El amor de Hopper
(Un texto de Gloria Otero en el XLSemanal del 27 de mayo de
2012)
Hay
pocos pintores tan idénticos a sus cuadros como Hopper. Y pocos también tan
ajenos a las interpretaciones que su obra inspiraba. Tan impermeables al fragor
de las vanguardias que triunfaron a su alrededor...
Pocos
que con ese aspecto de vendedor a domicilio o gánster de medio pelo y una vida
tan anodina como la suya fueran tan grandísimos artistas. Es el secreto
atractivo de su arte, que nunca se propuso lo que logró. Era un joven
desgarbado y tranquilo, que creció y vivió en un hogar en el que mandaban las
mujeres -su madre, su abuela, su única hermana y la criada- y que, ya adulto,
puso a otra mujer en el centro de su vida: Josephine Verstille, una compañera
de clase, pintora también. Jo, con la que Hopper se casó a los 42 años y con la
que vivió hasta su muerte, se convirtió en su mánager y en la modelo inevitable
de casi todos sus cuadros, porque no quería que ninguna otra mujer posara para
él. Eran perfectamente opuestos. Ella bajita, alegre, sociable, liberal.
Hopper, tímido, altísimo, taciturno, conservador... «Hablar con él es como tirar una piedra a un pozo,
solo que no suena un golpe cuando llega al fondo», dijo Jo, en un comentario
que se haría famoso. Pero compartió su vida metódica y solitaria sin quejarse.
A su lado, la carrera de Hopper despegó y su biografía discurrió insólitamente
tranquila durante cuarenta años. Sin sobresaltos psicológicos ni cambios de
domicilio, en el número 3 de Washington Square. Impasible ante el éxito de su
pintura, las tragedias sociales de la Gran Depresión y el despegue del
expresionismo abstracto. Pero convertido en admirable cronista de esa América
insondable de los años del cine negro. Gasolineras nocturnas, personajes
solitarios, mujeres en bares fríos y hoteles tristes. Cuadros como artefactos
cifrados que impiden una sola interpretación. Ya sea realista o psicologista.
Nada que ver con la llamada american
scene, la pintura de sus contemporáneos con la que lo asociaron en su
época, a su pesar. «Esos pintores han caricaturizado América con su costumbrismo
estereotipado. Yo jamás he intentado pintar un paisaje típico americano. La
originalidad americana está en el pintor, no en una postal determinada».
De
joven, Hopper había soñado con ser ingeniero naval. Con diseñar los yates que
veía desde la casa en que nació, hoy declarada Lugar Histórico Nacional. Pero
dibujaba bien y se marchó a Nueva York a estudiar arte y diseño. Allí, un mundo
nuevo le abre sus puertas. La ilustración publicitaria le asegura un medio de
vida, pero la pintura se le revela como su destino, sin más. Uno de sus
maestros le da un consejo que iba a marcar su obra: «No es el tema lo que
cuenta, sino lo que se siente al respecto». Él iba a pintar lo que los demás no
veían... hasta que él lo pintaba. Y es que, como dijo en cierta ocasión, «un
estado de ánimo nunca puede ser tan ordinario que no merezca atención». Su
primer óleo, Figura solitaria en un
teatro, es de 1904 y ya augura su inconmovible trayectoria.
Aunque le costó
arrancar, porque trabajar como ilustrador y encontrar el propio camino en la
pintura no era tarea fácil. Llegó a odiar la publicidad, como tantos otros
signos de la vida americana. Y como tantos americanos también, se escapó a
Europa en busca de pautas mejores. Hizo tres viajes seguidos, pero ni Matisse
ni el cubismo ni las vanguardias en general le impactaron. «Un artista
inteligente no debe plegarse a los extravíos intelectuales de sus
contemporáneos si cuenta con una sensibilidad segura, una mirada original y
mucha tenacidad». Así, con su lapidario estilo, define el programa que va a
orientar su pintura desde entonces. Nada de escenas seductoras y elegantes
personajes, con los que se recreaban sus contemporáneos americanos: la ciudad
peligrosa y desolada. Ni rastro del sentimentalismo de fin de siglo: el
distanciamiento impersonal del voyeur. La vida detenida como un fotograma
cinematográfico, justo antes o después del climax. De regreso a Nueva York, un
amigo le describe paralizado meses y meses por no encontrar el ángulo adecuado
para plantar el caballete. «Necesito mucho tiempo para madurar una idea. Tengo
que pensarla semanas porque no empiezo a pintar hasta que no lo tengo todo
resuelto en la cabeza». Realiza bocetos de sus cuadros. Hasta más de 53 hizo de
Cine en Nueva York.
Hopper
era muy aficionado al cine y al teatro. Y un lector empedernido. «Me gustaría
pintar más», dijo una vez. «Pero es que enfermo de tanto leer e ir al cine».
Ambas aficiones están en sus cuadros. El culto a la espontaneidad y la
inspiración de las nuevas estrellas del arte americano, los expresionistas
abstractos, le parecía tan detestable como el costumbrismo USA: «Un
academicismo más». Era algo que estaba en las antípodas de su metódica y
calculada manera de trabajar, que no varió nunca. Basta con saber que con la
ayuda de Jo llevaba 'un cuaderno de contabilidad' en el que iban reseñando la
evolución de los cuadros, con alusiones como: «La cara triste, más iluminada;
muslos más frescos...». Tampoco varió su estilo, aunque a su alrededor
triunfaban las más importantes vanguardias del siglo XX. Un realismo
sofisticado, que eliminaba detalles y reducía la imagen a una síntesis
calculada. Un clima de ambigüedad y silencio que, en llamativo contraste, ha
desatado ríos de interpretaciones. Y aunque nunca encajó en ningún movimiento
de su época, siempre fue respetado; y con los años, cada vez más premiado y
reconocido. Su retrospectiva en el Whitney Museum de Nueva York en 1964, tres
años antes de morir, fue un gran éxito entre la crítica y los artistas,
incluidos los expresionistas. Todos reconocían en ese lacónico individualista -enemigo
acérrimo de la banalidad y las concesiones y que dijo más de una vez, y fue de
las pocas cosas que repitió: «Yo solo he tratado de pintarme a mí mismo»- a un
modélico icono del hombre americano. A modo de despedida, el último cuadro que
pintó se titula Dos comediantes.
Representa a una pareja de payasos, hombre y mujer, vestidos de blanco,
saludando en un oscuro escenario. Son Hopper, que murió a los 84 años, y Jo,
que lo siguió unos meses después.
SU
MUJER
Josephine
y Edward se enamoraron en el verano de 1923 durante unas colonias artísticas.
Se casaron un año después. Jo provenía de una familia humilde de Manhattan. Su
padre era un profesor de música, pianista fracasado y pésimo progenitor, pero
le inculcó el interés por el arte y la danza. Aunque Jo estudió para ser
maestra y trabajó como tal 10 años, se especializó en arte y desde joven hizo
teatro. Durante la Primera Guerra Mundial se alistó en la Cruz Roja. Una
bronquitis la trajo de vuelta, y sin trabajo ni dinero tuvo que vivir en un
hogar de acogida. Pese a ello, siempre estuvo conectada con el mundo del arte,
que al final la llevó hasta Hopper.
SU
MUSA
Desde
1924, Jo se convirtió en la única modelo de Hopper. Solo pintó un óleo de ella,
pero hay muchas acuarelas, dibujos y caricaturas que dejan clara su importante
presencia. Jo influyó enormemente en su proceso creativo, animándolo a tomarse
en serio la acuarela, inspirándole en los temas o poniendo título a sus obras,
como el famoso Noctámbulos. Jo, además, escribió unos diarios sobre su relación
y el proceso creativo de Hopper. Revelan que su relación fue tormentosa, con
muchas discusiones y peleas. Y un hecho: a medida que la carrera de él crecía,
la de ella desaparecía. De hecho, las pinturas de Jo no se han expuesto nunca.
SUS
MAESTROS
En
1906, Hopper vivió casi un año en París, ciudad a la que volvería más tarde. No
descubrió allí a Matisse ni el cubismo, tan en auge en aquellos años, sino a
Rembrandt, a Degas, a Vallotton... La magia de la luz y la expresividad de los
encuadres de esos maestros iban a ser claves de su arte. «En París –dijo- fui a
los cafés, al teatro, paseé. De Picasso nunca oí hablar».
Etiquetas: Pintura y otras bellas artes
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