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lunes, junio 6

Coco Chanel, el expediente secreto



(Un texto de Gloria Otero en el XLSemanal del 18 de abril de 2011)

Documentos confidenciales de los servicios secretos británicos, escritos privados de amigos que la conocieron, fotos inéditas... La última biografía de Coco Chanel da luz a los periodos más oscuros de una mujer que revolucionó el mundo de la moda y toda una época.

Suena a broma del destino que el verdadero apellido de Coco fuera Bonheur, 'dicha', 'bienestar'. Aunque tal vez la persecución de ese ideal marcó desde la cuna, como en los melodramas románticos que tanto le gustaba leer, el fallido sueño de su vida. Y la indujo a mentir y a novelar sobre ella con la misma audacia con la que inventó una nueva manera femenina de vestir. «Desde muy joven fabuló sobre sus orígenes, sus amores, los medios de su ascenso. Lo novelesco era consustancial a ella», asegura la historiadora Justine Picardie, que ha conseguido lo imposible: abrir los archivos más celosamente guardados de los aristócratas ingleses que frecuentaron a Coco y hasta expedientes confidenciales de los servicios secretos británicos.

Si no hubo lugar para la dicha en su infancia, la mademoiselle por antonomasia de Francia se encargó de convertir su vida en leyenda. Una forma de sobrellevar el infierno de abandono y soledad de sus primeros años, cuando, al morir su madre -tuberculosa-, su padre -vendedor ambulante- desaparece para siempre dejándola en un orfanato. Tenía 11 años. Hasta los 18 estuvo encerrada entre los muros de Aubazine, una abadía reconvertida en hospicio.
«Hay que pensar en la vida recluida de aquella chica, en todos los sueños que desarrolló para soportar la angustia de la austeridad y las humillaciones de las monjas (hizo de ellas unas tías imaginarias). Las mentiras de Chanel eran su manera de tranquilizarse», comenta la historiadora.
Entre esos muros se forjó a fuego su personalidad y la estética que la hizo famosa. Esa serie de hallazgos destinados a perdurar más allá de la moda. En aquel entorno de sobriedad monacal se gesta su afición a lo escueto; a la elegancia del blanco y negro; al tema de las estrellas, recurrente en sus creaciones; incluso la doble C de su logotipo. «Durante esos años lo único que ansié fue ser amada. Todos los días pensaba en cómo quitarme la vida, aunque en el fondo ya estaba muerta. Solo el orgullo me salvó». El orgullo… y las tijeras. Las monjas le enseñaron a coser y ella se agarró a las tijeras como a una mágica tabla de salvación. Pronto las usó tan bien que en el orfanato le buscaron trabajo de costurera. Desde entonces hasta el último día de su vida las llevó siempre con ella. A veces incluso se las colgaba del cuello. En los grandes hoteles y en los suntuosos apartamentos que compartió con sus amantes, las dejaba a su lado en la mesilla de noche. Nada ni nadie la apartó nunca de la profesión con la que escapó de la miseria. Y allí estaban las humillantes tijeras para recordárselo.
Tan solo durante un breve periodo cambió la costura por el cabaret. Morena, nerviosa, menuda; con el pelo corto casi varonil, y la firme decisión de conseguir dinero, Gabrielle se convirtió en Coco. Durante tres años cantó y se entregó a relaciones pasajeras. De ahí dicen que le vino el nombre: de ‘cocotte’ (mantenida). Aunque ella afirma que se lo pusieron de pequeña unas cariñosas tías, y otros cuentan que era un derivado de las canciones que interpretaba. El caso es que con él, y con la inestimable ayuda de uno de sus primeros amantes, el playboy Etienne Balsan, abrió una sombrerería en París. Era el año 1909 y, sin más preámbulos, Coco dio sus primeras estocadas al alambicado gusto de la mujer de su época. Se cargó de un golpe los gigantescos sombreros emplumados, sustituyéndolos por diminutos casquetes ajustados al cráneo.
De amante en amante recorre los lugares de moda de la jet: Deauville, Normandía, Biarritz…, antes de abrir su primera Casa Chanel en París. Un jugador de polo inglés, Arthur Boy Copel, la ayuda a despegar socialmente. Es el hombre de su vida. El único que podría haberle hecho perder la cabeza y truncar su leyenda. Pero se negó a casarse con ella, aunque la mantuvo como amante. Murió prematuramente en un accidente de coche. Fue su amor imposible por excelencia.
«Siempre tuvo debilidad por los ingleses. Incluso su amante alemán, Spatz, era británico de madre. Con él, al igual que con Copel y el duque de Westminster, solamente hablaba en inglés. El motivo es que Chanel solo podía tener sentimientos profundos por un hombre si, paralelamente, una diferencia cultural le permitía tenerlo a distancia. La diferencia cultural le proporcionaba seguridad afectiva y le permitía salvaguardar su libertad y, lo más esencial para ella, su trabajo creativo».
Después de Copel, el duque de Westminster ocupó su lugar durante diez años (lo conoció en Montecarlo a finales de 1929). No solo era aristócrata, era tan rico que Coco afirmaba: «A semejante nivel, la riqueza deja de ser vulgar. Está más allá de la envidia. Hace del duque una curiosidad paleontológica. El producto de una civilización desaparecida». Con él se sentía segura. Segura de tener a salvo su sacrosanta libertad para crear. Aunque la otra seguridad, la sentimental, seguía fuera de su alcance. El aristócrata no se conformaba con el amor de Coco, tenía otras aventuras. «Los hombres a los que amaba siempre se casaban con otra -comenta la historiadora-. Y sufría atrozmente. ¿Por qué acababa con hombres así? Nunca dejó de repetir la historia de su madre, abandonada por un padre tan infiel como inalcanzable. También fueron relaciones muy sadomasoquistas. Para consolarla, Westminster le regalaba joyas de incalculable valor que ella tiraba displicentemente al mar». Pulseras de esmeraldas, collares de perlas…
Winston Churchill, que compartía jornadas de caza y pesca con ella -«tiene la personalidad más fuerte que jamás he conocido», dijo de ella-, la admiraba. Tanto como la detestaba el gran Paul Poiret, el modisto que se inventó a la mujer orientalizante -toda muselinas y vapores- y que reinó sin rival hasta que Coco lo destronó. Según él, Coco convertía a las mujeres en «telegrafistas mal alimentadas». Lo cierto es que su austera revolución, inspirada en el guardarropa masculino, el uniforme del orfanato y el look de los mayordomos, fue un escándalo y un éxito sin precedentes. Desterró el corsé, redefinió la elegancia y la puso al alcance de todos. Compatibilizó el lujo con la comodidad. Y, para redondear, se inventó con su nombre el perfume más famoso del mundo, Chanel n. 5. Los años 20 fueron su etapa dorada. Cuando se codeó con los grandes del arte y la intelectualidad. Diaghilev, Bernard Shaw, Cocteau, Stravinsky, quien se enamoró de ella…
«Por esos años se rumoreó que André Palasse, nacido cuando ella era adolescente y a quien ella siempre presentó como su sobrino, en realidad era su hijo ilegítimo. Dos de los amantes de Chanel, Boy Copel y el duque de Westminster, se portaron con André como si fuera su hijo. Sin embargo, nadie se atrevió a preguntárselo a Chanel. Ya se sabía que, con ella, siempre prevalecía la leyenda».
En plena recesión, su estrella no se apagó. Samuel Goldwyn Mayer la contrató por un millón de dólares para vestir a Hepburn, Taylor, Kelly… Es tras la Segunda Guerra Mundial cuando su reputación cae en picado. Su romance con un alto oficial de la SS, Walter Schellenberg, abrió un nuevo y proceloso capítulo en su novelesca biografía. Esta vez como matahari pro nazi. Ella siempre lo negó, pero su reinado pierde el esplendor. Otros nombres ocupan su trono y la hiperactiva Coco se va ensimismando. En 1954 vuelve a abrir su casa de modas. Se mantiene al frente de la firma con pulso de hierro. Se adapta a las nuevas tendencias. Pero la soledad, la artrosis y la morfina la van minando. Murió a los 87 años, con las tijeras en la mano, en su habitación del hotel Ritz de París. La dicha que anunciaba su apellido para ella nunca se hizo realidad. En cambio, su revolucionaria moda llevó un bienestar desconocido a las mujeres de todo el mundo.

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