Ron y rugby bajo los chaguaramos (Venezuela)
(Un reportaje de Pablo Guimón en el suplemento de viajes de
El País del 9 de mayo de 2014)
La Hacienda Santa Teresa acoge una de las destilerías más antiguas de
Venezuela y esconde historias de héroes y villanos, de
licor y deporte. Y un insólito experimento de
regeneración social. Hay
lugares que son únicos en el mundo por la cantidad y la calidad de las
historias que encierran. Y por su capacidad de conjugar, en
un mismo espacio geográfico, ideas aparentemente antagónicas. Historia y futuro. Riqueza y miseria. Naturaleza
e industria. Héroes y villanos. O, quizá la
más atractiva de ellas, licor y
deporte. Todas esas
cosas, y alguna otra más, se entretejen
entre los cañaverales que se extienden por las 300 hectáreas de la Hacienda
Santa Teresa, en el Estado de Aragua, en el norte de Venezuela.
Dos caminos flanqueados por 1.194 chaguaramos, palmeras de más
de 20 metros de altura, forman una gigantesca cruz en el centro de la hacienda.
Es la cruz de Aragua, que durante años ha servido para identificar desde el aire,
o desde los altos cerros forrados de vegetación tropical que lo rodean, el
valle del mismo nombre. Y entre esos altísimos chaguaramos, que antiguamente fueron
símbolos de poder y riqueza, discurre el trayecto turístico que, desde hace
poco, permite al visitante conocer la fascinante historia (y el alucinante presente) de la más antigua marca de ron de Venezuela.
Aquí se hace ron desde mediados del siglo XIX. La hacienda
fue fundada en 1796 por el conde Martín Tovar, que la bautizó en honor a su
hija Teresa, pero fue devastada en la guerra de independencia, a principios del
siglo XIX, en la que Venezuela se separó de la
Corona española. En esta finca Simón Bolívar ratificó
su histórica proclama de abolición de la esclavitud. Y fue precisamente una
esclava liberada la que salvó a Panchita, una niña de ocho años, la única superviviente
de la familia Ribas, comprándola a un oficial por siete pesos macuquinos. Panchita
era sobrina de un general del ejército libertador que en 1814, al frente de un
inexperto ejército de estudiantes, paró a las tropas del temible comandante Bovés.
Pero este se repuso y en venganza ordenó liquidar a toda la familia Ribas. Casi
lo logra, pero sobrevivió Panchita, que volvió a Aragua al acabar la guerra.
Aquí la conoció en 1926 Gustav Julius Vollmer, el primer Vollmer
que llegó a Venezuela, un alemán que quedó prendado de aquel valle y de Panchita,
con quien se casó en 1830. Juntos empezaron a recuperar las tierras familiares. Fue en 1885 cuando Gustavo Julio, el hijo de ambos, compró la Hacienda Santa Teresa. Y en 1909 se registra la marca Santa Teresa, la primera de ron
de Venezuela.
Los Vollmer trajeron a la hacienda el primer tractor que
llegó al país, para llevar la caña de azúcar al trapiche. A mediados del siglo
XX ya había en Santa Teresa un moderno complejo agroindustrial para producir
finos rones añejos, con una destilería de melaza, que hoy se puede visitar. La ruta
empieza en la vieja casa de los condes y prosigue por las distintas etapas de
elaboración del ron, desde la recolección de caña basta la planta de
embotellado, pasando por las destilerías, la moderna y la antigua, y las naves,
rodeadas de vegetación salvaje, donde descansan las viejas barricas de ron. Por
el camino se pueden probar, de la mano del maestro catador, los distintos rones
elaborados en la finca. Desde el Gran Reserva hasta los delicadísimas 1796 o el
Bicentenario, procedente de toneles que atesoran rones de más de 80 años y de los que solo se extraen un millar de
litros al año, en botellas numeradas a mano.
La ruta por la
hacienda se realiza
en un viejo vagón de tren (primero por vías y luego por caminos de tierra) que parte
de la estación del Consejo, dentro de
la propia finca. Aquí llegó el 8 de abril de 1893 el mítico ferrocarril que unía Caracas y
Valencia, acaso el más importante de la historia ferroviaria venezolana, y que
supuso el despertar de Aragua. Alberto Vollmer
Herrera, padre del actual presidente de la compañía ronera, mandó construir en
su recuerdo 12 kilómetros de vía férrea dentro de la hacienda y restaurar la vieja
estación, que entra en funcionamiento los fines de semana para las visitas.
Desde la estación de El Consejo, asentada sobre una loma cubierta
de césped y que funciona también como restaurante y coctelería, se disfruta de
una espectacular vista de la hacienda. Los altísimos chaguaramos, los frondosos
cañaverales, los alambiques, la planta embotelladora, la vieja residencia de
los condes... y un elemento disonante que conecta
con el insólito presente de la hacienda: un campo de rugby.
Porque si la historia de la hacienda es curiosa, su presente
entra ya de lleno en el realismo mágico. Un presente que empieza un sábado
de diciembre de 2003, cuando un oficial de seguridad de la finca fue asaltado
por tres muchachos pertenecientes a una de las bandas delictivas juveniles que
imponían su ley en los barrios (o favelas) que salpican los cerros que
circundan la Hacienda Santa Teresa. Una alternativa creativa Aquel
asalto hizo ver a Alberto Vollmer, que había entrado a pilotar la compañía en
1999, que no podían vivir de espaldas a la cruda realidad social que les
rodeaba. Vollmer constató que si los entregaba a la policía, aquellos asaltantes
que casi asesinaron a su empleado iban a ser ajusticiados. Pero sabía que si
los dejaba libres estaría lanzando un peligroso mensaje a los cerros. De modo
que el joven empresario les propuso una alternativa "creativa". Les
ofreció pagar por su delito trabajando tres meses para él en la hacienda. Y los
asaltantes aceptaron.
Así empezó lo que hoy se ha convertido en el Proyecto
Alcatraz, un singular martelo de regeneración social y económica. Un programa
que ha logrado dividir por cuatro la tasa de homicidios en la zona y que ha llamado
la atención de instituciones, expertos y Gobiernos de medio mundo.
En una surrealista sucesión de acontecimientos, capeados
sobre la marcha por Vollmer y su equipo, a aquellos tres asaltantes les siguieron
la veintena de miembros de su banda. Después, la banda enemiga. Y así hasta los
dos millares de jóvenes que hoy participan en los distintos programas. Un
proyecto que se vertebra en un inesperado eje: el rugby. Los hermanos Vollmer,
Henrique y Alberta, son apasionados de este deporte, que aprendieron en sus años
de estudiantes en Francia. Y enseguida comprendieron que los valores de ese
"deporte de villanos jugado por caballeros" podían servir para ayudar
a aquellos muchachos que llegaban a su hacienda, acostumbrados a resolver sus
pleitos a balazos.
Los alcatraces, como se conoce a los jóvenes de las bandas
integrados en el programa, combinaban los entrenamientos de rugby con trabajos
en diferentes áreas de la empresa. Y ellos mismos reclutan en sus barrios a
otros chavales en peligro de exclusión social "Antes
nos veían con pistolas y jugaban a pistolas",
explica un alcatraz, "Ahora nos ven con pelotas de rugby y juegan al
rugby".
Algunos de los alcatraces van incorporándose en las
distintas actividades de la oferta turística que tiene hoy la hacienda. En las cocinas
o en las barras del restaurante, y también vestidos con el blanco y el negro de
la equipación de rugby del equipo Alcatraz, guiando a los turistas en su
recorrido por la finca. Los jóvenes alcatraces, algunos con mucha gracia y
solvencia, muestran a los visitantes las distintas zonas de la finca exponiendo
las similitudes entre la elaboración del ron y la práctica del rugby. Dos cosas
que, por extraño que parezca, y quizá con la ayuda del efecto de los chupitos
de ron que se van degustando por el camino, al final del
tour parece que tienen mucho en
común.
El turismo es el nuevo horizonte del Proyecto Alcatraz,
trazado por un empresario visionario, Alberto Vollmer. Su nueva fantasía es de
color blanco. En algún viaje a España se le ocurrió que los barrios de chabolas
encaramados a los cerros que rodean la hacienda, donde hasta hace poco reinaban
las bandas y no podía entrar ni
la policía, podrían
ser como los pueblos blancos andaluces. Así nació el Proyecto Casas Blancas, que cuenta con la
financiación de, entre otros, la
fundación de Bill y
Melinda Gates. Cuando un barrio se convierte en seguro se pinta de blanco.
El resultado es
sorprendente. La sencilla geometría de las
chabolas de hormigón se transforma en pueblos blancos que emergen entre la
vegetación tropical y se asoman al maravilloso valle presidido por la cruz de Aragua. Un
paisajista diseñará plazas y plantará flores. Y aquellos jóvenes antes abocados
a morir en un tiroteo abrirán sus negocios turísticos. Algunos
ya se están formando. ¿Una fantasía inverosímil? Quién sabe. Pero esto es el
valle de Aragua y cosas más improbables que esta se han producido. Más información en www.haciendasantateresa.com.ve
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