El éxito, ¿es cuestión de suerte?
(Un artículo de Carlos Salas en el suplemento económico de
El Mundo del 7 de diciembre de 2008)
La Humanidad tiene una deuda enorme con el Club de Madres de
Lakeside. A finales de los años 60, estas norteamericanas reunieron los ahorros
de una rifa y compraron un terminal llamado ASR-33 que regalaron a la escuela
del pueblo. Era una máquina de escribir electrónica unida a un tosco ordenador
con una impresora.
Uno de los chicos que decidió pasar su tiempo en esta
máquina se llamaba Bill Gates. Con sus conocimientos del lenguaje de ordenador
Basic, Gates se puso a programar juegos para sus amigos y, poco a poco, le fue
picando el gusanillo. Lo que vino después ya es historia: Gates y sus amigos
fundaron Microsoft, crearon programas para ordenador y hoy sus productos están
en el 80% de las máquinas del mundo.
¿Qué habría pasado si las madres de Lakeside no hubieran regalado
ese aparato a la escuela? Esto da que pensar. Hay historias de éxito que
dependen del azar. Por ejemplo la penicilina. El doctor Fleming había dejado unos
cultivos bacterianos en su laboratorio, y un día, al salir, se dejó la puerta
abierta. Un tipo de hongo con el que estaban trabajando sus colegas en el piso
superior viajó por el aire y accidentalmente cayó en la placa donde vivían bacterias.
Al regresar, el doctor Fleming comprobó que las bacterias estaban muertas a causa
del moho penicilium. Así nació la
penicilina, un antibiótico que ha salvado millones de vidas y que ha dado pie a
una industria farmacéutica de proporciones colosales. ¿Qué habría pasado si Fleming
no hubiera sido un despistado?
Dan Brown era compositor y cantante pero le molestaba salir
a un escenario. Durante un viaje a Tahití leyó un libro de Sydney Sheldon titulado
La conspiración del Juicio Final y al
terminarlo se dijo: «Yo puedo hacer algo así». Entonces, volcó sus esfuerzos en
la literatura hasta que escribió varias obras sin mucho éxito. Al final, dio con
la fórmula en El Código da Vinci y
ahora ya puede decir que no sabe lo que son las preocupaciones. ¿Habría conseguido
escribir el best seller si no hubiera
viajado a Tahití?
Muchos de ustedes pensarán, al hilo de los ejemplos
anteriores, que si no hubieran sido Gates, Fleming o Brown, habrían sido otros y
al final se habría descubierto un programa de ordenador parecido al Windows, un
antibiótico y un best seller. Otros
pensarán que no hay éxito sin un trabajo duro.
Partidarios de esto último son los españoles Alex Rovira y
Fernando Trías de Bes que escribieron hace unos años un libro titulado La buena suerte (Urano). Traducido a 18 idiomas,
se ha vendido en 40 países y ha tenido un éxito rotundo. Después de hablar con
cientos de personas, los autores trataron de identificar las causas de la buena
suerte. Escribieron una fábula y al final presentaron 10 reglas que se pueden
resumir en una: hay que trabajarse la buena suerte.
Porque una cosa es la suerte, como la Lotería, y otra la
buena suerte, que es el empeño en crear las circunstancias para que nos pasen
cosas positivas.
En el mundo de los negocios, hay golpes de suerte que son insólitos.
Pero siempre hay una persona que se fija en algo que los demás no dan importancia.
Creo que ésa es una de las claves del éxito.
La historia del post-it
es un ejemplo. El científico de 3M Spencer Silver había descubierto un adhesivo
suave que podía ser usado varias veces pero nadie en la compañía le dio importancia.
Un día, Art Fry, uno de sus colegas, estaba en la iglesia tratando de cantar a
coro los himnos con un libro de salmodias, pero los marcapáginas se le caían a
cada rato. En ese momento pensó en el invento de Silver y rescató el post-it. Hoy es universal.
¿Lo llamarían buena suerte?
Creo que gran parte de los productos que nacen cada año y
que se convierten en éxitos populares se deben a revelaciones. No son revelaciones
místicas, pero desde luego, son ocurrencias que muchas veces no tienen nada que
ver con la lógica. Llega un momento en que las ideas se ordenan de otro modo en
la cabeza y producen una luz que todos conocemos muy bien, pues la solemos dibujar
como una bombilla.
Cada vez que veo un capítulo de la serie House, me doy cuenta de que sus grandes soluciones
a enfermedades indetectables, se deben a revelaciones. El gatillo que desata esas
revelaciones siempre es un suceso externo en que se fijan los ojos de House y que se asocia a la solución.
Aunque parezca increíble, gran parte de los avances
científicos se han debido a asociaciones que nacen sin ton ni son, sin causa, sin
lógica.
Werner Heisenberg tuvo Ia revelación de su principio de indeterminación
en medio de un ataque alergia colosal que le produjo fiebres profundas. Muchos científicos
describen en sus biografías que llegaron a sus fórmulas y descubrimientos en
medio de sueños, procesos febriles, casualidades o golpes de fortuna o de
manzanas. Pero una cosa es tener la ocurrencia, y otra ponerla en marcha. En el
mundo de la empresa, la diferencia es una cuestión de constancia. El nuevo
libro de Malcolm Gladwell, autor de La frontera
del éxito e Intuición, va por ahí. Se titula Outliers (Hachette Book) y se fija en las personas que han tenido éxito:
¿fue fortuito o se debía a su talento? En una entrevista reciente Gladwell daba
la respuesta: entre el amateur y el
profesional hay 10.000 horas de trabajo. «Nadie ha sido un maestro de ajedrez sin
haber jugado por 10 años» (se puede leer en The
Wall Street Journal en español).
Eso me recuerda lo que me dijo una vez Justo Yúfera,
fundador de Seur. En la posguerra se le ocurrió que podía llevar y traer paquetes
personalmente por tren de Madrid a Barcelona y viceversa en 24 horas. «¿Y para qué
quiero yo tener ese paquete allí tan pronto?», respondieron sus potenciales
clientes. En aquella época no había prisa. Fracasó. Tuvo que esperar 30 años
para ver que su invento fructificaba. Y entonces la gente le solía decir: «iQué
suerte tuviste con la idea del transporte urgente!». Y él respondía: «¡Qué casualidad!,
mientras más trabajo, más suerte tengo».
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