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jueves, enero 1

El amor de Hopper



(Un texto de Gloria Otero en el XLSemanal del 27 de mayo de 2012)

Hay pocos pintores tan idénticos a sus cuadros como Hopper. Y pocos también tan ajenos a las interpretaciones que su obra inspiraba. Tan impermeables al fragor de las vanguardias que triunfaron a su alrededor...

Pocos que con ese aspecto de vendedor a domicilio o gánster de medio pelo y una vida tan anodina como la suya fueran tan grandísimos artistas. Es el secreto atractivo de su arte, que nunca se propuso lo que logró. Era un joven desgarbado y tranquilo, que creció y vivió en un hogar en el que mandaban las mujeres -su madre, su abuela, su única hermana y la criada- y que, ya adulto, puso a otra mujer en el centro de su vida: Josephine Verstille, una compañera de clase, pintora también. Jo, con la que Hopper se casó a los 42 años y con la que vivió hasta su muerte, se convirtió en su mánager y en la modelo inevitable de casi todos sus cuadros, porque no quería que ninguna otra mujer posara para él. Eran perfectamente opuestos. Ella bajita, alegre, sociable, liberal. Hopper, tímido, altísimo, taciturno, conservador... «Hablar con él es como tirar una piedra a un pozo, solo que no suena un golpe cuando llega al fondo», dijo Jo, en un comentario que se haría famoso. Pero compartió su vida metódica y solitaria sin quejarse. A su lado, la carrera de Hopper despegó y su biografía discurrió insólitamente tranquila durante cuarenta años. Sin sobresaltos psicológicos ni cambios de domicilio, en el número 3 de Washington Square. Impasible ante el éxito de su pintura, las tragedias sociales de la Gran Depresión y el despegue del expresionismo abstracto. Pero convertido en admirable cronista de esa América insondable de los años del cine negro. Gasolineras nocturnas, personajes solitarios, mujeres en bares fríos y hoteles tristes. Cuadros como artefactos cifrados que impiden una sola interpretación. Ya sea realista o psicologista. Nada que ver con la llamada american scene, la pintura de sus contemporáneos con la que lo asociaron en su época, a su pesar. «Esos pintores han caricaturizado América con su costumbrismo estereotipado. Yo jamás he intentado pintar un paisaje típico americano. La originalidad americana está en el pintor, no en una postal determinada».

De joven, Hopper había soñado con ser ingeniero naval. Con diseñar los yates que veía desde la casa en que nació, hoy declarada Lugar Histórico Nacional. Pero dibujaba bien y se marchó a Nueva York a estudiar arte y diseño. Allí, un mundo nuevo le abre sus puertas. La ilustración publicitaria le asegura un medio de vida, pero la pintura se le revela como su destino, sin más. Uno de sus maestros le da un consejo que iba a marcar su obra: «No es el tema lo que cuenta, sino lo que se siente al respecto». Él iba a pintar lo que los demás no veían... hasta que él lo pintaba. Y es que, como dijo en cierta ocasión, «un estado de ánimo nunca puede ser tan ordinario que no merezca atención». Su primer óleo, Figura solitaria en un teatro, es de 1904 y ya augura su inconmovible trayectoria. 
Aunque le costó arrancar, porque trabajar como ilustrador y encontrar el propio camino en la pintura no era tarea fácil. Llegó a odiar la publicidad, como tantos otros signos de la vida americana. Y como tantos americanos también, se escapó a Europa en busca de pautas mejores. Hizo tres viajes seguidos, pero ni Matisse ni el cubismo ni las vanguardias en general le impactaron. «Un artista inteligente no debe plegarse a los extravíos intelectuales de sus contemporáneos si cuenta con una sensibilidad segura, una mirada original y mucha tenacidad». Así, con su lapidario estilo, define el programa que va a orientar su pintura desde entonces. Nada de escenas seductoras y elegantes personajes, con los que se recreaban sus contemporáneos americanos: la ciudad peligrosa y desolada. Ni rastro del sentimentalismo de fin de siglo: el distanciamiento impersonal del voyeur. La vida detenida como un fotograma cinematográfico, justo antes o después del climax. De regreso a Nueva York, un amigo le describe paralizado meses y meses por no encontrar el ángulo adecuado para plantar el caballete. «Necesito mucho tiempo para madurar una idea. Tengo que pensarla semanas porque no empiezo a pintar hasta que no lo tengo todo resuelto en la cabeza». Realiza bocetos de sus cuadros. Hasta más de 53 hizo de Cine en Nueva York.

Hopper era muy aficionado al cine y al teatro. Y un lector empedernido. «Me gustaría pintar más», dijo una vez. «Pero es que enfermo de tanto leer e ir al cine». Ambas aficiones están en sus cuadros. El culto a la espontaneidad y la inspiración de las nuevas estrellas del arte americano, los expresionistas abstractos, le parecía tan detestable como el costumbrismo USA: «Un academicismo más». Era algo que estaba en las antípodas de su metódica y calculada manera de trabajar, que no varió nunca. Basta con saber que con la ayuda de Jo llevaba 'un cuaderno de contabilidad' en el que iban reseñando la evolución de los cuadros, con alusiones como: «La cara triste, más iluminada; muslos más frescos...». Tampoco varió su estilo, aunque a su alrededor triunfaban las más importantes vanguardias del siglo XX. Un realismo sofisticado, que eliminaba detalles y reducía la imagen a una síntesis calculada. Un clima de ambigüedad y silencio que, en llamativo contraste, ha desatado ríos de interpretaciones. Y aunque nunca encajó en ningún movimiento de su época, siempre fue respetado; y con los años, cada vez más premiado y reconocido. Su retrospectiva en el Whitney Museum de Nueva York en 1964, tres años antes de morir, fue un gran éxito entre la crítica y los artistas, incluidos los expresionistas. Todos reconocían en ese lacónico individualista -enemigo acérrimo de la banalidad y las concesiones y que dijo más de una vez, y fue de las pocas cosas que repitió: «Yo solo he tratado de pintarme a mí mismo»- a un modélico icono del hombre americano. A modo de despedida, el último cuadro que pintó se titula Dos comediantes. Representa a una pareja de payasos, hombre y mujer, vestidos de blanco, saludando en un oscuro escenario. Son Hopper, que murió a los 84 años, y Jo, que lo siguió unos meses después. 

SU MUJER
Josephine y Edward se enamoraron en el verano de 1923 durante unas colonias artísticas. Se casaron un año después. Jo provenía de una familia humilde de Manhattan. Su padre era un profesor de música, pianista fracasado y pésimo progenitor, pero le inculcó el interés por el arte y la danza. Aunque Jo estudió para ser maestra y trabajó como tal 10 años, se especializó en arte y desde joven hizo teatro. Durante la Primera Guerra Mundial se alistó en la Cruz Roja. Una bronquitis la trajo de vuelta, y sin trabajo ni dinero tuvo que vivir en un hogar de acogida. Pese a ello, siempre estuvo conectada con el mundo del arte, que al final la llevó hasta Hopper.

SU MUSA
Desde 1924, Jo se convirtió en la única modelo de Hopper. Solo pintó un óleo de ella, pero hay muchas acuarelas, dibujos y caricaturas que dejan clara su importante presencia. Jo influyó enormemente en su proceso creativo, animándolo a tomarse en serio la acuarela, inspirándole en los temas o poniendo título a sus obras, como el famoso Noctámbulos. Jo, además, escribió unos diarios sobre su relación y el proceso creativo de Hopper. Revelan que su relación fue tormentosa, con muchas discusiones y peleas. Y un hecho: a medida que la carrera de él crecía, la de ella desaparecía. De hecho, las pinturas de Jo no se han expuesto nunca. 

SUS MAESTROS
En 1906, Hopper vivió casi un año en París, ciudad a la que volvería más tarde. No descubrió allí a Matisse ni el cubismo, tan en auge en aquellos años, sino a Rembrandt, a Degas, a Vallotton... La magia de la luz y la expresividad de los encuadres de esos maestros iban a ser claves de su arte. «En París –dijo- fui a los cafés, al teatro, paseé. De Picasso nunca oí hablar».

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