Goya, ¿Patriota o afrancesado?
(Un texto de Luis Reyes en la revista Tiempo del 4 de julio
de 2008)
Goya encarna las contradicciones de España. Su protagonismo
en el bicentenario del Dos de Mayo, con la gran exposición del Prado, no sólo
es por su valor artístico, sino por lo que tiene de arquetipo.
El duque de Wellington hizo huir de Madrid al rey José
I tras la batalla de los Arapiles. Fue uno más de los vaivenes de la guerra de
Independencia, en los que José Bonaparte tuvo que retirarse a toda prisa de la
Corte en tres ocasiones. Pero esta vez el general inglés no le desplazó sólo de
la capital española, también tomó su puesto en la gloria artística. Para
agasajar a Wellington, la Academia de Bellas Artes le pidió al más importante
artista vivo, Goya, que pintara un retrato del libertador de Madrid, un gran
cuadro en la tradición de los retratos ecuestres velazqueños. Goya lo hizo a
una velocidad pasmosa. Wellington entró en Madrid el 12 de agosto de 1812, y el
2 de septiembre se expuso al público el retrato terminado, en un salón de la
Academia. Lo que pocos sabían es lo que hoy revelan las radiografías del
cuadro. Que debajo del aclamado aliado inglés estaba la imagen del odiado José
Bonaparte. ¡Goya había aprovechado un retrato del rey intruso para pintarle
encima la cara de Wellington! Goya es el principal protagonista del
bicentenario del Dos de Mayo, gracias a la impresionante exposición montada por
el Museo del Prado. A dos siglos de los acontecimientos, el artista que los
transmite resulta más importante que los auténticos actores que sacrificaron su
vida en la gesta heroica.
La ficción que creó el pincel substituye a la
realidad, y nos parece que Goya estuvo en la Puerta del Sol luchando contra los
Mamelucos, cuando no salió de su estudio; así de ingrata es la Historia. Sin
embargo, Goya tiene otro valor, aparte de su genio artístico, para ser estrella
del bicentenario: es un arquetipo de las contradicciones con que se enfrentaron
los españoles cultos y preocupados por su país. Fueron minoría, el pueblo llano
no tuvo dudas, agitado por el bajo clero se lanzó a la guerra con ímpetu
suicida. Pero esa minoría ilustrada, dubitativa, sospechosa, incluso
oportunista, representaba a lo mejor de España.
Los franceses tenían grandes simpatías entre lo que
podríamos llamar progresistas, aunque ese término no existía aún. El
absolutismo que reinaba en España había intentado poner barreras a las infl
uencias de la Revolución Francesa, pero las nuevas ideas de libertad se habían
contagiado a este lado de los Pirineos. José I, antes incluso de entrar en
España, dio la primera Constitución limitando los poderes regios, la llamada de
Bayona, que abolía la Inquisición y la tortura legal. Para los afrancesados, el
rey Intruso traía las libertades. Fue la brutalidad en la represión del motín
popular lo que hizo que muchos progresistas renegaran de los franceses y se
refugiaran en Cádiz, donde hicieron su propia Constitución liberal. Las
vacilaciones entre el campo afrancesado y el patriota fueron generalizadas. El
cardenal Luis María de Borbón, presidente de la Regencia de Cádiz, es decir, el
jefe de Estado en funciones durante la guerra de Independencia, había sido
antes afrancesado y había prestado juramento de fidelidad a José I. El círculo
intelectual y artístico al que pertenecía Goya simpatizaba con los franceses,
pero el pintor quedó espantado por el Dos de Mayo. Un sobrino suyo murió, y un
ayudante de su taller resultó herido. Cuando el ejército francés se retiró después
de la batalla de Bailén, el pintor se fue a Zaragoza, para “pintar las glorias”
de su primer sitio, en sus propias palabras. Goya se había convertido en un
artista militante del bando patriótico, en ese verano victorioso. Pero llegó el
invierno, y con él el propio Napoleón, que reconquistó fácilmente España y
entró en Madrid. En diciembre de 1808, como todos los funcionarios (Goya era
pintor real y alto cargo académico), prestó juramento de fidelidad a José I.
Durante un año se enclaustró en su casa, pero en 1810 decidió volver a la actividad
pública, colaborando con el Intruso. Pintó al menos dos retratos de José I, el
ecuestre que luego transformaría en Wellington, y otro alegórico, en el que
luego ocultaría la cara de Bonaparte con la inscripción Dos de Mayo. Luego
colaboró seleccionando cincuenta cuadros que José I quería regalar a su hermano
Napoleón. También hizo retratos oficiales para la Corte josefina, como los de
Manuel Romero, ministro de Interior y Justicia, o el general Guye, edecán de
José I (que se expone por primera vez en España en el Prado). Su adaptación al
régimen le valió una recompensa. José I le otorgó la Orden Real de España, una
versión española de la Legión de Honor francesa. Al recibir la condecoración,
Goya tuvo que renovar su juramento de fidelidad al rey Bonaparte. Todo eso
parece la actitud de un oportunista, pero el asunto es más complejo. A lo largo
de esos años de colaboración, Goya trabajó sin que trascendiese en los
Desastres de la Guerra. Esa es la auténtica toma de postura del pintor ante la
guerra de Independencia: una denuncia de la brutalidad venga de donde venga,
pues recoge las salvajadas de unos y de otros. El título que Goya dio a esa
serie, que no se publicaría hasta después de su muerte, es significativo:
Fatales consecuencias de la sangrienta guerra en España.
Etiquetas: Grandes personajes, Pintura y otras bellas artes
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