 25

La locura de amor de Man Ray



(Un artículo de Lucy Davies en el XLSemanal del 7 de agosto de 2011)
En 1929, dos semanas después de cumplir 22 años, Lee Miller se disponía a zarpar de Nueva York hacia París mientras sus dos amantes se jugaban a cara o cruz quién iría a despedirla al muelle. Llegado el día, mientras observaba cómo el transatlántico se alejaba río Hudson abajo, el ganador descubrió, azorado, que su rival sobrevolaba el barco en un biplano que de pronto se acercó a la cubierta para lanzar sobre ella una lluvia de rosas en honor de la muchacha. Que una mujer tan joven despertara semejantes pasiones explica en buena parte la historia que sigue. 

Al abandonar Nueva York, Miller estaba en la cima de su fama como modelo. Protagonista habitual de las portadas de Vogue, era considerada como una de las mujeres más deslumbrantes de su época. Modelo preferida de los grandes fotógrafos Edward Steichen y Arnold Genthe, llevaba el pelo rubio tan corto que, en palabras de Cecil Beaton, llevaba a pensar en «un joven pastor de cabras de la vía Apia tostado por el sol». 

Pero la belleza y el ángel de Miller resultaron problemáticos para la propia Lee y para quienes la amaron. Siempre asediada por hombres decididos a poseerla como fuera, Miller empujó a la vez a incontables artistas a la cima de su creatividad. Cocteau le dio un papel en su filme La sangre de un poeta. Picasso le dedicó hasta seis retratos... Sin embargo, en ningún artista despertó tanta pasión como en Man Ray. 

Durante tres años intensos, Miller y el célebre fotógrafo surrealista trabajaron codo a codo en su estudio, primero, como creador y aprendiz; después, como amantes e iguales artísticos; y, por último, como enconados adversarios. Al separarse en 1932, Ray se hallaba a las puertas de una locura de la que precisaría décadas para recuperarse. 

[…] Lee y Man se conocieron en el piso superior del bar Bateau Ivre, en el Boulevard Raspail, a un paso del estudio de Ray en Montparnasse. «Lo hice aposta, pues andaba buscándolo», confesó ella en una entrevista en 1975. Lee se sentó entonces a esperar en el bar. «Y de pronto Man Ray entró; Su aspecto era el de un toro, tenía un torso extraordinario y las cejas y el cabello muy oscuros. Le dije: 'Me llamo Lee Miller y soy su nueva alumna'. Man dijo: 'Yo no acepto alumnos' y agregó que al día siguiente se marchaba a Biarritz. 'Pues yo también', respondí. ¡Y así empezó todo!». 

El viaje a Biarritz fue el principio de una aventura. Ambos habían llegado a París desde Nueva York, deseosos de reinventarse en el plano personal. Ray la fotografió en la carretera, con la espalda apoyada en su elegante Voisin descapotable, tocada con una boina idéntica a la que llevaba puesta él mismo. Nada más volver a París, Lee envió un telegrama a su padre informándolo de que había alquilado un apartamento en el Boulevard Montparnasse, pues se quedaba en la ciudad para estudiar fotografía.
«Montparnasse por entonces era el centro del universo», recordaría ella muchos años después. «En el barrio había unos restaurantes estupendos en los que te tropezabas con James Joyce, Hemingway y otras figuras semejantes; todas, acompañadas por sus propios círculos de amigos. El intercambio de ideas resultaba refrescante y estimulaba el trabajo de los demás». 

Lee, al principio, trabajó como ayudante y recepcionista, y su belleza excepcional no tardó en cautivar a los visitantes. Madge Garland, del Vogue británico, describió cómo estos «de pronto se encontraban ante una figura tan hermosa que terminaban por olvidarse del propósito de su visita». 

Ray dio a Miller una pequeña cámara Kodak plegable y empezó a enseñarle todo cuanto sabía. Al poco tiempo, ella abandonó el cercano apartamento y se mudó a vivir con él. Ambos se convirtieron en integrantes de un círculo social tan reducido como interesante y pasaban las vacaciones en el sur de Francia con Picasso y la fotógrafa surrealista Dora Maar. Si andaban cortos de dinero, Miller volvía a trabajar como modelo para el fotógrafo George Hoyningen-Huene.
Pronto resultó palmario que Lee tenía verdadero talento para la fotografía y el papel de ayudante se le quedaba corto. Pese a que Ray tenía 17 años más que ella, su asociación artística era recíproca por entero. «Trabajando, veníamos a ser una misma persona», diría él. Esa asociación alcanzó su cénit en 1930, cuando accidentalmente descubrieron la solarización, una técnica que aportaba un aura plateada a las fotos. La solarización se convirtió en el hallazgo de la época y contribuyó a que la fotografía dejara de ser una ocupación artesanal para convertirse en una de las bellas artes por pleno derecho. 

Tan estrecha relación profesional por fuerza tenía que causar problemas, que empezaron en 1931. Lee estaba cansándose de su función de subalterna. Era cada vez más conocida, y sus ansias de independencia crecían, como expresaba con cada vez menor reparo. Ray se sentía dividido entre el proyecto de ayudarla profesionalmente y el deseo de retenerla a su lado. 

«Tienes que hacer lo posible para convertirte de una vez en mi mujer, estemos o no casados -le escribió él-. No puedo imaginarte de otro modo. Estoy pasando por serios problemas a causa de tanta disipación y tanto mal gasto de energías, y uno de estos días voy a venirme abajo. Es la última vez que me retiro de tu lado porque así me lo pides. Con amor, Man». En su condición de grupo bohemio, los surrealistas eran defensores acérrimos de l'amour fou, 'el amor libre', pero si bien todos convenían en que había que ponerle fin a los celos amorosos, de las mujeres esperaban otra clase de comportamientos... 

La amistad que Lee estableció con Cocteau durante el rodaje de La sangre de un poeta provocó los recelos de Man Ray, quien ya se puso totalmente fuera de sí cuando más tarde Miller no hizo ascos a las atenciones del ruso Zizi Svirsky, una figura muy conocida en la sociedad parisina del momento.
 
Este clima tempestuoso empeoró una noche que Miller recuperó de la papelera un negativo descartado por Ray y empezó a transformarlo en una obra de cosecha propia. Enfurecido, Man la expulsó del estudio. Cuando días más tarde regresó, Lee se encontró una copia de la fotografía clavada en la pared. Ray había sajado con una navaja la imagen del cuello de Miller y cubierto el estropicio con tinta escarlata. Miller respondió comprándose un billete de regreso a Nueva York. Al darse cuenta de lo que había hecho, Ray compró una pistola y dijo a todos quienes quisieran oírlo que no sabía si pegarle un tiro a Lee o pegárselo él mismo. 

La pistola está en la mano del fotógrafo en un autorretrato donde Ray aparece con una soga al cuello y un frasco de veneno ante él. La imagen fue escenificada una madrugada, después de que él se hubiera pasado la noche entera gritando bajo la lluvia a dos pasos de la ventana del estudio de ella. 

En los meses posteriores a la ruptura, Ray creó dos de sus obras más conocidas. Primero pegó al péndulo de un metrónomo una fotografía de uno de los ojos de Miller y envió una imagen de la composición a la revista de los surrealistas, con las instrucciones: «Córtese el ojo de una persona que hemos amado, pero a la que ya no vemos más. Péguese el ojo al péndulo de un metrónomo y regúlese el peso hasta que se ajuste al tempo deseado. Continúese hasta el límite. Apunten bien con un martillo y traten de hacerlo saltar todo por los aires a la primera». 

Hora de observatorio: Los amantes, un lienzo con los rojos labios de Lee Miller suspendidos en el cielo de París, también iba acompañado de un poema: «Te encuentro en el espacio vacío y la luz débil y -es mi única realidad- te beso». Más tarde, cambió de opinión y fotografió el lienzo colgado sobre un sofá en el que yacía una decapitada figura femenina de yeso. Fueron necesarios cinco años para que llegara el cese de las hostilidades. Lee Miller y Man Ray volvieron a encontrarse en 1937, en una fiesta de los surrealistas, y su antiguo amor se convirtió en una profunda amistad que perduró hasta la muerte del fotógrafo, en 1976.
 
«En nuestra casa había un montón de obras de Man Ray», explica Antony Penrose, el hijo que Miller tuvo durante su último matrimonio, con Roland Penrose. Durante su niñez y adolescencia, Antony nunca llegó a saber cuál había sido la verdadera relación entre ambos. Pero en 1977, tras la muerte de su madre, Penrose se tropezó en un desván con los retratos que Man había hecho de ella. «Eso me obligó a replantearme muchas cosas -cuenta-. Yo solo la había conocido como una alcohólica patética y sin remedio y de pronto me entraron ansias de saber más de ella. Todo aquello iba más allá de la simple historia del arte; también era una historia de amor». Uno de los regalos más conmovedores que Penrose encontró fue una caja de madera de cigarros puros cubanos en cuyo interior había una lente de ojo pez -extraída de la mirilla de una puerta- que había sido taladrada. Ray sabía que Miller sufría de terribles depresiones -fruto de su posterior desempeño profesional como corresponsal de guerra para Vogue- y esperaba que aquella caja pudiera aportarle una nueva perspectiva.
 
Lee y Man se vieron por última vez en 1974, en una retrospectiva sobre Ray en el ICA londinense cuando él tenía 85 años. Lee le proporcionó una silla de ruedas, de la que Man no tardó en escabullirse para aventurarse por una gran instalación de tubos que había en otra sala. Lee se metió en ella por el otro lado y ambos se encontraron en el centro. Luego retrocedieron, entre risas, cada uno por su lado. Durante la estancia de Ray en Londres, ella fue a visitarlo a su hotel todos los días. «Siempre estaban sentados en la cama el uno junto al otro -recordaría la secretaria del fotógrafo-. Entre ellos había mucha ternura. Se diría que Lee era su esposa». ¿Qué pensó Penrose al saber de la intimidad y las turbulencias que su madre compartió con Man? «Me sirvió de inspiración y ejemplo -dice-. Me ha sido de gran ayuda en la vida saber que una relación tan difícil al final culminó en un afecto tan profundo como duradero».