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lunes, junio 16

Telescopios: 400 años mirando las estrellas



(Un texto de Francisco Javier Alonso en el XLSemanal del 23 de agosto de 2009)

En 1609 Galileo presentó el primer telescopio para observar el firmamento. Inició así una fascinante historia que hoy corona el observatorio de Canarias, el más grande del mundo. 

«Un tosco tubo con dos lentes de escasa calidad se había convertido, en las manos de un hombre de ingenio, en el más perturbador y revolucionario instrumento científico de todos los tiempos». Así explica la formidable presentación del telescopio de Galileo en 1609 el profesor Mariano Esteban Piñeiro, coordinador de Historia de la Ciencia y de la Técnica de la Universidad de Valladolid. En la actualidad, el tubo ya no es tosco ni, para ser precisos, un tubo. Los telescopios, como cualquier tecnología, han evolucionado mucho en 400 años.

En La Palma, a más de 2.000 metros de altura, por encima de un mar de nubes, se levanta un gigante de más de 40 metros de estatura y 500 toneladas de peso, con un poder de visión equivalente al de 4 millones de pupilas humanas. Es el Gran Telescopio Canarias (GTC), el más grande de los de su especie en todo el mundo, con un espejo primario segmentado de 10,4 metros de diámetro y casi 17 toneladas de peso. Tan largo tomo un autobús, pero con línea directa al pasado del firmamento.

El GTC del Instituto de Astrofísica de Canarias (IAC) se inauguró oficialmente hace un mes, pero la historia de sus antepasados comenzó hace ya cuatro siglos, cuando un matemático y físico cuarentón italiano, por entonces profesor de la Universidad de Padua e inventor del pulsómetro y termoscopio, se decidió a construir un instrumento que permitiera ver los objetos lejanos. Quizás lo hizo tras escuchar ciertos rumores de la existencia de aparatos similares en Holanda, pero él fue el primero en enfocarlo al cielo. Era un hábil artesano y fabricó rápidamente un primer modelo, se dice que con un tubo de órgano, para después perfeccionarlo en una segunda versión que presentó en Venecia el 21 de agosto de 1609, en la cima del Campanile de la Plaza de San Marcos. Con este «perspicillo», que ya conseguía ocho aumentos, la villa de Murano, situada a casi tres kilómetros, parecía estar a tan sólo 300 metros. ¿Magia? ¡No! Ciencia.

El hecho marcó un antes y un después en la astronomía. Y es que «la historia de esta ciencia es indiscernible del desarrollo tecnológico del telescopio», asegura Rafael Bachiller, Director del Observatorio Astronómico Nacional. Galileo ofreció su instrumento a la República de Venecia, muy interesada por las aplicaciones militares del objeto (los barcos podían verse dos horas antes que a simple vista). Poco después llegó su revolucionario paquete cósmico de las manos de su Mensajero Sideral (Sidereus Nuncius en latín), un librito de apenas 30 páginas que publicó en mayo de 1610 en el que daba cuenta de sus descubrimientos. Vio montañas en la Luna, en contradicción con la teoría imperante en la época según la cual todos los cuerpos celestes eran lisos y estaban compuestos por un 'éter' ultraterreno. Su telescopio le reveló tantas estrellas antes invisibles que, al intentar cartografiar las que distinguía en una sola constelación, la de Orión, debió abandonar y confesarse «abrumado por la vasta cantidad de astros». El Sol presentaba manchas que, por su desplazamiento, indicaban que giraba sobre sí mismo. Júpiter ya no estaba solo, sino rodeado de cuatro satélites («planetas mediceos»), como un pequeño sistema solar en miniatura, algo que los críticos de la cosmología heliocéntrica de Copérnico habían descartado porque sólo se admitían revoluciones alrededor de una estática Tierra. En definitiva, nuestro planeta dejaba de ocupar una gran parte de un universo pequeño para convertirse en una pequeña parte de un gran universo. Toda una revolución científica.

La carrera ya había comenzado. Galileo se puso a construir telescopios más potentes, pero no dominaba la teoría óptica y pronto otros lo superaron, como Johannes Kepler (1571 -1630), que diseñó uno con dos lentes convexas. Los refractores continuaron perfeccionándose y se fueron sucediendo diversos hallazgos. Christiaan Huygens (1629-1695) lo utilizó para descubrir los anillos de Saturno y el satélite más grande de este planeta, Titán, mientras que poco después Giovanni Cassini (1625-1712) encontró la división entre los anillos que lleva hoy su nombre utilizando un nuevo refractor del Observatorio de París. Pero este tipo de telescopios tenía un problema: la aberración cromática que producía el vidrio de las lentes. Para evitarla, se comenzaron a construir telescopios muy largos que acarreaban ciertas complicaciones técnicas. El que levantó Johannes Hevelius (1611 - 1687) en Danzig, por ejemplo, medía 46 metros, se manejaba con una grúa y se balanceaba cuando soplaba el viento. Demasiado aparatoso, sólo permitía vistazos fugaces.

El telescopio reflector (que utiliza espejos) de Isaac Newton cambió un poco el panorama. Más operativo, no sufría de aberración cromática y era sencillo de manejar y construir. En 1781, William Herschel descubrió Urano con un reflector con espejos fabricados por él mismo en el sótano de su casa, aunque una vez tuvo que huir de un río de metal fundido cuando el molde que usaba se resquebrajó. Medio siglo después, Lord Rosse consiguió fabricar un enorme telescopio con un espejo de 1,8 metros de diámetro en su finca de Irlanda, y durante el siglo XX las tecnologías de pulido del vidrio y del aluminizado hicieron posible la construcción de espejos cada vez mayores, como el telescopio Hale de Monte Palomar, y la introducción de la informática permitió gran precisión. Los ordenadores posibilitaron la construcción de espejos segmentados que se comportan como una única pieza gracias a la óptica activa; y nuevas técnicas, como la óptica adaptativa, permiten desde hace pocos años compensar el efecto de la atmósfera sobre la trayectoria de la luz mediante la deformación controlada del espejo. La diferencia equivale a mirar un objeto situado en el fondo de una piscina con o sin agua.

Hoy los telescopios más grandes cuentan con espejos de diez metros de diámetro y están tan automatizados que, al final del día, pueden desempolvar la óptica, abrir su cúpula, determinar el orden de las observaciones programadas, realizarlas y cerrarse en caso de lluvia, sin apenas intervención humana. «Todo ha sido calculado para que no haya la más mínima vibración ni degradación que altere las imágenes» observadas por el GTC, que, pese a pesar 500 toneladas, «se mueve como una pluma y ocupa el espacio de una catedral», asegura, orgulloso, el director del IAC, Francisco Sánchez. Con el GTC los científicos podrán acercarse al origen del universo y captar la luz de hace millones de años, como una máquina del tiempo. Pero los astrónomos ya piensan en la próxima generación de telescopios gigantes que permitirán llegar aún más lejos y ver tal vez cómo hemos llegado hasta aquí.