Torrero, un espejo fiel de la vida y muerte en Zaragoza
(Un texto de Mariano García en el Heraldo de Aragón del 2 de
noviembre de 2014)
Ramón Betrán acaba de terminar un exhaustivo estudio sobre
el origen del cementerio de Torrero y sus avatares hasta 1943.
El primer cementerio de Torrero era una humilde pared de
adobe de apenas tres metros de altura, que cercaba una superficie de 25.462
metros cuadrados. Dos calles se cruzaban en el centro y una de ellas estaba flanqueada
por dos andadores paralelos. La puerta era de ladrillo, pero de una sobriedad sobrecogedora,
y contaba con una paupérrima capilla de apenas 50 metros cuadrados. Este es uno
de los datos que afloran en el libro 'La ciudad y los muertos. La formación del
cementerio de Torrero', que acaba de completar, tras varios años de
investigación, Ramón Betrán, jefe del servicio de Planeamiento y Rehabilitación
de la Gerencia de Urbanismo. El libro, que publicará […] el Ayuntamiento de
Zaragoza, está lleno de datos e imágenes inéditos. «Torrero es una especie de ciudad,
con sus barrios de lujo, sus bajos fondos e incluso una especie de 'paseo de la
Independencia', que es el andador Costa», señala Betrán.
La historia del cementerio, también, puede escribirse a
golpe de epidemias. Fue en la de cólera de 1764 cuando se empezó a advertir que
era insano enterrar en las iglesias. «En el siglo XVIII se vivió un conflicto entre
la higiene y el más allá -resume Betrán-, y empezaron a aparecer normativas que
prohibían el entierro dentro de las ciudades. Así surgió el cementerio de La
Cartuja, creado por el Hospital de Gracia, aunque se siguió enterrando dentro
de la ciudad. Los franceses lo prohibieron pero, al irse, volvieron las
antiguas costumbres. En 1832 el Estado ordenó poner en marcha un cementerio extramuros
porque veía cerca el peligro de la epidemia de cólera que corría por Europa».
Diseñado por los arquitectos municipales José Yarza y
Joaquin Gironza con una sobrecogedora carestía de medios (ni siquiera les encargaron
planos, por no pagarlos), el camposanto se creó en Torrero por estar entonces lejos
de la ciudad, en un terreno impermeable y contra el viento. «Las parroquias se
resistieron en principio a utilizarlo porque una parte importante de sus ingresos
correspondía a los derechos de entierro -señala Betrán-. En 1834 se les dio un ultimátum
y estas lograron que se les repartiera el suelo en función del número de sus feligreses.
Esta situación se mantuvo hasta avanzado el siglo XIX».
Fue en 1867 cuando se municipalizó por completo, después de una
pequeña rebelión por parte de las parroquias, que llegaron a crear un cementerio
propio. Fue cerrado por orden gubernativa por sus insalubres condiciones.
«Ya de propiedad municipal, se pudo emprender la necesaria actualización
-relata Betrán-. En 1871 se inauguró el cementerio protestante y en 1875 se
realizó la que a mi juicio es la obra más importante, la ampliación diseñada por
el arquitecto Segundo Díaz. La ampliación se hizo sin nichos y dejando espacio
para panteones. Se generaron, además, dos zonas para dar sepultura a los niños.
Lo que hizo luego el arquitecto Ricardo Magdalena fue aplicar los principios que
había sentado Díaz». A partir de 1875 las ampliaciones y reformas se fueron sucediendo
cada pocos años. Las dos siguientes, nuevamente, a consecuencia de las epidemias.
Con la de la gripe de 1918 a las puertas de la ciudad, la ampliación tuvo que hacerse
a toda prisa, con una cerca de madera.
«Los primeros mausoleos de importancia no se empezaron a ver
hasta principios del siglo XX, gracias al empuje de la burguesía. Y eso puede
comprobarse en hechos como que Juan Bruil, que fue ministro y toda una fortuna
nacional, tiene un monumento funerario mucho más humilde que los de algunos comerciantes
de unos años después. Luego, la República modificó el reglamento del cementerio,
hizo desaparecer las divisiones confesionales y creó un montón de tipos
distintos de sepulturas, algunas incluso excéntricas. Al Ayuntamiento le interesaba
vender suelo».
Y entre 1936 y 1939 el camposanto se puso al servicio de la guerra
en todos los aspectos. «Era el lugar en el que se enterraba a los combatientes del
bando franquista, pero también donde recibían sepultura los fusilados. Seguir la
historia del cementerio en esos años me ha impresionado -relata Betrán-, porque
se ve la guerra en toda su crudeza, también en su crudeza burocrática. Al acabar
la contienda el cementerio regresó a la normalidad, se aprobó un nuevo reglamento
y quedó recompuesto en el 43». Y ahí acaba el relato del libro de Betrán: más
de cien años de historia del camposanto pero, también de historia de la ciudad.
«Torrero es un visor del estado de la sociedad zaragozana
-concluye-. En su historia está Zaragoza depurada de todo lo accesorio».
Etiquetas: Pequeñas historias de la Historia, Sin ir muy lejos
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