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viernes, mayo 6

Torrero, un espejo fiel de la vida y muerte en Zaragoza



(Un texto de Mariano García en el Heraldo de Aragón del 2 de noviembre de 2014)

Ramón Betrán acaba de terminar un exhaustivo estudio sobre el origen del cementerio de Torrero y sus avatares hasta 1943. 

El primer cementerio de Torrero era una humilde pared de adobe de apenas tres metros de altura, que cercaba una superficie de 25.462 metros cuadrados. Dos calles se cruzaban en el centro y una de ellas estaba flanqueada por dos andadores paralelos. La puerta era de ladrillo, pero de una sobriedad sobrecogedora, y contaba con una paupérrima capilla de apenas 50 metros cuadrados. Este es uno de los datos que afloran en el libro 'La ciudad y los muertos. La formación del cementerio de Torrero', que acaba de completar, tras varios años de investigación, Ramón Betrán, jefe del servicio de Planeamiento y Rehabilitación de la Gerencia de Urbanismo. El libro, que publicará […] el Ayuntamiento de Zaragoza, está lleno de datos e imágenes inéditos. «Torrero es una especie de ciudad, con sus barrios de lujo, sus bajos fondos e incluso una especie de 'paseo de la Independencia', que es el andador Costa», señala Betrán.

La historia del cementerio, también, puede escribirse a golpe de epidemias. Fue en la de cólera de 1764 cuando se empezó a advertir que era insano enterrar en las iglesias. «En el siglo XVIII se vivió un conflicto entre la higiene y el más allá -resume Betrán-, y empezaron a aparecer normativas que prohibían el entierro dentro de las ciudades. Así surgió el cementerio de La Cartuja, creado por el Hospital de Gracia, aunque se siguió enterrando dentro de la ciudad. Los franceses lo prohibieron pero, al irse, volvieron las antiguas costumbres. En 1832 el Estado ordenó poner en marcha un cementerio extramuros porque veía cerca el peligro de la epidemia de cólera que corría por Europa».

Diseñado por los arquitectos municipales José Yarza y Joaquin Gironza con una sobrecogedora carestía de medios (ni siquiera les encargaron planos, por no pagarlos), el camposanto se creó en Torrero por estar entonces lejos de la ciudad, en un terreno impermeable y contra el viento. «Las parroquias se resistieron en principio a utilizarlo porque una parte importante de sus ingresos correspondía a los derechos de entierro -señala Betrán-. En 1834 se les dio un ultimátum y estas lograron que se les repartiera el suelo en función del número de sus feligreses. Esta situación se mantuvo hasta avanzado el siglo XIX».

Fue en 1867 cuando se municipalizó por completo, después de una pequeña rebelión por parte de las parroquias, que llegaron a crear un cementerio propio. Fue cerrado por orden gubernativa por sus insalubres condiciones.

«Ya de propiedad municipal, se pudo emprender la necesaria actualización -relata Betrán-. En 1871 se inauguró el cementerio protestante y en 1875 se realizó la que a mi juicio es la obra más importante, la ampliación diseñada por el arquitecto Segundo Díaz. La ampliación se hizo sin nichos y dejando espacio para panteones. Se generaron, además, dos zonas para dar sepultura a los niños. Lo que hizo luego el arquitecto Ricardo Magdalena fue aplicar los principios que había sentado Díaz». A partir de 1875 las ampliaciones y reformas se fueron sucediendo cada pocos años. Las dos siguientes, nuevamente, a consecuencia de las epidemias. Con la de la gripe de 1918 a las puertas de la ciudad, la ampliación tuvo que hacerse a toda prisa, con una cerca de madera.

«Los primeros mausoleos de importancia no se empezaron a ver hasta principios del siglo XX, gracias al empuje de la burguesía. Y eso puede comprobarse en hechos como que Juan Bruil, que fue ministro y toda una fortuna nacional, tiene un monumento funerario mucho más humilde que los de algunos comerciantes de unos años después. Luego, la República modificó el reglamento del cementerio, hizo desaparecer las divisiones confesionales y creó un montón de tipos distintos de sepulturas, algunas incluso excéntricas. Al Ayuntamiento le interesaba vender suelo».

Y entre 1936 y 1939 el camposanto se puso al servicio de la guerra en todos los aspectos. «Era el lugar en el que se enterraba a los combatientes del bando franquista, pero también donde recibían sepultura los fusilados. Seguir la historia del cementerio en esos años me ha impresionado -relata Betrán-, porque se ve la guerra en toda su crudeza, también en su crudeza burocrática. Al acabar la contienda el cementerio regresó a la normalidad, se aprobó un nuevo reglamento y quedó recompuesto en el 43». Y ahí acaba el relato del libro de Betrán: más de cien años de historia del camposanto pero, también de historia de la ciudad.

«Torrero es un visor del estado de la sociedad zaragozana -concluye-. En su historia está Zaragoza depurada de todo lo accesorio».

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