Barba Azul
(Un texto de Luis Reyes leído en la revista Tiempo del 24 de
febrero de 2017)
Versalles, 25 de febrero de 1922. Es guillotinado Landru,
asesino de viudas ricas a las que proponía matrimonio.
Charles Perrault ha pasado a la Historia como autor de Caperucita
roja y Pulgarcito, La bella durmiente y La Cenicienta.
En realidad lo que hizo fue codificar y editar Cuentos de la madre Oca,
ocho relatos del acervo popular, de la narrativa oral que pasaba de abuelos a
nietos. Entre ellos hay sin embargo uno que contrasta con los demás por su
falta de elementos fantásticos, por su crudeza naturalista. Es Barba Azul,
crónica de un asesino en serie de mujeres.
Las raíces del mito de Barba Azul
son ancestrales, y su versión más famosa es, desde luego, las Mil y una
noches, aunque Perrault tenía ejemplos más cercanos. El más antiguo era un
personaje de las leyendas bretonas altomedievales, el conde Conomor el Maldito,
que asesinaba a sus esposas cuando se quedaban embarazadas, una forma radical
de eliminar a los hijos que podrían desplazarlo al crecer. Entre las víctimas
estaba Santa Trifina, virtuosa dama de la nobleza que frecuentaba la abadía de
Rhuys, fundada por San Gildas. Conomor la degolló al saberla encinta, aunque
San Gildas la resucitó para que diese a luz a su hijo. El niño, Tremeur, se
crió con el santo en la abadía de Rhuys, pero un día se encontró en el campo
con su padre, que adivinando quien era también lo degolló. Las imágenes de San
Tremeur en las iglesias de Bretaña le representan decapitado y portando en la
mano su propia cabeza. El folclore bretón ajustaría las cuentas al malvado
Conomor, que aparece como un hombre-lobo.
Sin embargo el Barba Azul
legendario no puede compararse al auténtico que nos ofreció la crónica de
sucesos francesa ya en el siglo XX, Henri Desiré Landru. Cien, doscientas,
trescientas, nadie sabe el número de mujeres que asesinó. La Policía calculaba
entre 117 y 293 víctimas, pero fue a la guillotina solamente por el asesinato
de once… Las que tenía apuntadas en su agenda.
La Gran Guerra había revalorizado
mucho a los hombres vivos y en una pieza. La carnicería en los campos de Europa
supuso la muerte de ocho millones y medio de varones jóvenes, un millón y
cuarto de ellos franceses, además de otros tantos mutilados o con la salud
quebrantada, de modo que cuando apareció en Le Journal un anuncio que
decía: “Viudo, dos hijos, 43 años, solvente, afectuoso, serio y en ascenso
social desea conocer a viuda con deseos matrimoniales”, centenares de mujeres
le escribieron.
Vulgar estafador
El anuncio decía la verdad a medias,
porque todo fraude tiene que ir rodeado de verdades. Henri Desiré Landru tenía
la edad y los hijos que decía, era ciertamente afectuoso y se tomaba muy en serio
su “trabajo”. Pero ni estaba viudo ni era solvente, aunque esperaba ascender
socialmente desvalijando a sus víctimas. Había sido un estafador de poca monta
hasta la guerra, hacía chanchullos de toda clase porque su sueldo de oficinista
no le daba para sostener a su familia, y porque le gustaba vivir bien, vestir
bien. Era en realidad un dandi, tenía una planta y una elegancia que no
delataban sus humildes orígenes, y desde luego resultaba seductor para las
mujeres, con su cuidada barba que compensaba su calvicie.
En 1909 encontró un vivero para un
estafador, los anuncios de relaciones en la prensa. Respondió al de Mme Izoret,
una viuda rica que cándidamente ofrecía su patrimonio al caballero que se
convirtiese en alivio de su soledad. Landru se comprometió formalmente con
ella, le sacó 20.000 francos y desapareció, pero Mme Izoret le denunció y fue
condenado a tres años. Era la tercera vez que visitaba la cárcel, había
intentado incluso suicidarse en prisión, aunque quizá fuera una farsa para que
los psiquiatras recomendaran su libertad. Lo que no fue una farsa fue el
suicidio de su padre, honrado trabajador abochornado por el desaprensivo hijo.
En todo caso Landru decidió dar un giro a su carrera: las viudas acomodadas
serían sus víctimas pero había que evitar que, despechadas, le denunciasen.
Había que matarlas.
Quizá no se hubiera decidido si no
hubiese estallado la Gran Guerra, pero enseguida la vida dejó de tener valor,
los periódicos traían listas de miles de víctimas a diario (el promedio fue de
6.046 muertos cada día de contienda). ¿Qué importancia tenía añadir de vez en
cuando una mujer insatisfecha a la lista? Esa fue la justificación moral que
esgrimió el moderno Barba Azul.
Landru escogió entre las muchas
respuestas a su primer anuncio a una viuda bastante atractiva que tenía 39 años
y 5.000 francos. También tenía, por desgracia, un hijo de 17 años, de modo que
el primer crimen probado de Landru fue doble. Descuartizó a la madre y al hijo
y quemó sus restos en la chimenea. Era enero de 1915, quinto mes de la Gran
Guerra. Tras alquilar varias viviendas con distintos nombres encontró en
Gambais, cerca de París, su lugar ideal, una casita con amplio jardín que
bautizó L’Ermitage. El horno del jardín era muy práctico para eliminar
cadáveres.
Un día el alcalde de Gambais recibió
una carta de una señora indagando por una amiga desaparecida, que mantenía
relaciones con M. Dupont, de Gambais. Al poco recibió otra en los mismos
términos de una hermana preocupada, aunque esta vez era un tal M. Frémyet. Escamado,
puso en contacto a las dos familias, que descubrieron que los dos caballeros
eran el mismo, y acudieron a la Policía. Pero Dupont-Frémyet había desaparecido
sin dejar rastro.
Sin embargo la diosa Fortuna había
abandonado a Landru. La amiga de una de las desaparecidas se lo cruzó cuando
salía de una tienda en la elegante Rue de Rivoli. La Policía acudió a esa tienda,
donde tenían las señas del caballero al que debían llevar sus compras. Y así
fue detenido Landru en la casa de una amante joven y soltera, la bella Fernande
Segret, “artista lírica de cabaret”, con la que se gastaba los ahorros de las
viudas. La Policía encontró en L’Ermitage 295 huesos humanos
semicalcinados, kilo y medio de cenizas y 47 dientes de oro. Lo suficiente para
mandarlo a la guillotina.
Etiquetas: Pequeñas historias de la Historia, s.XX
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