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jueves, agosto 14

Montreal, el espejo canadiense



(Un artículo de Manuel López-Ligero en el suplemento dominical del Periódico de Aragón del 27 de octubre de 2013)

Puede que Montreal sea, junto a Jerusalén, la ciudad más autoanalizada (podría decirse psicoanalizada) del mundo. Se debe a su naturaleza dual. “Un París neoyorquino. Una Nueva York parisina”, reza el eslogan de su agencia de turismo. “¡Qué gilipollez!”, responde Matthew, trabajador del hotel Hyatt. Anglófono, aunque de abuela francófona, Matthew es uno de los muchos montrealeses que mantienen una relación tormentosa con su ciudad. Sencilla, abierta, proclive a la esta y amable para el turista, Montreal esconde, sin embargo, un reverso tenebroso. La convivencia, cuando se rasca un poco, no se revela precisamente idílica. Todos, anglófonos y francófonos, esconden alguna historia de desprecio, algún insulto hiriente por parte de la otra comunidad. En una ciudad bilingüe (sobre el mapa, el bulevar Saint-Laurent marca la separación entre los dos grupos: a la izquierda, anglófonos; a la derecha, francófonos), si se busca el conflicto, se encuentra. Y al contrario: si se buscan la conciliación, la conversación, el brindis y la risa, se encuentran igualmente. En su naturaleza bipolar se encuentra la verdadera esencia de Montreal, una ciudad fascinante precisamente porque es complicada, porque no es una postal. Para eso ya está París.

En la parte francófona apenas se ve la bandera canadiense. En la anglófona, en cambio, están todas: la canadiense (con su hoja de arce), la quebequesa (con sus ores de lis) y la municipal. La bandera de Montreal responde al mismo patrón que la de Barcelona, con la cruz de San Jorge. Y en las cuadrículas blancas luce el símbolo de cada una de las comunidades fundadoras: la rosa (Inglaterra), el cardo (Escocia), el trébol (Irlanda) y la flor de lis (Francia). Antes de la flor de lis el hueco de la comunidad francocanadiense lo ocupaba un castor, pero más tarde fue sustituido por el regio vegetal, quizás por considerar al acuático roedor demasiado vulgar. O demasiado canadiense, que también podría ser.

La modernidad ha añadido un factor de complicación: hoy en Montreal hay más de 80 comunidades culturales. En realidad, todo el país está marcado por la inmigración. Cada año 250.000 inmigrantes llegan a Canadá, un país inmenso, lleno de riquezas naturales, con políticas sociales casi comparables a las de Escandinavia y con un mercado laboral que invita al optimismo. El paro en Ontario alcanza el 7,7%. En Quebec, el 8,2%. Al otro lado del país, en la Columbia Británica, el 6,4%.

[…] Pero ¿qué es un quebequés? ¿Es quebequés solo quien hace su vida totalmente en francés? ¿No son quebequeses los descendientes de familias griegas, polacas o judías que hablan inglés en casa y que llevan instaladas en Montreal casi cien años? El tema es espinoso y ha cobrado protagonismo en la precampaña de las elecciones municipales, que se celebrarán el próximo domingo. Según Mario Beaulieu, presidente del Movimiento por un Quebec Francés, un grupo de presión independentista que promociona el francés y que busca la erradicación del inglés en la provincia, “los servicios municipales deben ser en francés, con algunas medidas de excepción para la minoría histórica anglófona. Pero no hay ninguna responsabilidad de dar estos servicios en inglés a los recién llegados. Al contrario”.

Aunque se lo propusieran, les sería difícil cumplir esta consigna con severidad. Los canadienses, a pesar de estas disputas culturales, son la amabilidad en persona. Un viejo chiste estadounidense dice que si entras a un ascensor y pisas los pies de las 20 personas que hay dentro, si uno de ellos dice “perdón”, no cabe lugar a dudas: es canadiense.

Quebec cuenta con una superficie tres veces superior a España y con una población de 8 millones de habitantes, el equivalente, más o menos, a Andalucía. Según los datos del Instituto de Estadística de Quebec, el 78,1% tiene como lengua materna el francés, frente al 7,7% que tiene el inglés (casi todos en Montreal). La abrumadora mayoría francófona no se traduce, sin embargo, en una inequívoca tendencia nacionalista. Desde hace décadas hay un empate técnico y las tensiones, aunque algo atenuadas, siguen ahí. Un sondeo de la televisión pública canadiense aseguraba que el 42% de los anglófonos pensó en abandonar Quebec tras la victoria de los nacionalistas en las elecciones provinciales de 2012. “Es un progreso”, dijo al conocer el dato Jean François Lisée, ministro quebequés de relaciones internacionales, recordando que durante el referéndum de 1995 fue el 80% de los angloparlantes el que consideró seriamente el exilio. La reacción fue más intensa si cabe en los días previos a la primera consulta por la independencia, la de 1980. Entonces, efectivamente, cundió el pánico.

Aquel fue el pulso entre dos titanes de la política canadiense. Por un lado, el nacionalista René Lévesque, antiguo periodista y ex­miembro del Partido Liberal, que prometió cuando llegó al cargo de primer ministro de Quebec que haría un referéndum de independencia durante su primer mandato. Por otro, Pierre Elliott-Trudeau, primer ministro federal, carismático, elegante, arrollador (también arrogante), perfectamente bilingüe, centrista y liberal en el mejor sentido del término: en 1967 legalizó el divorcio y despenalizó el aborto y la homosexualidad, algo revolucionario en aquel Quebec, una nación con profundísimas raíces católicas. Trudeau ganó aquel primer envite con un 59,56% de los votos. Su hijo Justin ha recogido el testigo y encabeza hoy el Partido Liberal de Canadá. Y el ideario continúa intacto: “No podemos convencer a todo el mundo. Siempre habrá escépticos, gente que dirá que nuestro país es demasiado grande [de hecho, el segundo más grande del mundo por detrás de Rusia], con demasiadas diferencias para poder estar bien gobernado y para que todo el mundo esté bien representado. Bueno, pues se equivocan”, dijo cuando aceptó la jefatura del partido. Apelando al humor, los canadienses suelen decir que Canadá “es un país que funciona en la práctica, pero no en la teoría”.

En 1995 la unidad canadiense sí que se vio verdaderamente amenazada en el segundo referéndum. Ganaron los federalistas, pero por un escaso 50,58%. Los independentistas, en una consulta con una participación sin precedentes (votó el 93,5% del censo), recogieron un 49,42% de papeletas a favor de la independencia. Muchos interpretaron ese resultado como engañoso. La razón, argüían, estaba en la complicación de la pregunta: “¿Acepta usted que Quebec se vuelva soberana, después de haber ofrecido formalmente a Canadá un nuevo acuerdo de colaboración económica y política, en el marco del proyecto de ley sobre el futuro de Quebec y del acuerdo firmado el 12 de junio de 1995?”. Según los partidarios del federalismo (y varias encuestas posteriores les dieron la razón), hubo mucha gente que votó ‘sí’ pero que no tenía la impresión de estar votando a favor de la secesión. El gobierno federal decidió entonces prevenir futuros malentendidos con la Ley de la Claridad, que encargó al politólogo (ex líder del partido y hoy diputado liberal) Stéphane Dion. La pregunta que se hiciera en un referéndum, decía la ley, debía ser clara e inequívoca.

“Es verdad, hemos perdido”, admitió el nacionalista Jacques Parizeau, entonces primer ministro de Quebec, la noche de la derrota de 1995. “Pero, en el fondo, ¿por qué hemos perdido? Esencialmente, por el dinero y por el voto étnico”. Declaraciones como esta de Parizeau han servido para alimentar un estereotipo muy arraigado en el resto de Canadá: el de que los quebequeses son racistas. Las cifras, sin embargo, indican otra cosa: más del 20% de los montrealenses ha nacido en otro país.

También abundan, claro, los clichés interprovinciales. Para los quebequeses, por ejemplo, los ciudadanos de Alberta (de donde es originario el primer ministro canadiense, el conservador Stephen Harper) son unos paletos americanizados y ultracapitalistas que se han hecho ricos gracias al petróleo sucio, extraído de las arenas de alquitrán sin preocuparse lo más mínimo por el medioambiente. En Alberta ven a los quebequeses como una anomalía (es la única de las 10 provincias canadienses oficialmente francófona), además de ser altaneros, vagos e interesados: su bienestar y sus políticas sociales se alimentan, en buena medida, del petróleo sucio que dicen detestar. La deuda pública acumulada de Quebec ronda los 137.000 millones de euros. La de la depauperada Andalucía, con la misma población, está en los 21.000 millones.

Hay estereotipos, sin embargo, que son muy difíciles de rebatir. Por ejemplo, el que habla de Montreal como “la ciudad del pecado”. Esta mala fama se remonta a los años de la Ley Seca, en la década de 1920, cuando los estadounidenses cruzaban la frontera para beber, jugar y conocer chicas de vida alegre. En los años cincuenta los horarios de cierre eran una entelequia para los clubes nocturnos, sitios, cuentan con nostalgia los viejos del lugar, en los que una noche veías actuar a Frank Sinatra, cambiabas de bar y allí estaba Édith Piaf, y al día siguiente asistías a una jam session comandada por Charlie Parker.

Montreal es hoy un emplazamiento ideal para las despedidas de soltera. En el centro de la ciudad, a lo largo de la calle Sainte-Catherine Est, existe una anormal concentración de sex shops, clubes de striptease y saunas, estas en el enorme barrio gay de la ciudad, Le Village. En el sentido más carnal, en Montreal hay de todo y en abundancia, y la juerga tiene allí una de sus más notables embajadas. Gracias a la multitud de festivales que se celebran al aire libre, en verano se sale todos los días (el invierno, en cambio, es feroz, gris, subterráneo, y se alcanzan los -30ºC). La semana se remata el domingo por la tarde entre humos jamaicanos y a ritmo de tambores en el parque Mont-Royal. Y, si aún queda energía, la prórroga se juega por la noche en el lisérgico Piknic Electronik del parque Jean-Drapeau (fiestón, por cierto, con sucursal en Barcelona).

Montreal, en los años veinte, era la gran metrópoli canadiense, la locomotora económica del país (hoy lo es Toronto), y era fundamentalmente anglófona. La emigración del campo a la ciudad sirvió a los ciudadanos de lengua francesa para recuperar un feudo emblemático. La relación de poderes, sin embargo, continuó inalterada durante mucho tiempo: en los años sesenta ningún francófono dirigía una gran empresa en Quebec. Fue entonces cuando se produjo el cambio (político, cultural, institucional, religioso) bautizado como Revolución Tranquila. La expresión es tan retorcida como la que habla de una “transición modélica” en España. Lo cierto es que hubo violencia, manifestaciones abortadas a porrazo limpio y actos terroristas. El Frente de Liberación de Quebec colocaba bombas en los buzones de los barrios anglófonos y atacaba sus bancos y empresas. El punto culminante fue el secuestro del ministro de Trabajo, Pierre Laporte, en octubre de 1970. El incidente hizo que el Gobierno de Ottawa declarara el estado de guerra, pusiera al ejército a patrullar las calles y detuviera (en general arbitrariamente) a centenares de sospechosos. El 17 de octubre el cadáver de Laporte apareció en el maletero de un coche. Sus raptores declararon en el juicio que la muerte del ministro fue accidental. Así lo escenificó el cineasta y activista Pierre Falardeau en su película Octubre, que se abría con la célebre fórmula de Albert Camus sobre la violencia, que el autor francés definía como algo que, en determinados casos, es a la vez “inevitable e injustificable”. A Falardeau (vehemente defensor de la independencia fallecido en 2009), más que su irregular filmografía le ha sobrevivido una frase genial que se ha convertido en jaculatoria del proceso soberanista y que hoy puede leerse en pósteres y camisetas: “Siempre vamos demasiado lejos para la gente que no va a ninguna parte”.

En cualquier caso, no fue la violencia lo que transformó Quebec, sino una sociedad civil harta de su papel subalterno. El cambio culminó en 1976 con la elección del nacionalista René Lévesque como primer ministro de Quebec. Su logro más importante fue la llamada Ley 101, que hacía del francés (y solo el francés) la lengua oficial de la provincia. La Carta de la Lengua Francesa transformaría el sistema educativo, los negocios, las instituciones y toda la vida urbana (los carteles de las tiendas debían estar en francés) y serviría de salvaguarda a una cultura venerable pero acorralada. “La lengua es el fundamento de un pueblo, aquello en lo que se reconoce a sí mismo y por lo que es reconocido, son las raíces de su ser y le permiten expresar su identidad”, dejó escrito el redactor de la Carta, Camille Laurin. Gracias a Lévesque, el francés está hoy a salvo en Quebec.

Respecto a la relación que tienen franceses y quebequeses hay que recordar la anécdota vivida por el cineasta Bernard Émond cuando presentó en el festival de Cannes una tragedia desgarradora titulada La femme qui boit. En un encuentro con el público, una pizpireta espectadora francesa pidió la palabra y le soltó al director: “Sé que su película es un drama, pero cuando veo a los protagonistas hablar con ese acento, me da la risa. No lo puedo evitar”. Émond, alterado, le respondió que la lengua que se hablaba en la película era la lengua de los pobres, de sus padres, de sus abuelos, y que el comentario revelaba un gran desprecio.

Lejos de avergonzarse, los quebequeses han hecho de su acento una bandera. Michel Tremblay, uno de los más prestigiosos autores del país, tuvo la osadía de transcribir fonéticamente el acento de la clase obrera de Montreal en multitud de novelas y piezas teatrales. Esta forma de hablar, que es casi un dialecto, lo llaman joual porque es así como pronunciaban cheval (caballo). Tiene su origen en las mujeres quebequesas que, a principios del siglo XX, cambian el campo por la ciudad y entran a trabajar como empleadas del hogar de las familias anglófonas. Traen con ellas un francés rico, arcaico y singular que mezclan con las expresiones inglesas que aprenden en las casas donde trabajan. Así es como hablan los personajes de Tremblay, que ha situado casi todas sus obras en su propio barrio, el Plateau Mont-Royal. Históricamente obrero y popular, el Plateau Mont-Royal es hoy un vecindario chic repleto de bohemios y artistas y cuenta con los alquileres más caros de la ciudad (si exceptuamos la zona anglófona). Casi todas las viviendas del barrio son de dos plantas y cuentan con un aparejo que se ha convertido en todo un emblema local: la escalera exterior.

Tradicionalmente, el bulevar Saint-Laurent ha sido llamado La Main, “la calle principal”. Frontera entre las dos comunidades, esta kilométrica avenida tiene un significado especial. Como los anglófonos residían a la izquierda y los francófonos a la derecha, los alófonos (los que no hablaban ni inglés ni francés) eligieron el bulevar Saint-Laurent para instalarse. El primero de los barrios es el barrio chino, delimitado por cuatro grandes puertas con dragones.

Los chinos tienen un gran protagonismo en la conformación del Canadá moderno. Eran los que acometían los trabajos más peligrosos y durante el siglo XIX construyeron el ferrocarril que une las dos costas, más de 4.000 kilómetros de hercúleo trabajo realizado a pico, pala y dinamita contra montañas, pantanos y ataques de las tribus indias. La leyenda dice que uno de los platos típicos de Canadá lleva el nombre de pâté chinois (paté chino) gracias a ellos. La receta en cuestión no tiene nada de china ni podrá encontrarse en el barrio asiático montrealense. Es una mezcla de carne picada, maíz y una capa de puré de patatas que se cocina al horno. Una cosa muy sencilla de origen inglés (el shepherd’s pie de toda la vida) que los chinos recibían con alborozo en los descansos de sus trabajos en el ferrocarril. En realidad, toda la gastronomía quebequesa es bastante elemental. El plato nacional (con permiso del sirope de arce) es la poutine, que no son más que patatas fritas con trozos de queso y salsa por encima. La pringosa y calórica composición es objeto de veneración entre los quebequeses y no hay local donde se sirvan comidas que no lo incluya en su carta.

En la ruta global por el bulevar Saint-Laurent encontramos tapas españolas, bacalao portugués o pasta italiana, pero hay un establecimiento que destaca por encima de todos: la charcutería hebraica Schwartz’s. Su sándwich de carne ahumada es legendario, una delicia kosher que despachan a ritmo endiablado. El local, que es una institución en la ciudad, es también una máquina de hacer dinero que llamó la atención de una de las glorias locales, la cantante Céline Dion. La Pantoja de Quebec, la diva que divide al país entre el éxtasis y la náusea, es hoy una de las socias principales.

Quebec vivió en 2012 su particular Mayo del 68. El gobierno provincial, encabezado por el liberal Jean Charest, anunció que subiría las matrículas de la universidad pública un 75% en cinco años. Evocando las primaveras árabes, la prensa bautizó las protestas estudiantiles como le printemps érable, la “primavera de arce”. La tormenta de cacerolas fue formidable y paralizó la universidad desde febrero hasta septiembre. Una de las claves del éxito de las movilizaciones estuvo en la capacidad de convocatoria de los líderes estudiantiles: Martine Desjardins, Leo Bureau-Blouin y Gabriel Nadeau-Dubois, una especie de Dany el Rojo quebequés, tildado de arrogante y radical (la derecha más rancia lo llamó incluso “terrorista”), que se convirtió en la cara más visible del conflicto. Sin saber lo que se le venía encima, Charest aceptó el pulso de estos chavales y cavó su tumba política.

El movimiento estudiantil fue fundamental en el vuelco electoral de septiembre de 2012. Durante la campaña, Charest hablaba de “esa mayoría silenciosa” que respetaba el orden y la ley. A la abusiva reforma universitaria se unió el malestar contra unos ejecutivos, el provincial y el municipal, sospechosos de corrupción. Aupado por las movilizaciones, el nacionalista Partido Quebequés, liderado por Pauline Marois, recuperó el poder en la provincia tras 9 años en la oposición. La corrupción, sin embargo, sigue marcando la agenda municipal. El Ayuntamiento de Montreal, regido hasta su dimisión en noviembre de 2012 por el independiente Gérald Tremblay, es sospechoso de haber dado un trato de privilegio a empresas de construcción relacionadas con la familia Rizzuto. Hay indicios de que su partido se embolsaba un porcentaje de cada una de estas obras públicas confiadas a la mafia: el 3%.

Montreal tiene un problema que, por habitual, parece que ya nadie percibe: los sin techo. En Quebec, afortunadamente, la sanidad pública es gratuita y funciona razonablemente bien. Por eso acaban en Montreal muchos marginados de otras provincias de Canadá. Les llaman, con el educado tono al que tiende siempre la cultura francesa, personnes itinérantes. No hay estadísticas oficiales fiables, pero algunos organismos dicen que hay 9.000 sin techo en Montreal. En verano invaden el centro de la ciudad pidiendo calderilla a los turistas y, sobre todo, cigarrillos. Junto a la estación de metro Berri-UQAM, uno de ellos prende su pipa de crack. No lejos de allí, a la vuelta de la esquina, otro se está ajustando la goma al brazo. El espectáculo sería escandaloso en cualquier capital europea. Aquí no.

[…] lo que las autoridades llaman “población autóctona” o “primeras naciones”. Indio es aquí un término peyorativo, lo mismo que esquimal. Hay que decir ‘inuit’. En 2008 el primer ministro canadiense, Stephen Harper, se excusó públicamente por el maltrato histórico otorgado a los nativos: “El Gobierno de Canadá está sinceramente arrepentido y pide perdón a los pueblos autóctonos de este país por haberles fallado. Estamos profundamente apenados”.

[…] al indio que vive en la ciudad a menudo se le identifica con un yonqui. En Canadá, como en EE UU, los nativos viven en reservas. Allí no pagan impuestos pero no hay nada, solo tabaco y alcohol casi gratis, y un vacío inmenso, estremecedor: el futuro. La tasa de suicidios entre los autóctonos dobla a la de la población blanca. Sin trabajo ni perspectivas, son presa fácil para las adicciones. Cuando ya no pueden conseguir sus dosis, viajan a la ciudad para mendigar. […]

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