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domingo, mayo 15

La exquisita complejidad del lápiz



(Un texto de Sergio Parra en el n. 55 de la revista Yorokobu -2014-)

El lápiz nació como Frankenstein, gracias al rayo de una tormenta que cayó en el humilde pueblo de Borrowdale.
Los primeros lápices los usaban solo los pastores de Cumbria del siglo XVI para marcar ovejas.
Debido a las guerras napoleónicas, el grafito de los lápices se volvió muy codiciado: usarlo para otra cosa que no fuera la guerra podía condenarte a la horca.
La mayoría de lápices están pintados de amarillo debido a la bandera austrohúngara.
Las primeras gomas de borrar se pudrían y olían fatal, pero el inconveniente se resolvió gracias al dios Vulcano.

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A pesar de su diseño tosco y sus materiales humildes, el mejor ejemplo para comprender cómo funciona la genialidad es un lápiz. Aunque parezca simple y común, un lápiz puede ser tan misterioso y extraño como una varita mágica que se muerde por arriba y se gasta por abajo. Porque el lápiz no fue creado por una sola persona, sino por la suma de fragmentos dispersos de conocimiento. Un conocimiento que, por separado, resulta incompleto y hasta contradictorio, pero que, unido, puede formar una herramienta tan sencillamente compleja o tan complejamente sencilla como un lápiz.

Leonard Read escribió un ensayo considerado ya clásico sobre la complejidad de un simple lápiz, ‘I, Pencil’, en el que un lápiz común narra en primera persona cómo su existencia depende del esfuerzo de millones de personas, desde los mineros de grafito de Sri Lanka hasta los madereros en Oregón. Sin olvidar los trabajadores del laboratorio donde los polímeros sin tratar son convertidos en gomas de borrar. «No hay una sola persona entre todos estos millones, incluido el presidente de la compañía lapicera, que contribuya más de una pequeña, infinitesimal porción de conocimiento y trabajo».

Jeffrey Kluger, en su libro Simplejidad, no se olvida tampoco de «los hornos de fundición para las plantas de metal, las autoclaves para los laboratorios de la goma, las hojas dentadas de los aserraderos, las excavadoras para las minas de carbón, el algodón para vestir a los trabajadores del laboratorio, la panceta para alimentar a los leñadores…». Henry Petroski, profesor de ingeniería civil de la Universidad norteamericana de Duke, sostuvo que «conocer la historia del lápiz es entrar en el microcosmos de la historia de la ingeniería».

Pero antes de que apareciera el primer lápiz tal y como lo conocemos, durante la Edad Media se empleaba ya una especie de brocha llamada penicillum para marcar el papel con tinta. Y en tiempos del imperio, los romanos usaban una caña con pelos de animal recortados, aunque también escribían con punzones de hierro sobre tablas de cera. No fue hasta el primer tercio del siglo XVI que el pintor y grabador alemán Alberto Durero inventó algo más parecido a un lápiz: una barrita de plomo y cierta aleación de estaño llamada punta de plata.

Sin embargo, para obtener en todo su esplendor lo que hoy consideramos un prosaico lápiz, tuvieron que hacerse previamente muchos descubrimientos.

El plomo negro de Borrowdale o en busca del grafito

Si bien no se tiene constancia de quién inventó el lápiz, fue otro alemán, el médico, botánico y zoólogo Conrad von Gesner (1516-1565), quien describió por primera vez una herramienta para escribir que empleaba el grafito enfundado en una envoltura de madera, en su obra De omni rerum fossilium genere (1565). Fue un año después de que, por azar, se encontrara una mina de grafito puro en Borrowdale, región inglesa de Cumbria: una tormenta había arrancado de raíz un roble gigante, dejando a la vista una sustancia que parecía una especie de plomo adherido a las raíces más profundas. Por esa razón, fue bautizada como plomo negro o plumbago. En poco tiempo, el rumor de la existencia de una roca capaz de pintar se extendió por toda Inglaterra y, finalmente, por el resto de Europa.

Habría que esperar hasta 1789, el año de la Revolución francesa, para que el profesor de la Academia de Minería de Freiberg Abraham G. Werner, que ya sabía que se trataba de una especie de carbón, lo llamara grafein (del griego, escribir). El nombre le venía ni que pintado, porque aquel plomo negro de Borrowdale se usó durante mucho tiempo en pequeños trozos llamados marca-piedras, sobre todo para marcar a las ovejas. Además, este depósito de grafito de Borrowdale era extremadamente puro y sólido y podía ser fácilmente aserrado en barritas. Con todo, seguía siendo incómodo de usar, sobre todo porque acababas con las manos negras, así que pronto empezó a envolverse en cuerda o cuero que se desenrollaba según se iba consumiendo el grafito.

Aquel protolápiz hecho de cuerda ni siquiera tenía punta y todavía manchaba muchísimo, pero permitía hacer algo que nunca antes se había conseguido. Así que Inglaterra mantuvo el monopolio del plumbago durante siglos —si bien otros países trataron de purificar el grafito, solo conseguían un polvo fino, no las milagrosas barritas sólidas de los ingleses—. Y es que, aún hoy, el depósito de Borrowdale sigue siendo el único de grafito a gran escala encontrado de esta forma sólida. Y todo por un fortuito rayo.

Sin embargo, el monopolio inglés terminaría cuando, en 1662, los alemanes consiguieron mezclar grafito en polvo, azufre y antimonio para crear unos palos similares a los de los lápices ingleses, aunque de inferior calidad. Fue en la década de 1760 cuando la compañía alemana Faber fundó una fábrica en la ciudad de Nuremberg, Alemania, para la producción a gran escala.

En mitad de las guerras napoleónicas, Francia no disponía de lápices. Al estar enfrentado con prácticamente todo el mundo, ni los ingleses ni los alemanes se los vendían. Además, un lápiz era lo que menos se necesitaba entonces, pues el grafito era muy importante para la construcción de armamento bélico, básicamente para dibujar moldes. De modo que el grafito se convirtió enseguida en un objeto de contrabando, convirtiendo el mineral en algo tan valioso que incluso la corona británica podía castigar con la horca a los mineros que lo sustrajeran. Ello obligó a agudizar el ingenio de Nicholas Jacques Conté, un oficial de Napoleón, que en 1795 desarrolló un sistema propio para producir minas de lápiz: mezclar el polvo de grafito con arcilla para luego cocer la mezcla en un horno, es decir, el sucedáneo de grafito que hoy en día se sigue utilizando con algunas mejoras. De hecho, Conté es una marca comercial que siguen empleando muchos artistas.

Este sucedáneo de grafito terminó por envolverse en una funda de madera de cedro para facilitar su manejo: dos partes de madera rectangulares. Y ya tenemos ante nosotros algo muy parecido al lápiz y, además, mucho más barato que los anteriores, pues el grafito era un material escaso y, por tanto, muy costoso. Fue entonces cuando la demanda de lápices verdaderamente se disparó y los que se dedicaban a vender plumas de ganso para escribir vieron cómo su negocio quedaba casi extinguido.

Hoy, la ciudad de Keswick, Inglaterra, cercana a la zona del hallazgo original del bloque de grafito, tiene un museo del lápiz: el Cumberland Pencil Museum. La peculiaridad de su ubicación reside en que el suelo está repleto de grafito.

El grafito de la mayoría de lápices del mundo se clasifica con el sistema europeo de gradación continua descrita por H (para el grado de dureza) y B (para el grado de oscuridad), así como F (para el grado de finura). La gradación se establece por una secuencia de las letras H o B sucesivas, tal como BB o BBB para minas cada vez más suaves, y HH o HHH para minas cada vez más duras. El lápiz típico para escribir es el HB. En los 9H, la proporción de grafito oscila alrededor de un 41%; y hasta más de un 90% en los 9B. Según Henry Petroski, esta clasificación se desarrolló a principios del siglo XX por Brookman, fabricante inglés de lápices.

El color amarillo de la distinción o en busca de la madera

En Italia, una pareja de carpinteros, Simonio y Lyndiana Bernacotti, ahuecaron un trozo de madera de enebro a fin de introducir el grafito dentro. Era entonces un lápiz compacto y de sección ovalada, destinado generalmente a trabajos de carpintería. Friedrich Staedtler fue uno de los carpinteros que mejoró el proceso de insertar la barra de grafito en el centro de la madera, dividiendo el palo en dos partes, horadando un surco en toda su longitud y, finalmente, uniendo de nuevo las dos secciones de madera con cola.

Se dice que William Munroe, ebanista en Concord, Massachusetts, hizo los primeros lápices de madera estadounidenses en 1812. El método de fabricación de Munroe era demasiado lento, así que poco después, en la ciudad vecina de Acton, el empresario Ebenezer Wood automatizó el proceso otorgándole a la carcasa del lápiz su característica forma hexagonal y octogonal. Estas formas permiten que los lápices tengan un mejor agarre en la mano y se ahorre mucha madera en la fabricación. Ebenezer también fue el primero en emplear una sierra circular en la fabricación del lápiz, sin embargo, no patentó su invento y compartió sus técnicas con todo aquel que le preguntara. Uno de ellos fue Eberhard Faber, que acabó por convertirse en el primer productor mundial de lápices.

Cada vez que sostenemos un lápiz entre los dedos, sin embargo, no somos conscientes de que en realidad sostenemos un pedazo de madera, generalmente de cedro. Y que esa madera no ha sido obtenida por rudos leñadores barbudos de pantalones vaqueros y camisas a cuadros, tal y como señala Annie Leonard en su libro La historia de las cosas, sino por titánicas máquinas humeantes: «topadoras monumentales, grúas, pellizcadoras gigantes que levantan los troncos con sus enormes garras de metal para apilarlos en camiones inmensos». Además, los trabajadores que operan con esta tecnología están sometidos a numerosos riesgos, desde la caída de árboles hasta las condiciones meteorológicas adversas, lo que ha convertido la tala de árboles en una de las tres ocupaciones más peligrosas en la mayoría de los países, según la Organización Internacional del Trabajo (OIT). Es decir, que si tenéis un lápiz entre vuestros dedos ha sido gracias a que un grupo de personas arriesgara su vida con máquinas que podrían enfrentarse de igual a igual con los Transformers. O con Godzilla.

La mayoría de lápices fabricados en Estados Unidos están pintados de amarillo. Según Henry Petroski, esta tradición comenzó en 1890, cuando la L&C Hardtmuth Company de Austria y Hungría introdujo su marca de fábrica Koh-I-Noor (nombre del famoso diamante de 105 quilates —en su momento uno de los más grandes del mundo— que actualmente es propiedad de la Corona Británica y que se exhibe al público en la Torre de Londres). Era el lápiz más costoso del mundo y era de color amarillo (inspirado por la bandera austrohúngara), un color ciertamente chillón en un mundo en el que los lápices eran mayoritariamente de colores oscuros o sin color. Fue como si de repente el technicolor hubiera llegado al cine en blanco y negro. Así que, en el ámbito de los lápices, el color amarillo empezó a asociarse con la calidad y el lujo.

El amarillo también tenía cierta inspiración de Oriente en un momento en que el grafito de la mejor calidad llegaba de Siberia. Por esa razón, además del color amarillo, muchas marcas también adoptaron nombres que hacían referencia al país del Sol Naciente, como Mikado (más tarde Mirado) y Mongol. Como importante excepción, los lápices alemanes eran a menudo verdes porque se inspiraron en los colores de una de las compañías más importantes en Alemania de efectos de escritorio: Faber-Castell.

Algo que no se pudra y que no huela mal o en busca de la goma de borrar

El lápiz no solo era una herramienta más limpia, pudiéndose llevar sin riesgo de manchar la ropa, sino que permitía borrar los errores fácilmente: al principio se usaba miga de pan, pero el inconveniente de este sistema es que se necesitaba pan fresco porque el pan seco no funciona. Más tarde, el químico inglés Joseph Priestley descubrió que la savia del árbol del caucho (Hevea brasiliensis) también eliminaba los trazos de grafito. Pero Priestley no pensó en las posibilidades económicas del descubrimiento, así que fue el ingeniero Edward Nairne quien aseguró que, por error, había usado un trozo de caucho en vez de la miga de pan para borrar un trazo de lápiz, adjudicándose el hallazgo. Así que no sabemos a ciencia cierta quién de los dos fue el verdadero descubridor de la goma de borrar, pero fue Nairne el primero en comercializarlo en su tienda de Londres en 1770. Aquellos bloques de caucho eran un artículo de lujo de la época, pues se vendían a un precio exorbitado: tres chelines.

Pero si las migas de pan debían de estar frescas para resultar efectivas, el caucho que vendía Nairne también tenía otro inconveniente: se pudría con facilidad. Al fermentarse, el caucho incluso atufaba. Este inconveniente lo resolvió Charles Goodyear en 1839, célebre por sus neumáticos, pues descubrió que al calentar la goma natural con azufre, esta se volvía menos pegajosa, más dura, pero elástica, y, sobre todo, dejaba de pudrirse. Este proceso se llamó vulcanización en honor al dios latino del fuego, Vulcano, y se emplea en todo el caucho que consumimos. Por otro lado, resulta irónico que el caucho lo usaran mucho antes los aztecas para elaborar los balones con los que jugaban: así conseguían que botaran. Algo que asombró a los europeos, sin imaginarse que, tiempo más tarde, esa propiedad serviría también para borrar sus errores de lápiz.

Tiempo después, una vez se desveló la composición química del látex, no fue difícil elaborar goma sintética confeccionada a partir de un subproducto del petróleo, permitiendo así satisfacer la enorme demanda de gomas de borrar, que fue finalmente la que hizo despegar completamente la demanda de lápices: el primer útil de escritura cuyos errores podían borrarse con facilidad. ¿Quién podía ofrecer algo mejor?

Fue Hymen Lipman el que lo hizo el 30 de marzo de 1858, fecha en que recibió la primera patente por añadir la goma de borrar a un extremo del lápiz. En 1862, Lipman vendió su patente a Joseph Reckendorfer por 100.000 dólares. En 1875, el Tribunal Supremo de los Estados Unidos declaró la patente como inválida porque el invento fue en realidad una combinación de dos cosas ya conocidas, sin uso nuevo.

Las maravillas ocultas del lápiz: nos permite hablar mejor y ser más felices

Pero el lápiz no solo es un objeto fabuloso en sí mismo, sino en lo que es capaz de hacer, además de tomar notas o dibujar (o hurgarse el oído). El lápiz tiene el potencial de mejorar nuestro estado de ánimo. No, no hace falta que lo esniféis ni que lo ingiráis, sino que basta con que os lo situéis entre los dientes, evitando que toque los labios, como el caballo muerde el freno. Entonces, gracias a un fenómeno psicológico llamado realimentación facial, tenderéis a sentir una emoción asociada a la sonrisa, básicamente porque el lápiz os está obligando a sonreír. Este fenómeno tiene mucho sentido desde el punto de vista de la evolución, partiendo de la base de que somos animales sociales: si una persona que está con nosotros se ríe, nosotros no podremos evitar imitarlo, y entonces nos sentimos mejor porque también imitamos su estado de ánimo, sincronizándonos con él. El efecto funciona tanto si se es consciente de la sonrisa como si no.

Por ello, un lápiz entre los dientes producirá más bienestar que si fruncimos el ceño, tal y como sugirió un célebre experimento de 1988 realizado por Fritz Strack y sus colegas, publicado en Journal of Personality and Social Psychology. En él, un grupo de personas sostenía un lápiz entre los dientes, y el otro solo tenía la punta del lápiz entre los labios frunciendo el ceño. Al primer grupo le resultaron más graciosas una serie de tiras cómicas. Otros trabajos, como los de 2003 de Simone Schnall y James Laird, de la Universidad de Clark (Massachusetts), también sugieren que este aumento de felicidad no desaparece cuando se deja de sonreír. Obviamente, sonreír sin más, aunque no apretemos un lápiz entre los dientes, también tiene el mismo efecto beneficioso.

Sin embargo, mantener el lápiz en la boca, además de hacernos sentir mejor, nos puede ayudar a mejorar nuestra dicción, sobre todo si estamos a punto de hablar en público. De hecho, en el mundo de la radio es un secreto a voces que muchos locutores, antes de salir al aire, sujetan un lápiz con la boca y recitan unas cuantas palabras. Entonces las palabras sonarán ininteligibles, pero después, al desprenderse del lápiz, los vocablos serán pronunciados con más precisión porque hemos acostumbrado a nuestros músculos a hacer un esfuerzo extra para articular las palabras. El truco recuerda al empleado por el gran orador griego Demóstenes que, para vencer su tartamudez y su alta de voz, se hizo construir un estudio subterráneo en el que practicó discursos con la boca llena de piedras hasta conseguir hablar perfectamente. Tal vez, si hubiera tenido un lápiz a mano, lo hubiese sustituido por las piedras.

Un lápiz también puede servir para leer un 200% más deprisa sin pérdida de comprensión. Usadlo para subrayar cada línea de texto mientras la leéis lo más rápido que podáis (no hace falta que pintéis una línea, basta con pasar la punta por debajo de la frase). Como el proceso de lectura consiste en realidad en tomar una serie de instantáneas con los ojos, a saltos, con unos movimientos oculares llamados sacádicos, el uso del lápiz es como una guía que evita las continuas y naturales regresiones.

Las primeras gomas de borrar se pudrían y olían fatal, pero el inconveniente se resolvió gracias al dios Vulcano
Es entonces cuando un sencillo lápiz se convierte en un objeto extraordinario, nacido del relámpago y de las brillantes ideas de decenas de personas, capaz de hacernos hablar mejor o de infundirnos bienestar, también apto para escribir y anotar todo lo que se nos pase por la cabeza, incluso en el espacio exterior. Como una varita mágica. Como uno de esos objetos que se manosean y se aprietan para desalojar el estrés y la ansiedad. Un objeto bonito e inútil de madera tibia, de aroma tranquilizante, repleto de señales que el tiempo le ha infligido y que semejan signos cabalísticos. Un símbolo de sencillez que se puede aferrar en cualquier momento, agitar, mordisquear o golpear rítmicamente. Un lujo rústico que demuestra que lo que es en apariencia sencillo y anodino puede devenir en extraordinario. Solo hace falta saber mirar. Y un lápiz.

Lapizología:

– Se fabrican 18 mil millones de lápices al año, es decir, 50.000.000 por día o 500 por segundo.
– Si trazamos una línea recta con un lápiz HB hasta consumir todo el grafito, tendrá una longitud de 56.000 metros. El equivalente a escribir un promedio de 45.000 palabras.
– La mayoría de los lápices vendidos en América tienen goma de borrar en una punta, pero la mayoría de los vendidos en Europa no la tiene.
– En el siglo XVIII ya existían lápices que escribían en rojo por un extremo y en azul por el otro.
– Francisco Alonso, autor granadino del chotis Pichi y de varias zarzuelas ambientadas en Madrid, atesoraba una amplia colección de lápices exóticos que incluía un lápiz tenedor (que usaba para escribir música y pinchar las patatas fritas al mismo tiempo), un lápiz pipa, un lápiz destornillador, un lápiz batuta, un lápiz reloj, un lápiz botellín, un lápiz bastón y cientos de lápices más que guardaba en la caja estuche de su violín favorito.
– En España, hasta el siglo XVIII, el lápiz fue llamado lapis (del latín, piedra). Poetas como Luis de Góngora aún empleaban este término.
– El lápiz le servía a Ernest Hemingway para medir un buen día de trabajo, es decir, consumía la punta de siete lápices del número dos. El nobel de literatura John Steinbeck también medía su rendimiento según el gasto de sus lápices: «Un buen día de escritura llego a terminar con sesenta lápices». Toulouse Lautrec llegó a decir: «Yo soy un lápiz».
– Los lápices estaban incluidos en el equipo básico emitido a soldados durante la Guerra Civil.
– Después de la revolución soviética de 1917, concedieron un monopolio al empresario americano Armand Hammer para la fabricación de lápices en la URSS.
– Más de mitad de todos los lápices se fabrican en China. En 2004, los chinos fabricaron 10 mil millones, lo suficiente para rodear la Tierra más de 40 veces.
– Henry David Thoreau, naturalista y autor de Walden, se había labrado la reputación de fabricar los lápices más oscuros de Estados Unidos.
– Thomas Edison debía escribir sus ideas más brillantes con un lápiz de tres pulgadas, una mina más gruesa y con otros requerimientos especiales.
– Se dice que la NASA gastó millones en desarrollar un bolígrafo que escribiera en ausencia de gravedad, pero que los rusos resolvieron el problema usando un simple lápiz. Sin embargo, no es más que una leyenda urbana. Ahora mismo, en la Estación Espacial Internacional (ISS), los astronautas utilizan lápices. Con todo, la preocupación sobre su inflamabilidad en una atmósfera de oxígeno puro y la amenaza de trozos diminutos flotantes de grafito inspiró a Paul Fisher para desarrollar la Pluma del Espacio en 1965, un invento bastante barato.
– Para ver a un maestro del manejo del lápiz recomendamos visitar la web de Paul Lung, un artista hiperrealista que dibuja solo con esta herramienta.


Fuentes del autor:
El optimista racional, de Matt Ridley
La historia de las cosas, Annie Leonard
Simplejidad, de Jeffrey Kluger
The Pencil, de Henry Petroski
I, Pencil, de Leonard E. Read
F. Strack, L. L. Martin y S. Stepper, “Inhibiting and Faciliting Conditions of the Human Smile: A Nonobstrusive Test of the Facial Feedback Hypotesis”, Journal of Personality and Social Psychology, nº 54, 1988, páginas 768-777.
S. Schnall y J. D. Laird, “Keep Smiling: Enduring Effects of Facial Expresions and Pictures on Emotional Experience”, Cognition and Emotion, nº 17, 2003, páginas 787-797.

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