Un general "pacífista"
(Breve historia del general McClellan, extraída de la carta del director publicada en El Mundo -Pedro J. Ramirez- el pasado 12 de octubre...)
[...] George B. McClellan, joven prodigio de West Point en 1850, observador norteamericano en la guerra de Crimea, ingeniero jefe y vicepresidente de una compañía de ferrocarriles a los 30 años y número dos del escalafón del Ejército a los 34, reunía todas las cualidades imaginables como organizador, líder carismático y estratega para ser un gran jefe militar, menos una: no era combativo o, para ser más explícitos, eludía la batalla con la misma contumacia con que los gatos
huyen del agua escaldada.
Tras los primeros reveses sufridos por el Norte en la Guerra de Secesión, el presidente Lincoln recurrió a McClellan para poner en pie el que pronto sería conocido como Ejército del Potomac. En cuestión de semanas, el recién nombrado desarrolló una actividad frenética reclutando, formando y entrenando hasta hacer de una chusma un disciplinado conjunto de soldados y de un aluvión de caóticas aportaciones una máquina de guerra.
Le apodaban el pequeño Napoleón no sólo por su baja estatura sino también por su tendencia a mimetizar muchos de los tics -mano embaulada en la guerrera incluida- del ya legendario corso. Según el corresponsal del Times de Londres, McClellan entró en Washington como el providencial «hombre a caballo» destinado a salvar la maltrecha Unión. El mismo se lo
escribía a su esposa: «No te puedes imaginar cómo se les ilumina la cara a todos cuando me muevo entre ellos. Creo que me adoran. Dios ha puesto un gran trabajo en mis manos».
Era cierto que sus dotes pedagógicas y su aire de competencia, seguridad y autoestima le ganaron pronto una aureola casi mítica entre sus hombres, pero a la vez fue quedando patente que tan impresionante arquero jamás disparaba sus flechas. Pese a acumular también el mando
supremo del ejército yanqui, McClellan nunca lanzaba una ofensiva digna de tal nombre, pretextando siempre que las tropas sudistas le sobrepasaban en número y que su deber era preservar las vidas de sus soldados.
Cuando Lincoln empezó a impacientarse y comentó que tenía la sensación de que ese «magnífico ingeniero» era un «especialista en máquinas inmóviles», McClellan la emprendió con el presidente, refiriéndose a él en privado como «el macaco bien intencionado» o «el gorila primigenio» e incluso sometiéndole a desplantes como el de la noche en que el primer mandatario y su secretario de Estado William Seward se presentaron en su casa para despachar asuntos urgentes, siendo informados primero de que «el señor aún no ha llegado» y más de media hora después de que «el señor ya se ha acostado».
En varias ocasiones McClellan anunció a Lincoln su decisión de ponerse en marcha, obedeciendo las órdenes del Gobierno, pero siempre encontraba excusas para abortar la maniobra o darle una intensidad muy limitada. Poco a poco, Lincoln fue dándose cuenta de que con aquel «auriga
perezoso» no ganaría la contienda. En una ocasión, comoquiera que el general reclamara caballos de refresco para lanzar la anhelada ofensiva, el presidente explotó: «¿Quiere decirme, general McClellan, qué es lo que han hecho sus caballos desde la batalla de Antietam que justifique
su cansancio?».
En su biografía novelada del presidente emancipador, Gore Vidal describe el momento en que la paciencia de Lincoln se agota y toma su gran decisión, tras visitar el campamento del Ejército en compañía de su amigo el congresista por Illinois Elihu Washburne:
«-¿Sabes qué es todo esto?- Lincoln señaló las hileras de tiendas que llegaban casi hasta donde llegaba la vista.
-Supongo que el Ejército del Potomac.
-No, hermano Washburne. La guardia personal del general McClellan.
-Entonces, ¿no tiene arreglo?
-Para nuestros fines, no. Tiene buenas cualidades. Es un excelente organizador. Pero no puede pelear.»
El 7 de noviembre de 1862, cuando al fin el Ejército del Potomac empezaba a cruzar parsimoniosamente el río que le había dado su nombre, Lincoln destituyó a McClellan. Los hechos demostraron que fue la premisa imprescindible para cambiar el curso de la contienda, pero muchos de sus contemporáneos no lograron entender el ocaso de tan rutilante estrella.
Incluso el que terminaría ocupando sucesivamente el puesto de ambos -primero como general en jefe, después como presidente-, el esforzado y curtido en mil avatares Ulysses S. Grant, definiría el desencuentro entre Lincoln y McClellan como «el gran misterio de nuestra guerra civil».
De acuerdo con las memorias de su secretario y confidente John Hay, Lincoln creía que «retrasándolo todo con pequeños pretextos de que quería esto y lo otro, McClellan estaba practicando un doble juego porque no quería dañar al enemigo». El tiempo no tardó en avalar esa teoría, pues McClellan fue dos años después el candidato del Partido Demócrata a la presidencia con un programa cuyo primer punto era negociar la paz y la reunificación con el Sur, renunciando a la emancipación de los esclavos. Los triunfos militares de los sucesores de McClellan premiaron la tenacidad de Lincoln en defensa de sus convicciones y el viejo Abe ganó en todos los estados menos en Delaware, Kentucky y New Jersey.
Desde entonces la figura histórica de McClellan ha ido forjándose como una especie de paradigma del hombre público que no cree en lo que hace y que por eso, en el mejor de los casos, lo hace sólo a medias. [...]
La noche en que McClellan les dejó plantados en el vestíbulo de su casa, Lincoln contuvo la indignación de Seward ante tal grosería, fijando con claridad sus prioridades: «Con tal de que nos condujera al éxito, sería capaz de llevar la brida del caballo de este hombre». [...]
Etiquetas: Pequeñas historias de la Historia
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