El español que penetró África
(Un artículo de Luis Reyes en la revista Tiempo del 27 de
noviembre de 2015)
Guinea, 28 de noviembre de 1884. Iradier regresa tras
consolidar la única colonia de España en África.
Cuando tenía solo 14 años Manuel Iradier anunció en una
conferencia que iba a explorar el África ignota. En el XIX los europeos sentían
la llamada de lo desconocido y lo arduo, querían descubrir Troya, llegar al
Polo, hollar la ciudad prohibida de La Meca, sin dar importancia a sacrificios
y riesgos. Iradier pertenecía a esa raza en un siglo en que los españoles
estaban enfrascados en los terribles conflictos internos y salían poco de sus
fronteras. El mismo Iradier, antes de llevar a cabo sus fantasías infantiles,
tuvo que combatir en la III Guerra Carlista: durante dos años luchó en el
Batallón de Voluntarios de la Libertad defendiendo Vitoria de los carlistas.
Stanley. Sin
embargo, su compromiso con la causa del liberalismo no le hacía olvidar sus
sueños. Un día feliz de 1873, el voluntario se encontró con un corresponsal de
guerra, enviado especial del New YorkHerald, llamado Henry Morton
Stanley, el hombre que había encontrado al doctor Livingstone perdido en
África. Le contó el proyecto que perfeccionaba desde niño, atravesar el
continente del cabo de Buena Esperanza hasta Trípoli. El experimentado Stanley
transmitió un poco de sentido común al joven Iradier. Le dijo que abordara
África por el centro, tomando como base la isla de Fernando Poo, la única
colonia española, para obtener alguna ayuda del Gobierno y extender el área de
influencia de España al continente.
A los 20 años,
Iradier había hecho la guerra, se había licenciado en Filosofía y Letras, había
fundado en Vitoria una sociedad de africanistas llamada La exploradora, había
ingresado en la masonería, se había casado y había reunido 10.000 pesetas para
una expedición que zarpó de Cádiz en enero de 1875. Iban también Isabel de
Urquiola, con la que acababa de casarse ex profeso para que pudiera
acompañarle, y su cuñada Juliana, dos chicas de 20 y 17 años, hermanas de un
miembro de La exploradora que acudían a las reuniones africanistas y sintieron
la llamada de la aventura. Ya había mujeres excepcionales adelantadas a su
tiempo que rompían los moldes sociales.
Los
expedicionarios montaron su base en la islita de Elobey el Chico, vecina a la
desembocadura del río Muni, en donde Isabel daría a luz una niña. Mientras
ellas realizaban observaciones meteorológicas, Iradier se internó por el Muni
con una barca a la que bautizó La Esperanza; su único apoyo era el de un
criado nativo llamado Elombuangani. Recorrió 1.876 kilómetros y sin ser
cartógrafo, ni antropólogo, ni lingüista, ni astrónomo, trajo de su expedición
la primera cartografía de la zona, informes de las costumbres y comercio de
numerosas tribus, con sus vocabularios y gramáticas, y observaciones
astronómicas.
El precio a
pagar fue alto: padeció terribles fiebres –se piensa incluso que fue envenenado
por alguna tribu hostil–, su hijita murió y a raíz de esa desgracia su bella
historia de amor juvenil con Isabel dio paso a un matrimonio resentido, y
perdió la complicidad con la que debería haber sido su compañera de aventuras.
A su regreso a
España, Manuel Iradier publicó el resultado de su exploración y llamó la
atención de quienes miraban más allá de los estrechos límites peninsulares.
Pero ese viaje no había sido para él más que la preparación de uno mucho más
ambicioso, una expedición hasta la región de los Grandes Lagos, cuyo fruto
debería ser un imperio colonial español en el centro de África. “El porvenir de
España está en África”, fue el lema que adoptó La exploradora. Las fuerzas de
una sociedad provinciana no eran suficientes para tamaña empresa, pero entonces
llegó la propuesta de la Sociedad Geográfica de Madrid, entidad mucho más poderosa
impulsada por personalidades como Fermín Caballero o Segismundo Moret, y
presidida por Cánovas del Castillo, brillante historiador además del gran
estadista que había diseñado la Restauración y, en esos tiempos, muchas veces
jefe del Gobierno.
Inventor. La
oferta era colaborar con La exploradora –o sea, con Iradier– en realizar una o
dos expediciones al África continental para “proceder inmediatamente a la
fundación de varias estaciones civilizadoras y factorías mercantiles”. Ese
pragmatismo convenció a Iradier: “La Sociedad Geográfica de Madrid ha
comprendido perfectamente nuestra verdadera situación colonial y el bochornoso
estado en que nos encontramos ante los ojos de las demás naciones”, fue su
respuesta, y comenzaron los preparativos para la nueva exploración.
Iradier no se
vería en la romántica soledad del anterior viaje, solo acompañado por dos
muchachas, pues ahora se le sumó Amando Osorio, un médico naturista asturiano,
miembro de otro grupo explorador animado por Joaquín Costa, la Sociedad de Africanistas
y Colonistas, y ya sobre el terreno se les agregaría un tercer mosquetero, José
Montes de Oca, capitán de fragata que ejercía de gobernador de Fernando Poo.
La exploración
se realizó en 1884, aunque era ya tarde, las grandes potencias, Inglaterra,
Francia y Alemania, habían ocupado la mayor parte del territorio continental
que pretendía España. No obstante se consiguió lo que se pudo y, mediante
tratados con un centenar de jefes indígenas que reconocían formalmente la
soberanía española, se consolidó el dominio de 14.000 kilómetros cuadrados
(como la mitad de Bélgica) alrededor del río Muni, que formaría la colonia de
Guinea Ecuatorial. Además, de acuerdo con el espíritu científico que tenían
aquellos exploradores, se realizaron investigaciones astronómicas,
antropológicas y naturalistas. Entre otras cosas descubrieron tres especies de
mariposas, que bautizaron Oxyrrheppes Iradieri, Playphullum Ossoriori
y Mustius Zabalius Guineensis.
Manuel Iradier
regresó a España con la salud tan quebrantada que nunca más podría intentar
otra expedición, pero ya era el más importante explorador español del África.
Demostrando la fecundidad de su espíritu entró entonces en otra categoría de
pioneros de aquel tiempo, los inventores. Inventó una caja tipográfica para
composición, un contador automático de agua, un fototaquímetro y accesorios
fotográficos, investigó la espectrografía, el movimiento oscilante, la
atmósfera lunar o la topografía de Venus, manteniendo correspondencia con
Flammarion, el astrónomo más célebre de su época. Pero su vida familiar nunca
se recompuso y murió solo y olvidado en 1911.
Etiquetas: Pequeñas historias de la Historia
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