El día en que Buero se pasó de bueno
(Un texto de Luis Algorri en la revista Tiempo del 4 de
noviembre de 2016)
Orson Welles era un genio cuyo lema en esta vida
era el de tantos: si quieres que algo salga bien, hazlo tú mismo. Sus películas
son inconfundibles: llevan su sello personal desde el primer fotograma hasta el
último, porque Welles, cuando se apasionaba con un proyecto –y esto ocurría con
frecuencia– lo controlaba todo, desde la tipografía de los créditos hasta el
guion.
Eso fue lo que sucedió con una de
sus obras maestras, Chimes at Midnight, que en España se acabó titulando
Campanadas a medianoche. Welles estaba fascinado con la figura
shakespeariana y oronda de sir John Falstaff, su cariño hacia el
joven príncipe Hal (el futuro Enrique V) y la tremenda escena en que
este le traiciona, le da definitivamente la espalda, desprecia su amistad y su
lealtad; deja de ser un golfillo libre y nocturno para volver a los brazos de
su padre, Bolingbroke (el adusto rey Enrique IV) y entrar en
el sistema para ser rey de Inglaterra. Falstaff, representante genuino
de la alegría y de lo que hace medio siglo habríamos llamado hippismo, naturalmente
muere.
Esto era lo que quería contar Orson
Welles. Y no dudó un segundo en entrar con el cesto y las tijeras en cinco
obras de William Shakespeare (las dos partes de Enrique IV, Ricardo
II, Enrique V y Las alegres comadres de Windsor) y empezar a podar y
a elegir ramas hasta lograr un guion en el que Welles, convertido en dios,
cortaba y pegaba, metía frases de una obra de Shakespeare dentro de otra, y
además retocaba, corregía y añadía textos suyos a su entera voluntad.
El resultado es prodigioso,
naturalmente, y Welles lo sabía. Eso de poder poner en los créditos: “Guion,
William Shakespeare, Orson Welles y Raphael Holinshed” debe de dar mareos. Pero
al cineasta (que estaba, como es comprensible, orgullosísimo y convencido de
que aquella era la obra de su vida) le preocupaba la versión del filme a otros
idiomas; singularmente al castellano, porque Campanadas se iba a rodar
en España y con parte del dinero español, para enorme alegría de Franco
y sus bailabotes.
Estamos a mitad de los años 60.
Welles sabe que el doblaje a la lengua española no puede ser solo eso, una
traducción hecha deprisa y corriendo; debe ser una versión en la cual
las palabras de los personajes huelan a Shakespeare sin volverse
incomprensibles. Welles no necesita un traductor ni un adaptador, necesita un
dramaturgo como la copa de un pino. Y además que domine el inglés, cosa rara en
la España de entonces. Uno de los productores, Emiliano Piedra, se da
cuenta de que ese es el retrato robot de Antonio Buero Vallejo.
Buero, cuyo centenario ha sido hace
unas semanas, acababa de obtener uno de los éxitos más resonantes de su vida con
la adaptación de Hamlet, estrenada en el Teatro Español de Madrid entre
vítores de proporciones casi futbolísticas. La crítica dobló el espinazo sin
rechistar. El público llenaba la sala función tras función. Y Adolfo
Marsillach encontró uno de los papeles de su vida, porque el texto de Buero
despojaba al drama de las adherencias romanticonas del siglo XIX y ponía a los
personajes tales cuales los dibujó Shakespeare: una gente muy complicada entre
la cual era difícil distinguir al “bueno”.
Buero aceptó el encargo de Emiliano
Piedra a cambio de 200.000 pesetas de la época, que era una pequeña fortuna:
unos 36.000 euros de hoy. Pero sucedió algo imprevisto: Buero resultó ser
demasiado perfecto. La versión que hizo no es que oliese a Shakespeare, es que era
Shakespeare. Dice, por ejemplo, el príncipe Hal: “Id y decid que el príncipe de
Gales / declara su digno rival a Enrique Percy; / es el soldado más fuerte y
cabal, / más audaz que viviere en nuestros días. / Por mi parte infamé todo mi
ser; / he sido un gran hampón y un hombre ruin. / Si su perdón mi padre me dio
ya / quiero luchar con Percy, los dos solos, / y evitar que otra sangre inglesa
fluya”.
Qué bonito, se dijeron los
productores, pero cómo ponemos eso en una peli sin que la gente salga
corriendo del cine. Es decir, que le tenían miedo a su propio público, al que
sin duda conocían bien, para eso lo llevaban catequizando con películas como
las adolescentes de Rocío Dúrcal y Franco, ese hombre, también de
1964.
El cajón del milagro
Hubo que tomar una decisión.
Convocaron a Buero Vallejo a una proyección de la película, ya doblada al
español. El escritor palideció: aquello no se parecía en nada a lo que él había
escrito ni, por supuesto, a lo que quería Orson Welles. Se había vulgarizado el
doblaje sin consultarle. Y el dramaturgo hizo lo mejor que podía hacer:
quedarse con el dinero, que le hacía mucha falta, y exigir que se retirase su
nombre de los créditos. Eso era lo que esperaban que pidiera. Así se hizo y el
maravilloso trabajo de Buero, que se titula Campanas a medianoche y no Campanadas,
acabó en un cajón.
Ese cajón es el que ha abierto ahora
la Sociedad General de Autores y Editores (SGAE). Cuando se cumplen cien años
del nacimiento del inmenso dramaturgo, se repite el milagro (muchas veces visto
ya) de que aparece un inédito que nadie sabía dónde estaba. El libro con esta
alucinante historia, y desde luego con el texto íntegro del trabajo de
traducción y adaptación que hizo Buero Vallejo, lo acaba de publicar, gracias a
la SGAE, la editorial Stockcero, y la edición es de Luis Deltell y Jordi
Massó.
Eso y una exposición con papeles inéditos, fotografías y documentos
personales constituyen el homenaje de la Sociedad de Autores a uno de los
hombres más importantes del teatro español del siglo XX, que logró el aplauso
del público, la bondad de la crítica y el desprecio de los mentecatos, como
hemos visto. Etiquetas: Tardes de cine y palomitas
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