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domingo, junio 8

Amelia Earhart, la primera dama del aire



(Un texto de Begoña Alonso en la revista Paisajes de enero de 2010)

Moderna y elegante, hizo historia en un mundo de hombres... hasta su misteriosa desaparición. Amelia Earhart, cuya vida acaba de ser llevada al cine, fue la mujer más famosa de su época gracias a sus éxitos aéreos, que la consagraron como una de las mejores pilotos de la historia.

“Las mujeres deben pagar por todo. Logran más gloria que los hombres por hazañas similares, pero también más notoriedad cuando se estrellan”. Al pronunciar esta frase, la norteamericana Amelia Earhart no sabía que estaba resumiendo su propia vida. El 2 de julio de 1937, cuando se perdió misteriosamente en el Pacifico el rastro del avión con el que intentaba dar la vuelta al mundo, pasó de ser la aviadora más famosa del planeta a ser la más famosa de la historia. El destino deparaba esta sorpresa a una celebridad que había emprendido el reto por sus 40 años y con la intención de que fuera su último gran viaje como piloto profesional.

Nacida el 24 de julio de 1897 en Kansas, pasó su primera infancia con su abuela, que no aprobaba las aficiones de su nieta: subir a los árboles, cazar, montar en pony... A Earhart le gustaba fabricar cosas con sus manos, era una ávida lectora de Dickens y tenía un cuaderno con recortes de sus ídolos: mujeres que habían triunfado en mundos de hombres. Con once años, cuando vivía con sus padres en Iowa, vio por primera vez un avión. Fue en una feria local y, según comentó después, “esa cosa de madera y alambre oxidado no me resultó nada interesante”. Tras sus estudios en escuelas de señoritas de Chicago y Filadelfia, fue voluntaria durante la I Guerra Mundial.

En 1920 se mudó a California con sus padres. Allí se subió por primera vez a un aeroplano, aunque el gusanillo de la aviación había llegado años antes cuando, en una exhibición, un piloto bajó en picado a su lado: “Seguro que lo hizo para que yo saliera huyendo, pero yo me quedé ahí, de pie. Entonces no lo comprendí, pero creo que ese avión rojo me estaba hablando cuando pasó a mi lado”, recordaba Amelia. Aquel primer recorrido sobre Los Ángeles de diez minutos de duración fue determinante: “En cuanto despegamos, me di cuenta de que tenía que dedicarme a volar”, aseguró. Empezó a recibir lecciones de pilotaje y, a los seis meses, adquirió su primer aparato, un biplano Kinner Airster bautizado como 'Canary' (canario) por su color amarillo. En octubre de 1922 batió su primer récord, el femenino de altitud, con más de 4.600 metros (14.000 pies).

El divorcio de sus padres cortó en parte su prometedora progresión. Sin ganas de subirse a un avión, se marchó con su madre a Boston, donde, en 1925, consiguió un trabajo como asistente social. Allí comenzó a darse a conocer en todos los circulas locales de aviación, invirtiendo dinero incluso en una empresa que iba a construir un aeropuerto y a vender aviones Kinner en la ciudad.

La tarde del 27 de abril de 1928, recibió una llamada en el trabajo: “¿Le gustaría ser la primera mujer en cruzar volando el Atlántico?”, escuchó. Pensaba que era una broma pero, cuando supo quién hablaba, el capitán de aviación H.H. Railey, y las referencias que traía, se dio cuenta de que era verdad. Railey le llamaba de parte de George Putnam, quien a su vez trabajaba para Amy Guest, una aristócrata americana dueña de “Friendship” (amistad), un Fokker trimotor con el que quería sobrevolar el Atlántico. La familia Guest había convencido a Amy de que no lo hiciera, alegando sus 55 años de edad y su reputación, y ella renunció, a cambio de que fuera otra mujer en su lugar. Para buscarla se constituyó un comité al que pertenecía Putnam, un publicista y editor de Nueva York que había oído hablar de Earhart. Cuando Putnam la conoció, quedó entusiasmado por el extraordinario parecido físico de Amelia con Charles Lindbergh, el gran piloto del momento.

Y así, presentada en una enorme campaña publicitaria como “Lady Lindy”, se subió el 17 de junio al “Friendship” junto con el piloto Bill Schultz y el copiloto Louis Gordon. Salieron de Newfoundland (Canadá) y al cabo de 20 horas y 40 minutos aterrizaban en Gales (Reino Unido). A pesar del título de comandante que le habían atribuido, ella solo fue una pasajera: de hecho, cuando recordaba la “aventura”, afirmaba que se sintió “como un saco de patatas”. La prensa mundial la encumbró como la mejor aviadora de todos los tiempos, dado que era la primera en triunfar en una intentona en la que habían perdido la vida tres mujeres. Fue recibida con un gran desfile por las calles de Nueva York y agasajada por el presidente Coolidge en la Casa Blanca. El éxito a bordo del “Amistad” fue el comienzo de otra impresionante campaña de publicidad orquestada por George Putnam, que incluía viajes de costa a costa de EE.UU., conferencias por todo el país, la presentación de un libro sobre la experiencia, el lanzamiento de una línea de ropa y otra de complementos de viaje... La elegancia de Amelia era su mejor tarjeta de presentación y, poco a poco, se convirtió en una celebridad internacional llena de responsabilidades.

Apodada “La Primera Dama del Aire”, en 1929 fue nombrada asesora del director de Trafico General de la Transcontinental Air Transport (más tarde, compañía aérea TWA) con el objetivo de atraer pasajeras. Colaboró para “Cosmopolitan” y organizó una carrera para mujeres piloto entre Los Angeles y Cleveland, en el transcurso de la cual fundó la asociación “Las Noventa y Nueve” -así llamada por el número de aviadoras que solicitaron entrar- y que posteriormente presidiría. Animada por la Federación Internacional de Aviación, rompió algunos récords femeninos de velocidad, resistencia y altura. En febrero de 1931 contrajo matrimonio con Putnam, quien la animó a realizar la siguiente proeza: cruzar el Atlántico en solitario, repitiendo la hazaña que Lindbergh había completado cinco años antes y siendo la primera mujer en hacerlo.

El 20 de mayo de 1932 despegó de Harbour Grace (Canadá) con destino Paris, cargada de sales olorosas para no dormirse, aunque las malas condiciones climatológicas, los problemas mecánicos y el hielo que se acumulaba en los cristales le hicieron aterrizar, tras 15 horas de vuelo, en Londonderry (Irlanda del Norte). Una vez más, lo había conseguido. Era la primera mujer en cruzar el Atlántico, la primera persona en hacerlo dos veces, la distancia más larga sin paradas para una mujer, la que menos tiempo había empleado... No faltaron los reconocimientos: recibió la medalla de oro de la National Geographic Society de manos del presidente Hoover y fue galardonada con la Gran Cruz de Vuelo por el Congreso de EE.UU. Convertida en la persona más famosa del mundo, alzó su voz ante los representantes políticos para afirmar que su vuelo había servido para demostrar que hombres y mujeres “son iguales en los trabajos que requieren inteligencia, coordinación, velocidad, sangre fría y fuerza de voluntad”.

Decidida a dejar más huellas en la historia de la aviación, rompió el récord de altura a bordo de un autogiro con 5.612 metros, el del vuelo en solitario sobre el Pacífico desde Honolulú a Oakland, el de México D.F. a Newark... Aunque en su cabeza ya solo existía un pensamiento: convertirse en la primera mujer en dar la vuelta al mundo.

Durante más de un año, lo preparó todo con su marido: eligió un Lockheed E1o “Electra” y planificó todas las etapas del recorrido, que realizaría hacia el oeste y acompañada por el navegante Fred Noonan. Aunque su primer intento fracasó al sufrir un accidente en Hawai en marzo de 1937, no cejó en el empeño y el 1 de junio, en Miami, emprendió la segunda tentativa, que llevaría a cabo hacia el este. La escala más difícil del viaje, de 2.200 millas, era la comprendida entre Lae (Nueva Guinea) y Howland, una minúscula isla situada en medio del Pacifico. Al salir de Lae, Earhart y Noonan se deshicieron de todo lo prescindible, para que el carburante les cundiera 274 millas extra. Al final de su recorrido, el barco guardacostas “Itasca”, apostado junto a Howland, les señalaba la posición de la isla y mantenía el contacto con Earhart, que en el amanecer del 2 de Julio reportó que el clima era nublado”. A las 7.42, llegó el siguiente mensaje al “Itasca”: “Debemos estar sobre vosotros, pero no os podemos ver. El combustible se está acabando. No podemos comunicarnos por radio. Estamos volando a 1.000 pies (unos 300 metros)”. A las 8.45, Earhart dijo por radio: “Volamos dirección norte y sur”.

Y estas fueron sus últimas palabras. No volvió a escucharse nada por la radio. El gobierno de EE.UU. comenzó inmediatamente la operación de rescate, que costó cuatro millones de dólares (unos 60 millones de hoy) y que se concluyó el 19 de julio. Su marido siguió buscándola, pero en octubre la dio oficialmente por desaparecida.

Así comenzó el mito. Es curioso que una mujer con tantos logros profesionales fuese finalmente más recordada por lo misterioso de su desaparición. Y es que los rumores, noticias y leyendas que surgieron después fueron variopintos. Entre las teorías: Amelia era una espía autorizada por el presidente Roosevelt y fue capturada por los japoneses; los nipones la apresaron sin que fuera espía y murió en un campo de prisioneros de guerra: se suicidó lanzándose al Pacífico; vivió durante años en una isla del océano junto con un pescador nativo; regresó a EE.UU. donde vivió en el anonimato...

Los intentos de encontrar sus restos siguieron a lo largo del siglo XX. En 1988, el Grupo Internacional por la Recuperación de la Historia de la Aviación (TIGHAR) emprendió el “Earhart Project”, la tentativa más seria de saber qué pasó con Amelia. Tras más de 20 años de investigación, en octubre hicieron públicos los resultados: según el TIGHAR Amelia habría conseguido aterrizar en Nikumaroro, un atolón del Pacifico situado a 300 millas de la isla de Howland. Earhart y Noonan, náufragos en una isla donde se alcanzan más de 37"C a la sombra, mal alimentados y enfermos, habrían fallecido al poco tiempo. Un zapato de mujer, una botella vacía y los restos de un sextante que podría haber pertenecido a Noonan son las pruebas de una teoría que se sustenta en otro hecho: un oficial del Servicio Colonial Británico informó en 1940 de la recuperación de parte del esqueleto de un náufrago en Nlkumaroro, restos que no se han conservado.

Al margen de cómo fuera su final, Amelia Earhart ha permanecido en la memoria de la aviación como la brillante piloto que fue y como una mujer valiente, que no vacilaba en expresar abiertamente su actitud de vida: “Nunca interrumpas a alguien que está haciendo lo que dijiste que era imposible”.

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