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sábado, agosto 16

Gustave Eiffel: el hombre bajo la torre



(Leído en un artículo de Imma Muñoz en el suplemento dominical del Periódico de Aragón del 8 de diciembre de 2013)

Gustave Eiffel fue mucho más que el artífice de la torre más famosa del mundo. Un libro escrito por su tataranieto muestra, en el 90º aniversario de su muerte, las otras caras del ingeniero.

300 metros de oda al progreso. Una estructura revolucionaria.
A mediados de la década de 1880 el Gobierno francés empezó a calibrar la posibilidad de organizar una Exposición Universal en 1889 con la que conmemorar el centenario de la Revolución Francesa y, al tiempo, reactivar una economía en horas bajas. Gustave Eiffel ya era un nombre conocido por diversos proyectos internacionales (había hecho, además, la estructura metálica del pabellón de Bellas Artes en la Exposición Universal de 1867), así que se le encargó que ideara algo que dejara huella. De su gabinete salió una propuesta rompedora: una torre de 300 metros concebida como una oda al progreso, la República y la metalurgia. Así nació la torre Eiffel, una mole de 7.000 toneladas, con 1.792 escalones, 12.000 piezas y 2,5 millones de remaches que, gracias a su estructura revolucionaria, ejercía sobre el suelo una presión de 2kg/m2. Menos que un hombre. La obra tardó dos años y dos meses en estar acabada, y se cobró la vida de un solo trabajador.

Los primeros años. Estudiante revoltoso.
Gustave Eiffel nació en Dijon el 15 de diciembre de 1832. Sus padres, François Alexandre y Catherine Marie, dedicaban todas las horas del día a hacer funcionar su negocio de comercio de carbón, así que a él lo criaron una nodriza y la mujer de un pastelero. No debe deducirse de ahí que no estuvieran unidos o que él se sintiera solo: en Eiffel por Eiffel, el libro escrito por su tataranieto, se reproducen afectuosas cartas que Gustave dedicó a sus padres. También fragmentos de su biografía en los que declara haber tenido una infancia feliz, sin lujos pero sin privaciones. Y un lamento por el tiempo perdido en unos primeros años de formación académica que solo le trajeron sinsabores y reprimendas: “Todos aquellos años de colegio, los castigos y las sanciones, el exceso de lecciones aprendidas de memoria, el mal sabor de boca de los días en aulas malolientes, oscuras y frías (así eran las clases del instituto de Dijon), dejaron en mi recuerdo las impresiones más tristes”, escribió en sus cuadernos biográficos.

Por suerte, en secundaria las cosas cambiaron: empezó a mostrarse como un joven muy dotado tanto para los números como para las letras y desarrolló el gusto por la lectura. El resultado fue que acabó con éxito los estudios de ingeniería en la Escuela Central, que se acababa de inaugurar en París.

La libertad desafía al viento. Una estatua para sellar una frágil amistad.
Si el nombre de Eiffel no fuera conocido en todo el mundo por la icónica torre parisina lo sería, sin duda, por su labor como ingeniero en otro de los monumentos más famosos del mundo: La libertad iluminando el mundo, que es el nombre con el que fue bautizada la estatua de la libertad. La obra, regalada por Francia a Estados Unidos en 1886 para sellar su amistad y conmemorar el centenario de la Declaración de Independencia norteamericana, fue resultado del trabajo combinado del escultor August Bartholdi y el ingeniero Eiffel, cuyo estudio diseñó la precursora estructura metálica que ha permitido que un monumento de 46 metros que se eleva 92 sobre la desembocadura del río Hudson, en Nueva York, resistiera casi un siglo la acción del viento.

La torre Eiffel
Fue la estrella de la Exposición Universal de París de 1889, y su influjo continuó durante décadas. Por ella desfilaron personalidades como el príncipe de Gales, el emperador Hirohito o el rey Jorge I de Grecia. Y Eiffel disfrutaba haciendo de guía para ellos. Pero la visita que más le ilusionó fue la de Thomas A. Edison, en septiembre de 1889. El aplauso de esas personalidades debió de hacer más llevadero el disgusto de ver el frente de rechazo que se organizó en torno a su proyecto, con artistas como Guy de Maupassant, Alexandre Dumas hijo y Charles Gounod, y parisinos anónimos que calificaban a la torre de “fea”, “despilfarro” y “desastre ambiental”.

Volcado en los suyos. Foto de familia.
A Gustave Eiffel le costó encontrar esposa, pero una vez lo hizo creó con ella una numerosa familia a la que permaneció muy unido hasta la muerte. Gustave se casó con Marie Gaudelet en julio de 1862. Era la hija de un conocido de sus padres, que tomaron cartas en el emparejamiento del ingeniero después de que este fallara en los seis primeros intentos de elegir esposa en Burdeos, tarea en la que le ayudaba su hermana Marie. Y no es que pidiera mucho: “Me sentiría satisfecho con una muchacha de modesta dote y belleza discreta, pero a cambio me gustaría que tuviera una inmensa bondad, un gran sentido del humor y gustos sencillos”, le escribió a sus padres. Marie Gaudelet cumplía los requisitos y tuvieron cinco hijos, pese a que ella murió joven: tenía solo 32 años cuando se la llevó la tuberculosis.

Eiffel nunca quiso volverse a casar, y se apoyó en su hija Claire, que tenía entonces 14 años, para hacerse cargo de los más pequeños. Superado el duelo, la familia recuperó una tradición que mantuvo hasta la muerte de Eiffel: cada 15 de diciembre, fecha del cumpleaños del ingeniero, organizaba una gran fiesta en la que se le honraba no solo como patriarca sino también como gloria nacional.

No sólo la torre.
El cerebro de Eiffel era una precisa máquina que no descansaba nunca. Movido por su inagotable curiosidad y por la voluntad de sacar el máximo partido a la torre que llevaba su nombre, Gustave presentó diversos proyectos para llevar a cabo experimentos de meteorología y aerodinámica aprovechando la monumental estructura metálica. En la segunda planta de la torre se instaló un laboratorio para estudiar la caída de los cuerpos. Allí, Eiffel analizó la resistencia del aire hasta que logró establecer sus leyes fundamentales. Más adelante, a petición de los constructores de aviones, ideó un laboratorio aerodinámico con un túnel de viento en el que se podían probar las maquetas de aviones para comprobar su funcionamiento. Ya no hacía falta probar un avión real con un infeliz jugándose el físico dentro. Con ello, Eiffel no solo fundó la aerodinámica moderna, sino que salvó la vida a un buen puñado de pilotos.

Una mancha en su carrera. La trampa del canal de Panamá.
Encaraba el siglo XIX la recta final cuando Eiffel comprobó lo efímero que puede ser el prestigio y la facilidad, y hasta el placer, con el que algunos hacen leña del árbol caído, aunque el árbol haya sido abatido injustamente.

En 1879 Francia propuso hacer un canal que uniera el océano Pacífico con el Atlántico a través del istmo de Panamá. Dos reputados ingenieros veían el proyecto de forma muy distinta: Ferdinand de Lesseps proponía hacer un canal a nivel, mientras que Gustave Eiffel consideraba que el terreno obligaba a hacer un canal con esclusas. Se impuso la propuesta de Lesseps y a él se le encargó el proyecto. Resultó inviable y ocho años más tarde, tras haber gastado 1.000 millones de francos procedentes de la venta de acciones a pequeños inversores, el proyecto pasó a Eiffel, que lo aceptó sin saber los pufos que la compañía de Lesseps había dejado en la obra. Fue la ruina para muchos pequeños inversores, y algunos hasta se suicidaron. Eiffel acabó en los tribunales y, aunque pudo demostrar su inocencia, su nombre quedó manchado por el escándalo. En 1892, con solo 62 años, puso fin a su carrera de constructor.