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viernes, febrero 21

Ego: el enemigo de los ejecutivos



(Parte de la columna de Pablo Rodríguez Suanzes en el suplemento económico de El Mundo del 13 de diciembre de 2009)

¿Se acuerdan de Daniel Dravot? Era un inglés barbarroja, que con su amigo vagabundo Peachey Carnehan se adentró en Kafiristán subido a una mula. Atravesaron el Hindu Kush, un territorio situado al occidente de Afganistán. «Les harán pedazos», les advirtió Rudyard Kipling. 

Pero Dravot y Carnehan no le escucharon. Querían ser reyes de Kafiristán. Llegaron a formar un ejército y a disfrutar de una enorme riqueza. Les adoraron como a dioses. Como Dravot deseaba dejar descendencia pidió desposarse con una mujer kafir. Los habitantes le dijeron que herviría la sangre de la mujer y ella moriría, porque los dioses no podían mezclarse con mortales. Cuando Dravot estaba a punto de tomar la mano de la mujer, ésta, muerta de miedo, le mordió la oreja, y al ver que del dios manaba sangre, los kafiristanos supieron que Dravot era un vulgar hombre: le obligaron a permanecer en medio de un puente sobre un abismo hasta que cortaron las sogas de sujeción. Y Peachey Carnehan vio cómo su amigo caía «dando vueltas y más vueltas, 20.000 millas, porque tardó media hora en caer hasta que se estrelló contras las aguas». 

Es lo que cuenta Rudyard Kipling en el relato El hombre que quería ser rey, llevado al cine por John Huston, con la interpretación de Sean Connery y Michael Caine. Algunos piensan que ese relato es una parábola sobre el engreimiento y la soberbia. «No voy a hacer de ellos una nación», decía Dravot poco después de ser coronado. «Voy a hacer un imperio». Dravot esperaba ser recibido por la reina Victoria. «¡Oh, es una cosa grande! ¡Te digo que es grande!», confesaba borracho de sueños. 

El mundo de la empresa está lleno de Daniel Dravots. El éxito profesional conduce a la hipertrofia del ego y al final hace perder el sentido de la realidad a muchos ejecutivos que acaban como el atrevido inglés, pensando que son semidioses y que sus decisiones son como los rayos de Zeus: inapelables.
«El ego desea aparentar buena forma, ser correcto, no cometer errores, no admitir fallos, mantener el control o parecer que se lo tiene durante todo el tiempo», afirma Tim Connor, autor de varios libros de gestión empresarial. Mientras el futuro sea predecible y se ajuste a esas predicciones, las cosas irán bien. Los problemas llegan debido a que todo cambia, cuando nos sumergimos en las aguas de lo imprevisto. 

Cambian los gobiernos y sus leyes, el tiempo, la personalidad de los empleados, la tecnología, los competidores, las actitudes de los clientes... «Si pudiésemos mantener el control de todo esto, nunca tendríamos fallos en nuestros negocios, no perderíamos clientes, tampoco tendríamos empleado infelices, proveedores enfadados y contables frustrados», añade Connor. 

¿Cómo reacciona el ego ante esas fuerzas saboteadoras del cambio? Mal. No admite la posibilidad de cometer fallos, teme a los subordinados que tienen mejores ideas, no quiere ceder control y sospecha que la empresa está llena de conspiradores. 

Los psicólogos que han atendido casos de neurosis dicen que un ego hipertrofiado es el mal de las empresas y el origen de muchos fracasos. Los ejecutivos no quieren admitir sus errores (la inseguridad crea monstruos), y entonces surge la sombra, la parte oscura de nuestra personalidad, que toma la e mefistofélica del jefe cabreado, insultante, amenazador y neurótico. Todos tenemos una sombra, que es una especie de sentina donde se guarda aquello que no sale a luz. El equilibrio psíquico consiste en conocer nuestra sombra, es decir, admitir y nuestros errores, conocer nuestras virtudes, y ponerlas a trabajar en la organización.

El psicólogo Carl Jung cuenta el caso de un paciente que soñaba con un tren. Este ejecutivo avisaba al maquinista de que el tren iba a descarrilar y, en efecto, al tomar una curva, los vagones se bamboleaban y descarrilaban. Jung descubrió el significado de aquel sueño: que la cabeza de su paciente (el maquinista) estaba llena de ambiciones y no hacía caso al equilibrio interior. Era un ejecutivo que procedía de una familia de campesinos y que se había abierto paso duramente en la vida a través de grandes conquistas profesionales. Pero el ego lo empujaba a ascender más y más, a tomar más riesgos, a crecerse falsamente. Jung le recomendó que no aceptase más ascensos porque su sombra le estaba diciendo a través de los sueños, que no estaba preparado para ello. El paciente no le escuchó y años después Jung supo que el hombre estaba postrado en la miseria anímica y era un fracasado.

Los hombres suelen ser víctimas de su ego, pues aceptar retos forma parte de su voluntad de poder y de su masculinidad. Deben demostrarse que valen. Las mujeres suelen ser más sensatas, tan sensatas, que muchas veces no aceptan riesgos a pesar de estar más preparadas que los hombres. 

Una de las formas más fáciles de caer en la trampa del ego es dejarse llevar por la adulación. Postrarse ante la opinión de los demás. Creerse más olímpico de lo que uno es. No tener los pies en la tierra.
Cuenta Colin Powell en sus memorias (My American journey), que cuando fue nombrado general le dieron un despacho decorado con horripilantes cuadros. Cada vez que entraba alguien de rango inferior, elogiaba su buen gusto en la decoración. Powell se dio cuenta de que la adulación es algo que surge con cualquier jefatura, y mientras más alto llegue uno, más adulaciones recibe. Todo ello sobrealimenta el ego, y lo engorda hasta convertirlo en un caso de obesidad mórbida profesional. «Si dejas que ego se meta en tu propio puesto, cuando tu puesto se esfume tu ego se irá con él»,añade Powell en sus Lecciones de Liderazgo

¿Cómo se combate esta enfermedad? No es fácil. Se requiere una gran dosis de autocontrol para dominar el Daniel Dravot que encerramos en la parte oscura; admitir las  limitaciones. «Sólo puede resistir», decía  Jung, «aquél que no se acantona en el exterior sino que se apoya en su mundo interior y posee en él un puerto seguro».