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domingo, febrero 16

El éxito, ¿es cuestión de suerte?



(Un artículo de Carlos Salas en el suplemento económico de El Mundo del 7 de diciembre de 2008)

La Humanidad tiene una deuda enorme con el Club de Madres de Lakeside. A finales de los años 60, estas norteamericanas reunieron los ahorros de una rifa y compraron un terminal llamado ASR-33 que regalaron a la escuela del pueblo. Era una máquina de escribir electrónica unida a un tosco ordenador con una impresora. 

Uno de los chicos que decidió pasar su tiempo en esta máquina se llamaba Bill Gates. Con sus conocimientos del lenguaje de ordenador Basic, Gates se puso a programar juegos para sus amigos y, poco a poco, le fue picando el gusanillo. Lo que vino después ya es historia: Gates y sus amigos fundaron Microsoft, crearon programas para ordenador y hoy sus productos están en el 80% de las máquinas del mundo. 

¿Qué habría pasado si las madres de Lakeside no hubieran regalado ese aparato a la escuela? Esto da que pensar. Hay historias de éxito que dependen del azar. Por ejemplo la penicilina. El doctor Fleming había dejado unos cultivos bacterianos en su laboratorio, y un día, al salir, se dejó la puerta abierta. Un tipo de hongo con el que estaban trabajando sus colegas en el piso superior viajó por el aire y accidentalmente cayó en la placa donde vivían bacterias. Al regresar, el doctor Fleming comprobó que las bacterias estaban muertas a causa del moho penicilium. Así nació la penicilina, un antibiótico que ha salvado millones de vidas y que ha dado pie a una industria farmacéutica de proporciones colosales. ¿Qué habría pasado si Fleming no hubiera sido un despistado? 

Dan Brown era compositor y cantante pero le molestaba salir a un escenario. Durante un viaje a Tahití leyó un libro de Sydney Sheldon titulado La conspiración del Juicio Final y al terminarlo se dijo: «Yo puedo hacer algo así». Entonces, volcó sus esfuerzos en la literatura hasta que escribió varias obras sin mucho éxito. Al final, dio con la fórmula en El Código da Vinci y ahora ya puede decir que no sabe lo que son las preocupaciones. ¿Habría conseguido escribir el best seller si no hubiera viajado a Tahití?
Muchos de ustedes pensarán, al hilo de los ejemplos anteriores, que si no hubieran sido Gates, Fleming o Brown, habrían sido otros y al final se habría descubierto un programa de ordenador parecido al Windows, un antibiótico y un best seller. Otros pensarán que no hay éxito sin un trabajo duro. 

Partidarios de esto último son los españoles Alex Rovira y Fernando Trías de Bes que escribieron hace unos años un libro titulado La buena suerte (Urano). Traducido a 18 idiomas, se ha vendido en 40 países y ha tenido un éxito rotundo. Después de hablar con cientos de personas, los autores trataron de identificar las causas de la buena suerte. Escribieron una fábula y al final presentaron 10 reglas que se pueden resumir en una: hay que trabajarse la buena suerte. 

Porque una cosa es la suerte, como la Lotería, y otra la buena suerte, que es el empeño en crear las circunstancias para que nos pasen cosas positivas. 

En el mundo de los negocios, hay golpes de suerte que son insólitos. Pero siempre hay una persona que se fija en algo que los demás no dan importancia. Creo que ésa es una de las claves del éxito. 

La historia del post-it es un ejemplo. El científico de 3M Spencer Silver había descubierto un adhesivo suave que podía ser usado varias veces pero nadie en la compañía le dio importancia. Un día, Art Fry, uno de sus colegas, estaba en la iglesia tratando de cantar a coro los himnos con un libro de salmodias, pero los marcapáginas se le caían a cada rato. En ese momento pensó en el invento de Silver y rescató el post-it. Hoy es universal. 

¿Lo llamarían buena suerte? 

Creo que gran parte de los productos que nacen cada año y que se convierten en éxitos populares se deben a revelaciones. No son revelaciones místicas, pero desde luego, son ocurrencias que muchas veces no tienen nada que ver con la lógica. Llega un momento en que las ideas se ordenan de otro modo en la cabeza y producen una luz que todos conocemos muy bien, pues la solemos dibujar como una bombilla. 

Cada vez que veo un capítulo de la serie House, me doy cuenta de que sus grandes soluciones a enfermedades indetectables, se deben a revelaciones. El gatillo que desata esas revelaciones siempre es un suceso externo en que se fijan los ojos de House y que se asocia a la solución.
Aunque parezca increíble, gran parte de los avances científicos se han debido a asociaciones que nacen sin ton ni son, sin causa, sin lógica. 

Werner Heisenberg tuvo Ia revelación de su principio de indeterminación en medio de un ataque alergia colosal que le produjo fiebres profundas. Muchos científicos describen en sus biografías que llegaron a sus fórmulas y descubrimientos en medio de sueños, procesos febriles, casualidades o golpes de fortuna o de manzanas. Pero una cosa es tener la ocurrencia, y otra ponerla en marcha. En el mundo de la empresa, la diferencia es una cuestión de constancia. El nuevo libro de Malcolm Gladwell, autor de La frontera del éxito e Intuición, va por ahí. Se titula Outliers (Hachette Book) y se fija en las personas que han tenido éxito: ¿fue fortuito o se debía a su talento? En una entrevista reciente Gladwell daba la respuesta: entre el amateur y el profesional hay 10.000 horas de trabajo. «Nadie ha sido un maestro de ajedrez sin haber jugado por 10 años» (se puede leer en The Wall Street Journal en español). 

Eso me recuerda lo que me dijo una vez Justo Yúfera, fundador de Seur. En la posguerra se le ocurrió que podía llevar y traer paquetes personalmente por tren de Madrid a Barcelona y viceversa en 24 horas. «¿Y para qué quiero yo tener ese paquete allí tan pronto?», respondieron sus potenciales clientes. En aquella época no había prisa. Fracasó. Tuvo que esperar 30 años para ver que su invento fructificaba. Y entonces la gente le solía decir: «iQué suerte tuviste con la idea del transporte urgente!». Y él respondía: «¡Qué casualidad!, mientras más trabajo, más suerte tengo».