Las células inmortales de Henrietta Lacks
(Un artículo de Carlos
Manuel Sánchez en el XLSemanal del 2 de mayo de 2010)
Henrietta Lacks murió de
cáncer hace medio siglo en Estados Unidos, pero las células que la mataron
siguen misteriosamente vivas... y han salvado a millones de personas. Esta es la
increíble historia de una mujer prácticamente analfabeta cuyos tejidos son investigados
por todos los laboratorios del mundo.
Una lluviosa mañana de
enero de 1951, David Lacks, un afroamericano que trabajaba en un astillero de
Baltimore (EE .UU.), aparcó su viejo Buick bajo un roble en los alrededores del
hospital John Hopkins, el único de la ciudad que admitía a pacientes de color.
Su mujer, Henrietta Lacks, de 31 años y madre de cinco hijos, se tapó la cabeza
con una chaqueta y corrió bajo el aguacero. «Tengo un nudo ahí abajo. ¿Puede mirármelo
un médico?», le dijo a la recepcionista del ala para negros. Durante un año
había estado quejándose de dolores vaginales. La habían estado tratando con
penicilina, sospechando que David le hubiese contagiado la sífilis. Pero los
dolores no remitieron. Una fuerte hemorragia la asustó.
Así comienza la historia
más rocambolesca de la medicina moderna. La periodista Rebecca Skloot ha
investigado durante diez años lo que sucedió con esta mujer y con su familia,
ninguneadas por los científicos que se aprovecharon de su legado. El resultado
es un libro explosivo: The inmortal life
of Henrietta Lacks, que está arrasando en Estados Unidos. Los ingredientes:
ciencia, ética, negocio y racismo.
Acostada en el
quirofanillo, Henrietta se sometió al examen de un ginecólogo que, ayudado de
un espéculo, descubrió una pequeña dureza de un intenso color púrpura y tan
delicada que sangraba al más mínimo roce. El médico cortó un pedacito y mandó
la biopsia al laboratorio patológico. Una semana más tarde, los resultados: un
tumor maligno. Henrietta no dijo nada a su familia. Siguió cuidando de los
suyos mientras pudo. Tres meses más tarde, la dureza había crecido hasta
convertirse en un carcinoma que crecía a un ritmo aterrador. Era de! tipo
invasivo. EI peor. Fue ingresada para someterla a radioterapia.
En el John Hopkins
trabajaba un matrimonio de investigadores, los doctores George y Margaret Gey.
Llevaban treinta años persiguiendo una quimera: cultivar células malignas fuera
del cuerpo, confiando en que algún día sirvieran para curar el cáncer. Pero la
mayoría de las células moría rápidamente. Sin embargo, los Gey eran tenaces.
Estaban obsesionados con lograr la primera línea celular inmortal humana. No
les importaba de qué tejido la extraerían. Otros médicos del hospital les
enviaban las biopsias de sus pacientes.
Durante su primera
sesión de radioterapia, Henrietta fue anestesiada y colocada en una mesa de
operaciones, con las piernas abiertas y atadas a unos estribos. El cirujano
Lawrence Wharton dilató su cuello uterino y lo preparó para insertarle un tubo
de un metal radiactivo envuelto en gasas, al tiempo que conectaba un catéter a
su vejiga para que pudiese orinar. Mientras la enferma estaba inconsciente,
Wharton cogió un bisturí y cortó dos pedacitos de cérvix del tamaño de una
moneda: uno del tumor y otro de tejido sano. Luego los colocó en una placa de
Petri y los envió con una enfermera al laboratorio de George y Margaret Gey.
Con ayuda de un
escalpelo, las biopsias fueron troceadas en rebanadas de un milímetro cuadrado,
insertadas en una pipeta y mezcladas con una gota de sangre de pollo. Los
cultivos fueron repartidos en varios tubos de ensayo y etiquetados con la leyenda
HeLa, por el nombre y apellido de la donante.
Durante varios días
estuvieron en una incubadora hasta que una mañana, examinados al microscopio,
aparecieron unos anillos con forma de huevo frito. Las células tumorales habían
sobrevivido. Y no sólo eso, se estaban reproduciendo a una velocidad pasmosa. A
la mañana siguiente hubo que repartir el contenido de cada tubo en dos para que
tuviesen espacio donde seguir creciendo. Después, en cuatro tubos; más tarde, en ocho... George y Margaret no podían
creerlo. Cada 24 horas las células de Henrietta se duplicaban. Esas células crecían
con igual ímpetu en el laboratorio y en el cuerpo de su dueña, que en pocos
meses tenia metástasis en todos sus órganos. Henrietta Lacks murió el 4 de
octubre de 1951. La casualidad quiso que ese mismo día el doctor George Gey
anunciase ante las cámaras de televisión el descubrimiento de las primeras células
capaces de sobrevivir sin el soporte vital del cuerpo y que, además, no
envejecían. Era el comienzo de una nueva era en la investigación biomédica.
El matrimonio Gey
comenzó a enviarlas por correo a sus Colegas. Gratis. Todo, por el bien de la
ciencia. La demanda aumentó. Al año siguiente estaban mandando 20.000 tubos semanales
de HeLa a todo el mundo, unos seis billones de células. En la actualidad, casi
no existe laboratorio que no tenga. Hay tantas que, puestas una detrás de otra,
darían la vuelta al mundo tres veces. Los Gey fueron de los pocos que no se
aprovecharon comercialmente de las células de Henrietta, que desde entonces se
venden y compran en todas partes. Existen más de 17.000 patentes relacionadas
con esta línea celular. Los ingresos para las compañías farmacéuticas han sido
milmillonarios, pero también los beneficios para la humanidad.
Las células HeLa sirvieron
para desarrollar la primera vacuna contra la poliomielitis; se han utilizado en
la elaboración de medicamentos contra decenas de enfermedades, entre ellas el
párkinson, la leucemia, el cáncer, el sida, la gripe, el herpes, la hemofilia, la
tuberculosis y la apendicitis; impulsaron la investigación genética y la nanotecnología,
así como los estudios relacionados con la longevidad y la clonación; e incluso
han sido enviadas a misiones espaciales para estudiar su comportamiento con
gravedad cero.
También tienen su
reverso. Por su extraordinaria virulencia, son difíciles de controlar. Pueden
contaminar otras cepas y arruinar experimentos y laboratorios enteros. Se calcula
que entre un diez y un veinte por ciento de todos los cultivos in vitro del
mundo están contaminados con células HeLa. Este inconveniente estuvo a punto de
causar un incidente diplomático durante la Guerra Fría. Estados Unidos y la
Unión Soviética habían: empezado a cooperar en la lucha contra el cáncer.
Científicos de ambos países intercambiaron cultivos, pero todas las líneas
celulares estaban contaminadas. El presidente norteamericano Richard Nixon
pidió el teléfono rojo para poner de vuelta y media a su homólogo ruso.
Nadie le pidió permiso a
Henrietta para utilizar su biopsia. ¿Por qué molestarse? Era pobre,
prácticamente analfabeta y descendiente de esclavos en una plantación de
tabaco. Probablemente hubiera dado su autorización de todas formas, porque
también era una mujer bondadosa, pero nadie se molestó en informarla. Y lo peor
es que no hay constancia de que nadie le contase, antes de morir, que sus
células eran técnicamente inmortales y que podrían salvar millones de vidas.
Hubiera sido un consuelo. Tampoco nadie le dijo nada a sus hijos, que se
enteraron por casualidad décadas después del fallecimiento de su madre. Al
principio, la familia se sintió orgullosa, pero también dolida. Nadie les dio
nunca las gracias y no han visto ni un euro, ni siquiera tienen seguro médico.
Su hija Deborah lo explica: «No puedo enfadarme con la ciencia, porque ayuda a
salvar vidas. Y yo estoy enferma. Soy una farmacia ambulante. Necesito un
montón de medicinas y no estaría viva si alguien no se hubiese molestado en
investigarlas. Pero no mentiré. Me gustaría tener un seguro médico para no
pagar tanto como pago cada mes por comprar unos medicamentos que, en cierto
modo, mi madre ayudó a fabricar».
Las compañías farmacéuticas
argumentan que esas células son un accidente biológico, no algo que la señora
Lacks inventase. ¿Por
qué habría que remunerar a su familia?, preguntan. Al fin y al cabo, sólo eran
unos tejidos enfermos. ¿Qué pasaría, por ejemplo, con la donación de órganos si
los familiares de los fallecidos exigiesen dinero? Además, estas células han
sido cultivadas y purificadas, lo que requiere una fuerte inversión. Y los laboratorios
tienen todo el derecho a sacar partido de sus investigaciones.
Hasta ahora, los
tribunales les han dado la razón. El precedente más famoso es el de John Moore,
un paciente de leucemia que en los ochenta se querelló contra su oncólogo al
descubrir que éste había patentado una línea celular derivada de tejidos de su
bazo y que ha generado hasta hoy unos 3.000 millones de dólares. Los jueces se
pusieron de parte del médico. Y aunque los protocolos de consentimiento informado
se han hecho más estrictos en los últimos años, cualquier biopsia, muestra de
sangre, cultivo o desecho biológico puede ser utilizado libremente para
investigar. De hecho, en 1999 se calculó que sólo en los laboratorios
estadounidenses había almacenados unos 307 millones de tejidos de 178 millones
de personas. Pero cada vez más gente piensa que los tejidos humanos deberían
estar protegidos con una figura jurídica semejante a la de los derechos de
autor.
Cincuenta años después
de que Henrietta Lacks muriese, su hija Deborah tuvo por fin la oportunidad de
ver el legado que su madre. Un empleado del laboratorio del hospital John Hopkins
abrió una nevera y le mostró miles de viales. Cada uno contenía millones de células
HeLa. «Dios mío, no puedo creer que todo eso sea mi madre», dijo Deborah. Cuando
el investigador le dio uno de los viales congelados, la hija, instintivamente,
preguntó: «¿Tienes frío?». Y sopló el tubo para calentarlo.
0 Comments:
Publicar un comentario
<< Home