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sábado, mayo 25

Leonora Carrington, desde la locura



(Un artículo de Lourdes Ventura en El Mundo del 29 de agosto de 2010)

Hay cabezas que explotan para siempre y saltan en 1.000 pedazos tras haber experimentado la locura.Místicos que vuelan desde un piso 14 montando un batiburrillo de vísceras y sangre en plena calle. Existe la enfermedad mental de la numeración, según descripción de alucinado sobrino de Wittgenstein, los que cuentan las ventanas de los edificios, los intervalos entre balcones, la distancia de las paredes, el número de baldosines, así  hasta que enumerando una infinidad de cosas, sus mentes se desintegran.

Por amor, Leonora Carrington tuvo un brote psicótico de los que empujan a rebanar gaznates o a dejarse crecer cabellera de Ofelia con miras a flotar entre líquenes. La pintora y escritora surrealista, cuando se llevaron por segunda vez a su compañero Max Ernst a un campo de concentración, rebasó la barrera de la demencia a los 23 años y bajó al infierno de los locos furiosos. Acabó en un manicomio de Santander y, pese a las inyecciones de cardiazol que la dejaban zombi, tuvo la fortaleza de escapar de la jaula de los seres perdidos y recuperar el estado de genialidad onírica que le era habitual. 

Los budistas distinguen entre un iluminado y un loco, el primero consigue nadar y abrirse paso entre los oleajes de la conciencia y el loco se hunde hasta ser tragado por las aguas. Quienes han salido indemnes de la cloaca viscosa de la esquizofrenia saben que las Memorias de abajo, de Carrington, transcriben fielmente esa pesadilla. 

[…] Leonora Carrington nace en 1917 en Clayton Green, cerca de Chorley, en Lancashire. Su padre es un magnate anglo-irlandés con negocios químicos y textiles y su madre un bellísimo ejemplar purasangre de católica irlandesa. En el relato de Leonora, El tío Sam Carrington, vemos a un señor que suelta carcajadas oligofrénicas a la luna llena y adivinamos un latido de locura familiar. Leonora crece en Crookhey Hall, entre caballos, con una nanny irlandesa, la señora Cavanaugh, narradora de turbias historias de crímenes y sucedidos sobrenaturales de la tradición celta y alemana. Es la mejor amazona del condado y aunque sabe que el bosque avanza hacia ella, no tiene miedo a las emboscadas. Preferirá la compañía de las hienas a las fiestas de sociedad y así lo afirma en su corrosivo relato La debutante. Antes de ser presentada en la corte del rey George V; con baile aristocrático en el Ritz de Londres, Leonora había sido expulsada de dos colegios porque escribía del revés y hablaba de la alquimia. 

Enviada a un internado de Florencia, en la Galería de los Uffici conoció la atmósfera de levitación que envuelve los cuadros de Leonardo y del Perugino: vírgenes que se elevan y Cristos crucificados flotando en los lienzos. Max Ernst pintaba mujeres pájaro y llegó como un vendaval a la vida de Leonora. Ella estudiaba en la Chelsea School of Arts y en la academia del futurista Amédée Ozenfant. A Carrington su madre le había regalado un libro sobre el surrealismo, el texto era de Herbert Reed y la portada reproducía el cuadro de Ernst Dos niños amenazados por un ruiseñor

Casualmente, en 1937 Max Ernst exponía en Londres en la Mayor Gallery y, casualmente, su segunda esposa, Marie Berthe, estaba ya semiabandonada en París y, también casualmente, Leonora tenía una compañera, Ursula Goldfinger cuyo marido era amigo del surrealista. A él le hirvieron las sienes y a ella un sudor frío le bañó la frente, o pudo ser al revés. Max supo que la había imaginado en La novia del viento y Leonora pensó que él tenía una cabeza inteligente y angulada como la de su caballo Winkie. Se fugaron juntos y el padre de Leonora nunca más recibió a su hija aunque encargó más tarde que la internaran en aquel agujero de Santander. 

Max y Leonora buscaron un escondite en el sur de Francia -porque París estaba plagado de surrealistas a la greña- y encontraron en Saint-Martin d'Ardèche un paisaje rocoso surcado por un río, aromado de lavanda, con luciérnagas y saltamontes fosforescentes. Allí Max compró una vieja masía y esculpió bajorrelieves de caballos y criaturas extraídas de los sueños. Según John Russell, biógrafo de Ernst, Leonora, en su ataque de locura, antes de abandonar Francia camino de España, vendió la casa por una botella de coñac. 

En 1939, en el momento de la ocupación de Paris, ambos trabajaban en Saint-Martin, esquivando las visitas desesperadas de Marie-Berthe, triángulo infernal que describirá Carrington en El pequeño Francis. Max Ernst, de nacionalidad alemana, es arrestado entonces como «extranjero enemigo» e ingresa en un campo de concentración francés. Paul Éluard consigue su liberación pero vuelven a encarcelarlo en mayo del 40. Tras una frustrada huida es nuevamente detenido, ésta vez por la Gestapo, mientras Leonora, enloquecida, huye a España con unos amigos pensando en encontrar un visado para Max.
Leonora bordeaba el brote psicótico en Madrid, montando escandaleras en el Ritz, y Ernst tuvo éxito en su definitiva evasión de un campo nazi. Con la ayuda de Peggy Guggenheim, Max consigue llegar a Marsella y, desde allí, zarpará hacia Estados Unidos, donde pronto se casará con la millonaria. Max nunca verbalizó el desgarro de esa separación, tal vez hay que rastrearlo en los tótemes petrificados de su obra. 

En el cotolengo del doctor Morales, la mente soltando fuegos artificiales de Leonora trastornó a casi todos los cuerdos que vegetaban por allí. Un día Carrington pegó una paliza monumental a un «idiota congénito » que le pusieron de perro guardián: «el idiota huyó llorando, cubierto de sangre y lleno de arañazos. (...) Me dijeron que después de esa batalla, prefería la muerte antes que acercarse a mí», cuenta en sus memorias. Se veía con cabeza de potro blanco y aprovechó un traslado a otro psiquiátrico para engañar a su cancerbero; salvándose de la violación intentada por su guardián, acudió a la embajada de México en Portugal. 

Recuperó de golpe su lucidez poética, se casó con el diplomático y escritor Renato Leduc para conseguir el visado y se marchó a México, donde no le salieron ancas de caballo y siguió plasmando en la pintura su poderosa imaginación.
En México, se casó con el fotógrafo húngaro Chiqui Weisz, padre de sus dos hijos. En su tierra de acogida nunca ha dejado de crear y entabló amistad con Octavio Paz, María Félix y tantos otros que ven en ella a una indomable vanguardista. Allí sigue viviendo con 93 años, flotando sobre su autorretrato juvenil con botas de montar y melena de novia del viento, espantando delirios, salvada para siempre del ajusticiamiento de la feroz locura.