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lunes, junio 3

Sicilia, la isla mágica



(Un texto de Ingrid F. Segovia publicado en el XLSemanal del 27 de enero de 2008)

Los británicos no son los únicos que creen que el mar que los rodea y aísla de la Europa continental los hace diferentes. En mitad del Mediterráneo, pero apenas separada de Italia por un estrecho de 3,8 kilómetros longitud, los sicilianos también creen que ellos y su isla forman una entidad diferenciada. Y si se llega hasta ella pegando un salto desde la península itálica, uno se da cuenta de que, en cierto modo, es verdad: Sicilia no es Italia y, social y culturalmente, ni siquiera es Europa. 

El escritor británico D. H. Lawrence, autor de El amante de Lady Chatterley y que recorrió Italia al acabar la Primera Guerra Mundial, ya se lo advirtió en una carta a Lady Cynthia Asquith: «Amo mucho Sicilia, un buen sentimiento de antemano, das un salto y te encuentras fuera de Europa...». Los ejemplos de su hecho diferencial están al cabo de la calle: hablan un dialecto que resulta casi incomprensible para los foráneos; su comida es diferente: más especiada y con una proliferación de platos de pescado y verduras que no se da en ninguna otra parte de Italia; y hasta la flora es distinta, más mediterránea. 

Sólo llegar ya produce una sensación especial. Se puede arribar por el sur, atravesando en transbordador el estrecho de Mesina, desde Villa San Giovanni o Reggio di Calabria. O llegar en avión a Palermo o Catania. En ambos casos, la sensación es la misma: cuando se pone el pie en Sicilia uno siente que llega a la cuna de la civilización moderna, a un cruce de culturas que arranca en el Paleolítico, transita por el Neolítico y la Edad del Bronce y que en los últimos siglos ha visto pasar y dejar su huella a griegos, romanos, bizantinos, árabes, alemanes, españoles e italianos. 

Decidir dónde ir y qué ver depende, únicamente del tiempo disponible y del gusto de cada cual. Casi todos los lugares de interés están en la costa. Por tanto, la que se impone es una ruta circular y en coche. Y aquí, un inciso: conducir en Sicilia es un horror; los sicilianos no es que conduzcan mal, es que «se limpian el culo con el código de la circulación». Y no lo decimos nosotros, lo dice el comisario Montalbano, el personaje creado por Andrea Camilleri. 

Un buen punto de partida es Catania. Lo que más sorprende de la segunda ciudad siciliana es su arquitectura barroca, oscura por estar realizada en lava. Son un portento el teatro Massimo y la iglesia de la Collegiata. Pero más allá de los monumentos, lo que pide el cuerpo es pasear por el centro de la ciudad y recorrer tanto sus aristocráticas calles como sus mercados, como el Fera do Lune o el Mercato do Pisce. 

Desde Catania se debe realizar la obligatoria aproximación al Etna. La ruta más común, llamada Circumetnea, se realiza en un destartalado trenecito que recorre la base del volcán y se detiene en varios pueblitos que se pueden visitar con calma para volver a subir al siguiente tren. El paisaje es increíble y si el día amanece despejado, los tres mil y pico metros del Etna se contemplan en todo su esplendor. También es interesante pasear por las faldas del volcán. La mejor opción es hacerlo por el valle del Bove, el principal canal de desahogo del volcán; andar entre los depósitos de lava que las erupciones han dejado en el último siglo es como hacerlo por un parque temático del vulcanismo. 

El siguiente punto de la ruta puede ser Palermo, la capital, en la costa norte. En el trayecto se invierten cuatro horas, pero por una de las pocas autopistas de la isla y atravesando un increíble paisaje: primero, los montes Nebrodi y, después, la costa, asomada al mar Tirreno y a las islas Eolias (Stromboli, Vulcano, Lípari...). 

Palermo son muchas ciudades en una y las rutas que ofrece son infinitas. Seguramente, para saborear bien esta ciudad cubierta por el polvo de la historia, sacudida por los terremotos y azotada por la especulación inmobiliaria, el paro y la mafia, habría que dejar las guías en el hotel, al menos una tarde, y caminar sin rumbo fijo admirando los palacios nobles y las casas derruidas del centro, tomando un trago en los bares, parando en sus mercados y respirando el aroma del mar.
En el paseo, a poco que nos fijemos, hallaremos vestigios de todos quienes pasaron por aquí: árabes (mezquita de San Giovanni degli Eremiti), normandos (Palacio Normando) o cristianos (las catacumbas de los Capuchinos, en el monasterio del mismo nombre, famosas por sus momias, embalsamadas con técnicas rupestres). 

Pero Palermo también es la ciudad de El gatopardo, la obra de Giuseppe Tomasi di Lampedusa. Los pasajes y escenarios de la novela, los palacios donde vivió Lampedusa y los cafés y librerías que frecuentó se pueden recorrer en un paseo que muestra su pasado esplendor: están las ruinas del palacio Lampedusa, donde Giuseppe Tomasi vivió hasta que las bombas lo obligaron a trasladarse a otro hogar en la vía Buttera; o la vía Bara all'Olivella, junto al palacio, «una callejuela pobre con escuálidos sótanos, y era deprimente caminar por allí», como recuerda Lampedusa en sus memorias. En esa callejuela hoy se levantan muchos negocios de artesanía y talleres especializados en marionetas, como el de la familia Cuticchio, y allí está el Museo Arqueológico de Palermo. No lejos de él está el bar Mazzara, en el que Lampedusa pergeñó en soledad muchos pasajes de El gatopardo, El establecimiento tiene una barra en la planta baja donde se puede tapear y un primer piso donde comer. El lugar es muy popular entre los palermitanos,  igua1 que la cercana librería Flaccovio, que Lampedusa visitaba casi a diario. 

De entre todos los pasajes de la novela, llevada al cine por Luchino Visconti, quizá el más espectacular sea el baile. El cineasta lo filmó en el palacio Valguarnera-Gangi, que se levanta en plaza Croce dei Vespri. No está abierto al público, pero si tiene el capricho puede alquilarlo con la comida y los trajes preceptivos. Pero para homenajear a Lampedusa como se merece, nada como acudir al cementerio de los Capuchinos, donde una tumba de mármol con una simple inscripción y rodeada por una verja de hierro conforma su última morada. 

Tras la sobredosis urbana que supone Palermo lo mejor es huir a la naturaleza. Desde la capital llega rápido al Parque Natural de lo Zíngaro, entre Scopello y San Vito lo Capo, dos pueblos marineros de fuerte raíz árabe. Cerca están el templo y teatro griego de Segesta y Erice, un hermoso pueblecito medieval. 

Para seguir con el viaje desde aquí hay muchas opciones: se podría seguir la costa hacia abajo y descubrir Trapani, las islas Egadi (Favignana, Levanzo y Marettimo, famosas por su mar, la pesca del atún y los grabados prehistóricos de sus cuevas) y Marsala, patria del vino del mismo nombre; atravesar el centro de la isla hasta llegar a los valles de los templos de Agrigento; o ir hacia el sur al casi desconocido valle de Noto para visitar pueblecitos como Noto, Scicli, Modica o Ibla. Cualquíera de ellas le deparará muy gratas sorpresas. 

Para no perdérselo:
 
L'opera dei pupi. El teatro de marionetas siciliano es famoso por la calidez y calidad de sus espectáculos. Para comprar títeres auténticos, acude a los talleres de la Via Bara all'oliverlla, en Palermo.
La cerámica de Enna. Esa ciudad, conocida como el ombligo de Sicilia, es la más hermosa del interior de la isla: un pueblo medieval casi de postal. Es también famosa por su cerámica, que se puede adquirir en el mercado popular que se celebra cada martes en la Plaza de Europa.
El puerto pesquero de Cefalu. Una ciudadela de postal y sus playas de arena dorada hacen que esta localidad sea una de las más visitadas. No deje de probar las anchoas de la duquesa, un guiso de anchoas, ajo, cebolla, perejil, aceite y vinagre que se toma sobre una rebanada de pan.
Los vinos sicilianos. Los más afamados son los blancos de Alcamo, el Moscato, el Cerasuólo de Vittoria, el amargo de Caltanissetta y el aromático Marsala, que se elabora con uvas de escasa acidez y gran contenido de azúcar y alcanza los 20 grados.