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sábado, mayo 7

Los sonidos de la muerte



(Un texto de Alberto Serrano Dolader en el Heraldo de Aragón del 2 de noviembre de 2014)

El peor de los castigos era la muerte repentina, que por imprevista no dejaba hueco para la reacción y la penitencia. Por eso, se agradecían detalles como los del aragonés san Pascual Bailón, que avisaba a sus devotos de la proximidad del óbito con tres sonoros golpes de su cayado, muy secos. Nuestros abuelos colocaban estampas del santo en sus alcobas para que estuviese siempre a mano y no se despistara.

Nadie me ha sabido precisar si el sonido premonitorio lo escuchaba solo el interesado o era pregón compartido. Hay quien asegura que esos golpes retumbaban en los maderos del techo, otros dicen que en los travesaños de la cama. Antonio Beltrán me comentó que, en ocasiones, esos bastonazos eran sustituidos por estirones de la sábana o de la almohada, también en número de tres.

Puestos a no tener miedo podemos acogernos a otra creencia popular menos extendida: si lo que oímos son golpecicos pequeños es que san Pascual nos confirma que ha tomado buena nota de nuestras oraciones.

En todo caso, el anuncio generoso de los tres golpes mortales se enmarca dentro de una tradición española de augurios en torno a la que el antropólogo Gómez-Tabanera reflexionó en los años sesenta: «Para un enfermo son augurios mortales el volverse cara a la pared o arreglar el embozo de su cama; oír desde la alcoba el canto de una lechuza, o el aullido de un perro; que el perro de la casa se ponga a escarbar en el suelo durante tres días seguidos; que se oiga el toque de ánimas en el momento de administrar la extremaunción; que suenen las campanadas de un reloj al dar el viático, que el enfermo hable de viajar o de levantarse, o que quiera vestirse estando muy grave, o que incluso haga nudos o estrujones en la ropa de la cama; que entren o vuelen cerca de la casa grandes moscardones, mariposas nocturnas, lechuzas o murciélagos…».

Volviendo a Pascual Bailón (natural de Torrehermosa, donde nació en 1540), el propio santo «supo la hora de su muerte», así lo escribió en 1619 el cronista Blasco de Lanuza, quien añade que entre los milagros que se le atribuyen «hay cuatro muertos resucitados». El santo franciscano falleció en 1592 en Villarreal (Castellón), donde se está su sepulcro. Cuando se celebraba el funeral y al elevar el cura la Hostia, el cadáver que se hallaba en el féretro abrió y cerró los ojos por dos veces «con asombro general de los asistentes» (J. Arratíbel, 1959).

Repaso despacio los textos del citado Blasco de Lanuza y subrayo algunos párrafos de lo supuestamente ocurrido en aquellas pompas fúnebres: «Súdale del cuerpo a este santo después de muerto un licor claro, como agua, que lo recogían las gentes en sus lienzos con que después curaron muchas enfermedades». Más: «Quedó el cuerpo de este varón bendito en color de hombre vivo, y tan tratable y blando como si estuviera en gran reposo durmiendo».

También transmite la tradición que, a partir de entonces y por más de dos siglos, quienes se acercaban hasta su tumba escuchaban unos misteriosos golpecitos, supongo que de los flojicos que más arriba he comentado.

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