Ego: el enemigo de los ejecutivos
(Parte de la
columna de Pablo Rodríguez Suanzes en el suplemento económico de El Mundo del
13 de diciembre de 2009)
¿Se acuerdan de Daniel Dravot? Era un inglés barbarroja, que
con su amigo vagabundo Peachey Carnehan se adentró en Kafiristán subido a una
mula. Atravesaron el Hindu Kush, un territorio situado al occidente de
Afganistán. «Les harán pedazos», les advirtió Rudyard Kipling.
Pero Dravot y Carnehan no le escucharon. Querían ser reyes
de Kafiristán. Llegaron a formar un ejército y a disfrutar de una enorme
riqueza. Les adoraron como a dioses. Como Dravot deseaba dejar descendencia pidió
desposarse con una mujer kafir. Los habitantes le dijeron que herviría la
sangre de la mujer y ella moriría, porque los dioses no podían mezclarse con
mortales. Cuando Dravot estaba a punto de tomar la mano de la mujer, ésta,
muerta de miedo, le mordió la oreja, y al ver que del dios manaba sangre, los
kafiristanos supieron que Dravot era un vulgar hombre: le obligaron a permanecer
en medio de un puente sobre un abismo hasta que cortaron las sogas de sujeción.
Y Peachey Carnehan vio cómo su amigo caía «dando vueltas y más vueltas, 20.000
millas, porque tardó media hora en caer hasta que se estrelló contras las
aguas».
Es lo que cuenta Rudyard Kipling en el relato El hombre que quería ser rey, llevado al
cine por John Huston, con la interpretación de Sean Connery y Michael Caine.
Algunos piensan que ese relato es una parábola sobre el engreimiento y la
soberbia. «No voy a hacer de ellos una nación», decía Dravot poco después de
ser coronado. «Voy a hacer un imperio». Dravot esperaba ser recibido por la reina
Victoria. «¡Oh, es una cosa grande! ¡Te digo que es grande!», confesaba
borracho de sueños.
El mundo de la empresa está lleno de Daniel Dravots. El
éxito profesional conduce a la hipertrofia del ego y al final hace perder el
sentido de la realidad a muchos ejecutivos que acaban como el atrevido inglés, pensando
que son semidioses y que sus decisiones son como los rayos de Zeus: inapelables.
«El ego desea aparentar buena forma, ser correcto, no
cometer errores, no admitir fallos, mantener el control o parecer que se lo tiene
durante todo el tiempo», afirma Tim Connor, autor de varios libros de gestión empresarial.
Mientras el futuro sea predecible y se ajuste a esas predicciones, las cosas
irán bien. Los problemas llegan debido a que todo cambia, cuando nos sumergimos
en las aguas de lo imprevisto.
Cambian los gobiernos y sus leyes, el tiempo, la
personalidad de los empleados, la tecnología, los competidores, las actitudes de
los clientes... «Si pudiésemos mantener el control de todo esto, nunca tendríamos
fallos en nuestros negocios, no perderíamos clientes, tampoco tendríamos
empleado infelices, proveedores enfadados y contables frustrados», añade
Connor.
¿Cómo reacciona el ego ante esas fuerzas saboteadoras del
cambio? Mal. No admite la posibilidad de cometer fallos, teme a los subordinados
que tienen mejores ideas, no quiere ceder control y sospecha que la empresa
está llena de conspiradores.
Los psicólogos que han atendido casos de neurosis dicen que
un ego hipertrofiado es el mal de las empresas y el origen de muchos fracasos.
Los ejecutivos no quieren admitir sus errores (la inseguridad crea monstruos),
y entonces surge la sombra, la parte oscura de nuestra personalidad, que toma
la e mefistofélica del jefe cabreado, insultante, amenazador y neurótico. Todos
tenemos una sombra, que es una especie de sentina donde se guarda aquello que
no sale a luz. El equilibrio psíquico consiste en conocer nuestra sombra, es
decir, admitir y nuestros errores, conocer nuestras virtudes, y ponerlas a
trabajar en la organización.
El psicólogo Carl Jung cuenta el caso de un paciente que
soñaba con un tren. Este ejecutivo avisaba al maquinista de que el tren iba a
descarrilar y, en efecto, al tomar una curva, los vagones se bamboleaban y descarrilaban.
Jung descubrió el significado de aquel sueño: que la cabeza de su paciente (el
maquinista) estaba llena de ambiciones y no hacía caso al equilibrio interior. Era
un ejecutivo que procedía de una familia de campesinos y que se había abierto
paso duramente en la vida a través de grandes conquistas profesionales. Pero el
ego lo empujaba a ascender más y más, a tomar más riesgos, a crecerse
falsamente. Jung le recomendó que no aceptase más ascensos porque su sombra le
estaba diciendo a través de los sueños, que no estaba preparado para ello. El
paciente no le escuchó y años después Jung supo que el hombre estaba postrado
en la miseria anímica y era un fracasado.
Los hombres suelen ser víctimas de su ego, pues aceptar
retos forma parte de su voluntad de poder y de su masculinidad. Deben
demostrarse que valen. Las mujeres suelen ser más sensatas, tan sensatas, que
muchas veces no aceptan riesgos a pesar de estar más preparadas que los hombres.
Una de las formas más fáciles de caer en la trampa del ego
es dejarse llevar por la adulación. Postrarse ante la opinión de los demás.
Creerse más olímpico de lo que uno es. No tener los pies en la tierra.
Cuenta Colin Powell en sus memorias (My American journey), que cuando fue nombrado general le dieron un
despacho decorado con horripilantes cuadros. Cada vez que entraba alguien de rango
inferior, elogiaba su buen gusto en la decoración. Powell se dio cuenta de que
la adulación es algo que surge con cualquier jefatura, y mientras más alto
llegue uno, más adulaciones recibe. Todo ello sobrealimenta el ego, y lo engorda
hasta convertirlo en un caso de obesidad mórbida profesional. «Si dejas que ego
se meta en tu propio puesto, cuando tu puesto se esfume tu ego se irá con él»,añade
Powell en sus Lecciones de Liderazgo.
¿Cómo se combate esta enfermedad? No es fácil. Se requiere
una gran dosis de autocontrol para dominar el Daniel Dravot que encerramos en
la parte oscura; admitir las limitaciones. «Sólo puede resistir», decía Jung, «aquél que no se acantona en el exterior
sino que se apoya en su mundo interior y posee en él un puerto seguro».
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