Blackwell: el “basurero humano” de Manhattan
(Un texto de Vanessa
Montfort en el suplemento Crónica de El Mundo del 23 de marzo de 2014)
La isla de Blackwell,
hoy Roosevelt Island, funcionó durante todo el siglo XIX, y hasta bien entrado
el XX, como una isla-presidio que albergaba un temido manicomio, un penal, un
reformatorio, varios asilos para pobres y un hospital de beneficencia dedicado a
enfermedades contagiosas. El basurero humano de una Nueva York que aún soñaba
con su estatua y sus rascacielos, y que empezaba a ser la ciudad más poblada
del mundo. Ubicada en el East River frente a Manhattan, en la llamada Hell's
Gate (la puerta del infierno), célebre por los cuentos de Washington Irving, Blackwell
tuvo presos tan ilustres como Mae West o Billie Holiday. Visitada y criticada por
escritores como Charles Dickens o la periodista Nellie Bly, fue ésta última quien,
en 1887, auspiciada por Joseph Pulitzer y su periódico The New York World, se infiltró en su manicomio para denunciar sus
abusos e inaugurar así el hoy llamado periodismo de investigación.
lncluso en el famoso cuadro
de Hopper Blackwell Island (1928), se
aprecian gran parte de los edificios que aún estaban en pie. De todo aquello hoy
sólo quedan algunas ruinas en una isla residencial con una de las vistas más
impresionantes del Skyline de Manhattan que pueden disfrutarse desde un
teleférico: aunque un viajero documentado se encontrará con parte del manicomio
transformado en apartamentos de lujo, con su faro intacto -ese que se cuenta
que construyó un paciente del manicomio llamado John McCarthy-, y terminará observando
las vistas desde el parque que se extiende ante la fachada del antiguo hospital
para enfermos de viruela (Smallpox
Hospital). Sólo las voces sofocadas de los que allí fueron condenados han
quedado atrapadas en viejas crónicas, grabados y antiguos daguerrotipos.
No es fácil encontrar fuentes
que hablen de Blackwell's Island. Para los propios neoyorquinos su historia es
una incógnita o ha preferido olvidarse. De hecho, suelen confundir su nombre o
su ubicación en el río. Eso mismo fue lo que me llamó la atención de esta isla
cuando la descubrí mientras me documentaba para mi novela anterior. Me
encontraba paseando por uno de los muelles del este de Manhattan cuando, al
sacar una foto del río, acerqué con el zoom de mi cámara unas ruinas de estilo
gótico, parecidas a las de la Catedral de San Patricio, que se encontraban en
una de las islas, al lado del agua: un imponente edificio sin techo, sólo
fachada, donde los árboles, enormes, habían crecido en su interior a su antojo,
y cuyas ramas salían por todas las ventanas. Me sorprendió que, conociendo como
conozco la ciudad, teniendo amigos y familia en la Gran Manzana, ni ellos ni yo
misma supiéramos darle nombre ni qué eran esas ruinas. Minutos después llegamos
a la isla en coche. En aquel momento, sólo una alambrada rota separaba estas
ruinas abandonadas de los paseantes y, sobre ella, un cartel torcido advertía
del peligro de derrumbe del antiguo Smallpox
Hospital (Hospital de Viruela) del siglo XIX.
Después de caminar un
rato por la isla y de disfrutar del espectáculo de un Manhattan tan cercano, al
otro lado descubrí por casualidad un pequeño quiosco, muy rudimentario si lo
comparamos con otros puntos de información turística de Nueva York. Una vez
dentro, me encontré rodeada de mapas antiguos de la isla, de rostros de
enfermeras, presos y niños que caminaban entre la bruma, y, entre ellos, un retrato
de Charles Dickens. Bajo éste, el rostro sonriente de la que luego supe que era
Judith Berdy, la autora del libro Roosevelt
lsland que me firmó allí mismo un ejemplar y a la que pregunté qué hacía
Charles Dickens entre todos aquellos retratos. Cuando me contó la historia de
la isla supe, inmediatamente, que en mi cabeza empezaba a escribirse la novela
que hoy se titula La leyenda de la isla sin
voz.
Hoy en día es la Roosevelt lsland Historical Society, impulsada
por la propia Berdy, quien se encarga de recopilar la documentación existente
que, en muchos casos, llega en forma de fotos que envían los descendientes de
los que fueron allí condenados. Desde que el gobernador de Nueva York Philip
Hone propuso en 1828 que se construyera un penal en la isla, fueron los propios
presos los que fueron levantando, uno a uno, los edificios a los que irían a
parar los más desposeídos de la ciudad. Los que eran destinados a la isla
llegaban al muelle en la conocida como Black
Maria, un carruaje negro y sin ventanas. Después, eran recogidos por una
barca de la penitenciaria impulsada a remo por presos de confianza que, según
relata Charles Dickens en sus Notas de América,
con sus uniformes a rayas, le parecieron entre la niebla «tigres desteñidos».
Para visitar Blackwell's
era necesario pedir un permiso especial (Department
of Public Charities and Correction), por lo tanto, estas instituciones no podían
ser tan controladas como las que estaban ubicadas en Manhattan.
Lo que seguramente no
pudo sospechar Nellie Bly cuando destapó el escándalo de las condiciones en las
que los presos vivían en la isla en 1887 era que ya en pleno siglo XX, aún
serían muchas las mujeres conocidas que seguirían pasando por Blackwell: desde Mae
West hasta Billie Holiday.
Por supuesto que hubo un
antes y un después de la investigación de Bly, aún así, algunas crónicas entre
1920 y 1930 aseguran que las bandas de prisioneros se habían hecho, literalmente,
con el control de la isla. Pero lo más llamativo de la última etapa de la isla
son los motivos por los que se podía ser condenado a Blackwell: Mae West, por ejemplo,
fue acusada y condenada a 10 días en su prisión en 1927 tras el polémico
estreno en Broadway de su obra Sex. Su
crimen fue el de «obscenidad y corrupción de la moral». Si bien es cierto que
la prensa hacía correr ríos de tinta con detalles sensacionalistas: se decía
que en la prisión habían autorizado a la actriz a llevar medias de seda en
lugar del uniforme y que comía caliente cada noche.
Más tarde, toda una leyenda
del jazz como Billie Holiday, aun siendo menor de edad, también fue destinada a
la isla en 1928. Cumpliría sus 13 años en el mismo penal por prostitución junto
a su madre. Fue allí donde, contra todo pronóstico, escuchó por primera vez las
grabaciones de Armstrong y Bessie Smith.
La realidad es que
muchas de las mujeres que fueron a parar a la isla, incluso en su época de
máximo apogeo en el siglo XIX, no llegaron a ella por delitos de sangre, sino
que fueron enviadas a Blackwell a cumplir condenas ejemplarizantes. Uno de esos
casos fue la anarquista Emma Goldman, quien a principios del siglo XX fue
condenada por hablar a favor del control de natalidad.
Otras personalidades de
la Nueva York decimonónica habían corrido la misma suerte: fue el caso de Ann Trow,
más conocida en la época como Madame Restell, por practicar abortos; o Ida C.
Craddock, cuyo delito fue escribir su muy famoso manual de sexo La noche de bodas, que fue considerado
«sucio, lascivo y vicioso». En su declaración, Craddock se hizo pasar por
demente para reducir su condena. Pero al final, esa claudicación de sus
principios la llevó a una suerte peor: como Restell, Craddock se suicidó no mucho
tiempo después de haber admitido su locura. Ocurrió después de que la
condenaran por otro de sus libros a seis años de cárcel, cuando no quiso pedir
disculpas ni considerarse a sí misma, y de nuevo, una enferma mental. Restell
se mataría en su casa de la 5ª Avenida, desollándose la garganta.
Para entender la
existencia de lugares como Blackwell's Island es necesario vislumbrar la postal
que era aquella Nueva York, tan distinta a la que nos ofrece la skyline manhataniana que hoy conocemos. Una
ciudad que empezaba a emerger como centro del mundo occidental: acababa de
finalizar la primera revolución industrial que hizo crecer las grandes ciudades
y disparó las migraciones internacionales; era una época en la que Nueva York
fue testigo de excepción del nacimiento de los grandes partidos políticos norteamericanos,
se replanteaba la esclavitud, vio crecer la Bolsa en una acera de Wall Street y
el liberalismo empezó a escribir unas reglas del juego que dibujarían el mapa
económico del Occidente actual. Aunque a esta isla, como en otros lugares ocultos
a los ojos de los ciudadanos, los progresos no llegaban con la misma celeridad.
Una Nueva York que era a su vez la tierra prometida y una ciudad peligrosa y empobrecida
golpeada por crisis periódicas y, también, uno de los lugares más superpoblados
del mundo. ¿Cómo reaccionaba ante esos mal llamados «excedentes de población»?:
Con islas como Blackwell. Esta Nueva York que empezaba a levantarse tras el
Pánico de Wall Street de 1837 provocado por una crisis especulativa nos sirve
de espejo, o al menos de posible origen, de la situación actual de Occidente.
Existen dos personajes, quizás
les primeros, que se atrevieron a hablar y criticar lugares como Blackwell's lsland. Uno de ellos fue Charles
Dickens. Viajó a la Isla en 1842 para visitar sus instituciones que describirla
brevemente en sus Notas de América. La
segunda fue la periodista Nellie Bly, quien a finales del XIX se infiltró en Blackwell
para escribir su sobrecogedora crónica Diez
días en un manicomio.
Cuando empecé a
documentarme por primera vez sobre esta isla, me sorprendieron los paralelismos
entre estos dos personajes: ambos nacieron con un estatus económico que
perdieron; la tutela de ambos fue retirada a sus progenitores; ambos conocieron
los abusos y la esclavitud infantil, y ello marcó sus vidas y su obra para
siempre; ambos se dedicaron al periodismo y denunciaron las condiciones de los huérfanos,
los enfermos mentales, los presos y los pobres en una época en la que aún se
luchaba por eliminar las diferencias de raza. Finalmente, ambos visitaron BlackwelI's lsland y denunciaron las
condiciones de los que allí estaban confinados pero en dos momentos distintos del
tiempo. Como si Nellie Bly hubiera recogido el testigo del «escritor de los
pobres».
Sabemos que Charles
realizó sólo dos viajes a Estados Unidos. Uno antes de la Guerra de Secesión y
otro después. Su primer viaje está ampliamente documentado a través de sus Notas de América cuya publicación le
costó un enfrentamiento con la prensa americana del momento. Por eso sabemos lo
emocionante que le resultó en principio la inesperada bienvenida que recibió en
el puerto por parte de sus lectores americanos.
Pero este mundialmente
conocido escritor de sólo 30 años era también ya un liberal convencido y un
filántropo muy concienciado con los más desprotegidos de la sociedad. Él mismo
arrastraba unos orígenes humildes que chocaban con la conservadora sociedad
victoriana del momento. Dickens soñaba con Estados Unidos como un primer
experimento de república liberal pero se encontró con un país esclavista.
Por eso, tanto en su
libro de viajes, como en las cartas personales que han salido recientemente a
la luz, nos encontramos a un escritor decepcionado. Tanto sus discursos antiesclavistas
como aquellos en los que proponía una ley de propiedad intelectual en Estados Unidos,
y muy concretamente, la polémica publicación de sus Notas de América, fueron muy mal recibidos en el «nuevo continente».
En aquel momento escribió a un buen amigo en Londres: «Soy un amante de la
libertad que se ha decepcionado». Sus libros americanos fueron un desastre de
ventas y la prensa estadounidense le atacó sin tregua. Fue la publicación de Cuento de Navidad, un año después, la
responsable de salvarle de un desastre financiero. Dickens no se reconcilió con
Estados Unidos hasta 25 años después, tras la Guerra de Secesión. La isla de Blackwell,
en cambio, siguió siendo durante mucho más tiempo un lugar al que aún no había
llegado esa libertad recién conquistada por los norteamericanos. Una isla sin
voz donde todo lo que ocurría, hasta la llegada de Nellie Bly, permanecía oculto
tras las caudalosas aguas del East River.
Por su parte, Nellie Bly
se convirtió, gracias a su trabajo en la isla de Blackwell, en un mito del
periodismo norteamericano. Bly, quien también sufrió abusos en su infancia, consiguió
su primer empleo como periodista al replicar con una carta al director a un
artículo misógino.
Fue apadrinada por el propio
Joseph Pulitzer y contratada en su periódico, The New York World. En sus páginas se convertiría en la madre del periodismo
de investigación con su crónica Diez días
en un manicomio: Nellie Sly consiguió ser declarada «demente» e infiltrarse
en el temido sanatorio de Blackwell para denunciar sus métodos. La crónica, que
fue publicada por entregas en su periódico, se convertiría más tarde en libro.
En este testimonio
sobrecogedor en primera persona, la periodista relata con qué ligereza y falta de
criterio se evaluaba la salud mental de las enfermas, cómo se las dejaba morir
de frio y anemia, las torturas a las que las sometían algunas enfermeras,
obligándolas a limpiar los edificios hasta desmayarse, e incluso cuenta cómo,
ante la falta de personal, se utilizaba a los presos del penal como celadores, quienes
frecuentemente las sometían a abusos.
Nellie Bly, como testigo
de excepción de lo que realmente ocurría tras los muros de la terrible isla de
Blackwell, logró dar voz a los que hasta entonces no la tenían, consiguió
llevar el caso hasta el Gran Jurado y las condiciones de los confinados en la
isla cambiaron para siempre.
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