La exquisita complejidad del lápiz
(Un texto de Sergio Parra en el n. 55 de la revista Yorokobu
-2014-)
El lápiz nació como Frankenstein, gracias al rayo de una tormenta
que cayó en el humilde pueblo de Borrowdale.
Los primeros lápices los usaban solo los pastores de Cumbria
del siglo XVI para marcar ovejas.
Debido a las guerras napoleónicas, el grafito de los lápices
se volvió muy codiciado: usarlo para otra cosa que no fuera la guerra podía
condenarte a la horca.
La mayoría de lápices están pintados de amarillo debido a la
bandera austrohúngara.
Las primeras gomas de borrar se pudrían y olían fatal, pero
el inconveniente se resolvió gracias al dios Vulcano.
***+
A pesar de su diseño
tosco y sus materiales humildes, el mejor ejemplo para comprender cómo funciona
la genialidad es un lápiz. Aunque parezca simple y común, un lápiz puede ser
tan misterioso y extraño como una varita mágica que se muerde por arriba y se
gasta por abajo. Porque el lápiz no fue creado por una sola persona, sino por
la suma de fragmentos dispersos de conocimiento. Un conocimiento que, por
separado, resulta incompleto y hasta contradictorio, pero que, unido, puede
formar una herramienta tan sencillamente compleja o tan complejamente sencilla
como un lápiz.
Leonard Read escribió un ensayo considerado ya clásico
sobre la complejidad de un simple lápiz, ‘I, Pencil’, en el que un lápiz
común narra en primera persona cómo su existencia depende del esfuerzo de
millones de personas, desde los mineros de grafito de Sri Lanka hasta los
madereros en Oregón. Sin olvidar los trabajadores del laboratorio donde los
polímeros sin tratar son convertidos en gomas de borrar. «No hay una sola
persona entre todos estos millones, incluido el presidente de la compañía
lapicera, que contribuya más de una pequeña, infinitesimal porción de
conocimiento y trabajo».
Jeffrey Kluger, en su libro Simplejidad, no se olvida
tampoco de «los hornos de fundición para las plantas de metal, las autoclaves
para los laboratorios de la goma, las hojas dentadas de los aserraderos, las
excavadoras para las minas de carbón, el algodón para vestir a los trabajadores
del laboratorio, la panceta para alimentar a los leñadores…». Henry Petroski,
profesor de ingeniería civil de la Universidad norteamericana de Duke, sostuvo
que «conocer la historia del lápiz es entrar en el microcosmos de la historia
de la ingeniería».
Pero antes de que
apareciera el primer lápiz tal y como lo conocemos, durante la Edad Media se
empleaba ya una especie de brocha llamada penicillum para marcar el
papel con tinta. Y en tiempos del imperio, los romanos usaban una caña con
pelos de animal recortados, aunque también escribían con punzones de hierro
sobre tablas de cera. No fue hasta el primer tercio del siglo XVI que el pintor
y grabador alemán Alberto Durero inventó algo más parecido a un lápiz:
una barrita de plomo y cierta aleación de estaño llamada punta de plata.
Sin embargo, para
obtener en todo su esplendor lo que hoy consideramos un prosaico lápiz,
tuvieron que hacerse previamente muchos descubrimientos.
El plomo negro
de Borrowdale o en busca del grafito
Si bien no se tiene
constancia de quién inventó el lápiz, fue otro alemán, el médico, botánico y
zoólogo Conrad von Gesner (1516-1565), quien describió por primera vez una
herramienta para escribir que empleaba el grafito enfundado en una envoltura de
madera, en su obra De omni rerum fossilium genere (1565). Fue un año
después de que, por azar, se encontrara una mina de grafito puro en Borrowdale,
región inglesa de Cumbria: una tormenta había arrancado de raíz un roble
gigante, dejando a la vista una sustancia que parecía una especie de plomo
adherido a las raíces más profundas. Por esa razón, fue bautizada como plomo negro
o plumbago. En poco tiempo, el rumor de la existencia de una roca capaz
de pintar se extendió por toda Inglaterra y, finalmente, por el resto de
Europa.
Habría que esperar
hasta 1789, el año de la Revolución francesa, para que el profesor de la
Academia de Minería de Freiberg Abraham G. Werner, que ya sabía que se
trataba de una especie de carbón, lo llamara grafein (del griego, escribir).
El nombre le venía ni que pintado, porque aquel plomo negro de Borrowdale se
usó durante mucho tiempo en pequeños trozos llamados marca-piedras, sobre todo
para marcar a las ovejas. Además, este depósito de grafito de Borrowdale era
extremadamente puro y sólido y podía ser fácilmente aserrado en barritas. Con
todo, seguía siendo incómodo de usar, sobre todo porque acababas con las manos
negras, así que pronto empezó a envolverse en cuerda o cuero que se
desenrollaba según se iba consumiendo el grafito.
Aquel protolápiz hecho
de cuerda ni siquiera tenía punta y todavía manchaba muchísimo, pero permitía
hacer algo que nunca antes se había conseguido. Así que Inglaterra mantuvo el
monopolio del plumbago durante siglos —si bien otros países trataron de
purificar el grafito, solo conseguían un polvo fino, no las milagrosas barritas
sólidas de los ingleses—. Y es que, aún hoy, el depósito de Borrowdale sigue
siendo el único de grafito a gran escala encontrado de esta forma sólida. Y
todo por un fortuito rayo.
Sin embargo, el
monopolio inglés terminaría cuando, en 1662, los alemanes consiguieron mezclar
grafito en polvo, azufre y antimonio para crear unos palos similares a los de
los lápices ingleses, aunque de inferior calidad. Fue en la década de 1760
cuando la compañía alemana Faber fundó una fábrica en la ciudad de Nuremberg,
Alemania, para la producción a gran escala.
En mitad de las
guerras napoleónicas, Francia no disponía de lápices. Al estar enfrentado con
prácticamente todo el mundo, ni los ingleses ni los alemanes se los vendían.
Además, un lápiz era lo que menos se necesitaba entonces, pues el grafito era
muy importante para la construcción de armamento bélico, básicamente para
dibujar moldes. De modo que el grafito se convirtió enseguida en un objeto de
contrabando, convirtiendo el mineral en algo tan valioso que incluso la corona
británica podía castigar con la horca a los mineros que lo sustrajeran. Ello
obligó a agudizar el ingenio de Nicholas Jacques Conté, un oficial de Napoleón,
que en 1795 desarrolló un sistema propio para producir minas de lápiz: mezclar
el polvo de grafito con arcilla para luego cocer la mezcla en un horno, es
decir, el sucedáneo de grafito que hoy en día se sigue utilizando con algunas
mejoras. De hecho, Conté es una marca comercial que siguen empleando muchos
artistas.
Este sucedáneo de
grafito terminó por envolverse en una funda de madera de cedro para facilitar
su manejo: dos partes de madera rectangulares. Y ya tenemos ante nosotros algo
muy parecido al lápiz y, además, mucho más barato que los anteriores, pues el
grafito era un material escaso y, por tanto, muy costoso. Fue entonces cuando
la demanda de lápices verdaderamente se disparó y los que se dedicaban a vender
plumas de ganso para escribir vieron cómo su negocio quedaba casi extinguido.
Hoy, la ciudad de
Keswick, Inglaterra, cercana a la zona del hallazgo original del bloque de
grafito, tiene un museo del lápiz: el Cumberland Pencil Museum. La peculiaridad
de su ubicación reside en que el suelo está repleto de grafito.
El grafito de la
mayoría de lápices del mundo se clasifica con el sistema europeo de gradación
continua descrita por H (para el grado de dureza) y B (para el
grado de oscuridad), así como F (para el grado de finura). La gradación
se establece por una secuencia de las letras H o B sucesivas, tal como BB o BBB
para minas cada vez más suaves, y HH o HHH para minas cada vez más duras. El
lápiz típico para escribir es el HB. En los 9H, la proporción de grafito
oscila alrededor de un 41%; y hasta más de un 90% en los 9B. Según Henry
Petroski, esta clasificación se desarrolló a principios del siglo XX por Brookman,
fabricante inglés de lápices.
El color
amarillo de la distinción o en busca de la madera
En Italia, una pareja
de carpinteros, Simonio y Lyndiana Bernacotti, ahuecaron un trozo
de madera de enebro a fin de introducir el grafito dentro. Era entonces un
lápiz compacto y de sección ovalada, destinado generalmente a trabajos de
carpintería. Friedrich Staedtler fue uno de los carpinteros que
mejoró el proceso de insertar la barra de grafito en el centro de la madera,
dividiendo el palo en dos partes, horadando un surco en toda su longitud y,
finalmente, uniendo de nuevo las dos secciones de madera con cola.
Se dice que William
Munroe, ebanista en Concord, Massachusetts, hizo los primeros lápices de
madera estadounidenses en 1812. El método de fabricación de Munroe era
demasiado lento, así que poco después, en la ciudad vecina de Acton, el
empresario Ebenezer Wood automatizó el proceso otorgándole a la carcasa
del lápiz su característica forma hexagonal y octogonal. Estas formas permiten
que los lápices tengan un mejor agarre en la mano y se ahorre mucha madera en
la fabricación. Ebenezer también fue el primero en emplear una sierra circular
en la fabricación del lápiz, sin embargo, no patentó su invento y compartió sus
técnicas con todo aquel que le preguntara. Uno de ellos fue Eberhard Faber,
que acabó por convertirse en el primer productor mundial de lápices.
Cada vez que
sostenemos un lápiz entre los dedos, sin embargo, no somos conscientes de que
en realidad sostenemos un pedazo de madera, generalmente de cedro. Y que esa
madera no ha sido obtenida por rudos leñadores barbudos de pantalones vaqueros
y camisas a cuadros, tal y como señala Annie Leonard en su libro La
historia de las cosas, sino por titánicas máquinas humeantes: «topadoras
monumentales, grúas, pellizcadoras gigantes que levantan los troncos con sus
enormes garras de metal para apilarlos en camiones inmensos». Además, los
trabajadores que operan con esta tecnología están sometidos a numerosos
riesgos, desde la caída de árboles hasta las condiciones meteorológicas
adversas, lo que ha convertido la tala de árboles en una de las tres
ocupaciones más peligrosas en la mayoría de los países, según la Organización
Internacional del Trabajo (OIT). Es decir, que si tenéis un lápiz entre
vuestros dedos ha sido gracias a que un grupo de personas arriesgara su vida
con máquinas que podrían enfrentarse de igual a igual con los Transformers. O
con Godzilla.
La mayoría de lápices
fabricados en Estados Unidos están pintados de amarillo. Según Henry
Petroski, esta tradición comenzó en 1890, cuando la L&C Hardtmuth
Company de Austria y Hungría introdujo su marca de fábrica Koh-I-Noor (nombre
del famoso diamante de 105 quilates —en su momento uno de los más grandes del
mundo— que actualmente es propiedad de la Corona Británica y que se exhibe al
público en la Torre de Londres). Era el lápiz más costoso del mundo y era de
color amarillo (inspirado por la bandera austrohúngara), un color ciertamente
chillón en un mundo en el que los lápices eran mayoritariamente de colores
oscuros o sin color. Fue como si de repente el technicolor hubiera
llegado al cine en blanco y negro. Así que, en el ámbito de los lápices, el
color amarillo empezó a asociarse con la calidad y el lujo.
El amarillo también
tenía cierta inspiración de Oriente en un momento en que el grafito de la mejor
calidad llegaba de Siberia. Por esa razón, además del color amarillo, muchas
marcas también adoptaron nombres que hacían referencia al país del Sol
Naciente, como Mikado (más tarde Mirado) y Mongol. Como
importante excepción, los lápices alemanes eran a menudo verdes porque se
inspiraron en los colores de una de las compañías más importantes en Alemania
de efectos de escritorio: Faber-Castell.
Algo que no se pudra y que no
huela mal o en busca de la goma de borrar
El lápiz no solo era una herramienta más limpia, pudiéndose
llevar sin riesgo de manchar la ropa, sino que permitía borrar los errores
fácilmente: al principio se usaba miga de pan, pero el inconveniente de este
sistema es que se necesitaba pan fresco porque el pan seco no funciona. Más
tarde, el químico inglés Joseph Priestley descubrió que la savia del
árbol del caucho (Hevea brasiliensis) también eliminaba los trazos de
grafito. Pero Priestley no pensó en las posibilidades económicas del
descubrimiento, así que fue el ingeniero Edward Nairne quien aseguró
que, por error, había usado un trozo de caucho en vez de la miga de pan para
borrar un trazo de lápiz, adjudicándose el hallazgo. Así que no sabemos a
ciencia cierta quién de los dos fue el verdadero descubridor de la goma de
borrar, pero fue Nairne el primero en comercializarlo en su tienda de Londres
en 1770. Aquellos bloques de caucho eran un artículo de lujo de la época, pues
se vendían a un precio exorbitado: tres chelines.
Pero si las migas de pan debían de estar frescas para
resultar efectivas, el caucho que vendía Nairne también tenía otro
inconveniente: se pudría con facilidad. Al fermentarse, el caucho incluso
atufaba. Este inconveniente lo resolvió Charles Goodyear en 1839,
célebre por sus neumáticos, pues descubrió que al calentar la goma natural con
azufre, esta se volvía menos pegajosa, más dura, pero elástica, y, sobre todo,
dejaba de pudrirse. Este proceso se llamó vulcanización en honor al dios latino
del fuego, Vulcano, y se emplea en todo el caucho que consumimos. Por otro
lado, resulta irónico que el caucho lo usaran mucho antes los aztecas para
elaborar los balones con los que jugaban: así conseguían que botaran. Algo que
asombró a los europeos, sin imaginarse que, tiempo más tarde, esa propiedad
serviría también para borrar sus errores de lápiz.
Tiempo después, una vez se desveló la composición química
del látex, no fue difícil elaborar goma sintética confeccionada a partir de un
subproducto del petróleo, permitiendo así satisfacer la enorme demanda de gomas
de borrar, que fue finalmente la que hizo despegar completamente la demanda de
lápices: el primer útil de escritura cuyos errores podían borrarse con
facilidad. ¿Quién podía ofrecer algo mejor?
Fue Hymen Lipman el que lo hizo el 30 de marzo de
1858, fecha en que recibió la primera patente por añadir la goma de borrar a un
extremo del lápiz. En 1862, Lipman vendió su patente a Joseph Reckendorfer
por 100.000 dólares. En 1875, el Tribunal Supremo de los Estados Unidos declaró
la patente como inválida porque el invento fue en realidad una combinación de
dos cosas ya conocidas, sin uso nuevo.
Las maravillas
ocultas del lápiz: nos permite hablar mejor y ser más felices
Pero el lápiz no solo
es un objeto fabuloso en sí mismo, sino en lo que es capaz de hacer, además de
tomar notas o dibujar (o hurgarse el oído). El lápiz tiene el potencial de
mejorar nuestro estado de ánimo. No, no hace falta que lo esniféis ni que lo
ingiráis, sino que basta con que os lo situéis entre los dientes, evitando que
toque los labios, como el caballo muerde el freno. Entonces, gracias a un
fenómeno psicológico llamado realimentación facial, tenderéis a sentir una
emoción asociada a la sonrisa, básicamente porque el lápiz os está obligando a
sonreír. Este fenómeno tiene mucho sentido desde el punto de vista de la
evolución, partiendo de la base de que somos animales sociales: si una persona
que está con nosotros se ríe, nosotros no podremos evitar imitarlo, y entonces
nos sentimos mejor porque también imitamos su estado de ánimo, sincronizándonos
con él. El efecto funciona tanto si se es consciente de la sonrisa como si no.
Por ello, un lápiz
entre los dientes producirá más bienestar que si fruncimos el ceño, tal y como
sugirió un célebre experimento de 1988 realizado por Fritz Strack y sus
colegas, publicado en Journal of Personality and Social Psychology. En
él, un grupo de personas sostenía un lápiz entre los dientes, y el otro solo
tenía la punta del lápiz entre los labios frunciendo el ceño. Al primer grupo
le resultaron más graciosas una serie de tiras cómicas. Otros trabajos, como
los de 2003 de Simone Schnall y James Laird, de la
Universidad de Clark (Massachusetts), también sugieren que este aumento de
felicidad no desaparece cuando se deja de sonreír. Obviamente, sonreír sin más,
aunque no apretemos un lápiz entre los dientes, también tiene el mismo efecto
beneficioso.
Sin embargo, mantener
el lápiz en la boca, además de hacernos sentir mejor, nos puede ayudar a
mejorar nuestra dicción, sobre todo si estamos a punto de hablar en público. De
hecho, en el mundo de la radio es un secreto a voces que muchos locutores,
antes de salir al aire, sujetan un lápiz con la boca y recitan unas cuantas
palabras. Entonces las palabras sonarán ininteligibles, pero después, al
desprenderse del lápiz, los vocablos serán pronunciados con más precisión
porque hemos acostumbrado a nuestros músculos a hacer un esfuerzo extra para
articular las palabras. El truco recuerda al empleado por el gran orador griego
Demóstenes que, para vencer su tartamudez y su alta de voz, se hizo
construir un estudio subterráneo en el que practicó discursos con la boca llena
de piedras hasta conseguir hablar perfectamente. Tal vez, si hubiera tenido un
lápiz a mano, lo hubiese sustituido por las piedras.
Un lápiz también puede
servir para leer un 200% más deprisa sin pérdida de comprensión. Usadlo para
subrayar cada línea de texto mientras la leéis lo más rápido que podáis (no
hace falta que pintéis una línea, basta con pasar la punta por debajo de la
frase). Como el proceso de lectura consiste en realidad en tomar una serie de
instantáneas con los ojos, a saltos, con unos movimientos oculares llamados
sacádicos, el uso del lápiz es como una guía que evita las continuas y
naturales regresiones.
Las primeras gomas de
borrar se pudrían y olían fatal, pero el inconveniente se resolvió gracias al
dios Vulcano
Es entonces cuando un
sencillo lápiz se convierte en un objeto extraordinario, nacido del relámpago y
de las brillantes ideas de decenas de personas, capaz de hacernos hablar mejor
o de infundirnos bienestar, también apto para escribir y anotar todo lo que se
nos pase por la cabeza, incluso en el espacio exterior. Como una varita mágica.
Como uno de esos objetos que se manosean y se aprietan para desalojar el estrés
y la ansiedad. Un objeto bonito e inútil de madera tibia, de aroma
tranquilizante, repleto de señales que el tiempo le ha infligido y que semejan
signos cabalísticos. Un símbolo de sencillez que se puede aferrar en cualquier
momento, agitar, mordisquear o golpear rítmicamente. Un lujo rústico que demuestra
que lo que es en apariencia sencillo y anodino puede devenir en extraordinario.
Solo hace falta saber mirar. Y un lápiz.
Lapizología:
– Se fabrican 18 mil
millones de lápices al año, es decir, 50.000.000 por día o 500 por segundo.
– Si trazamos una línea
recta con un lápiz HB hasta consumir todo el grafito, tendrá una
longitud de 56.000 metros. El equivalente a escribir un promedio de 45.000
palabras.
– La mayoría de
los lápices vendidos en América tienen goma de borrar en una punta, pero la
mayoría de los vendidos en Europa no la tiene.
– En el siglo
XVIII ya existían lápices que escribían en rojo por un extremo y en azul por el
otro.
– Francisco
Alonso, autor granadino del chotis Pichi y de varias zarzuelas
ambientadas en Madrid, atesoraba una amplia colección de lápices exóticos que
incluía un lápiz tenedor (que usaba para escribir música y pinchar las patatas
fritas al mismo tiempo), un lápiz pipa, un lápiz destornillador, un lápiz
batuta, un lápiz reloj, un lápiz botellín, un lápiz bastón y cientos de lápices
más que guardaba en la caja estuche de su violín favorito.
– En España,
hasta el siglo XVIII, el lápiz fue llamado lapis (del latín, piedra). Poetas
como Luis de Góngora aún empleaban este término.
– El lápiz le
servía a Ernest Hemingway para medir un buen día de trabajo, es decir,
consumía la punta de siete lápices del número dos. El nobel de literatura John
Steinbeck también medía su rendimiento según el gasto de sus lápices: «Un
buen día de escritura llego a terminar con sesenta lápices». Toulouse
Lautrec llegó a decir: «Yo soy un lápiz».
– Los lápices
estaban incluidos en el equipo básico emitido a soldados durante la Guerra
Civil.
– Después de la
revolución soviética de 1917, concedieron un monopolio al empresario americano Armand
Hammer para la fabricación de lápices en la URSS.
– Más de mitad de
todos los lápices se fabrican en China. En 2004, los chinos fabricaron 10 mil
millones, lo suficiente para rodear la Tierra más de 40 veces.
– Henry David
Thoreau, naturalista y autor de Walden, se había labrado la
reputación de fabricar los lápices más oscuros de Estados Unidos.
– Thomas
Edison debía escribir sus ideas más brillantes con un lápiz de tres
pulgadas, una mina más gruesa y con otros requerimientos especiales.
– Se dice que la
NASA gastó millones en desarrollar un bolígrafo que escribiera en ausencia de
gravedad, pero que los rusos resolvieron el problema usando un simple lápiz.
Sin embargo, no es más que una leyenda urbana. Ahora mismo, en la Estación
Espacial Internacional (ISS), los astronautas utilizan lápices. Con todo,
la preocupación sobre su inflamabilidad en una atmósfera de oxígeno puro y la
amenaza de trozos diminutos flotantes de grafito inspiró a Paul Fisher
para desarrollar la Pluma del Espacio en 1965, un invento bastante barato.
– Para ver a un
maestro del manejo del lápiz recomendamos visitar la web de Paul Lung, un
artista hiperrealista que dibuja solo con esta herramienta.
—
Fuentes del
autor:
El optimista
racional, de Matt Ridley
La historia de las
cosas, Annie Leonard
Simplejidad, de Jeffrey Kluger
The Pencil, de Henry Petroski
I, Pencil, de Leonard E. Read
F. Strack, L. L. Martin y S. Stepper, “Inhibiting and Faciliting Conditions
of the Human Smile: A Nonobstrusive Test of the Facial Feedback Hypotesis”, Journal
of Personality and Social Psychology, nº 54, 1988, páginas 768-777.
S. Schnall y J. D. Laird, “Keep Smiling: Enduring Effects of Facial
Expresions and Pictures on Emotional Experience”, Cognition and Emotion,
nº 17, 2003, páginas 787-797.
Etiquetas: Culturilla general
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