Catalina de Lancaster, reina de Castilla
(Leído en el suplemento Crónica del periódico El Mundo, el 12 de octubre de este año. Escrito por M. Teresa Alvárez)
Nunca se sabrá si fue la herencia genética materna o la paterna — tal vez las dos— la que llevó a Catalina de Lancaster a estar siempre convencida de haber nacido para recuperar la Corona de Castilla que había sido arrebatada a la familia de su madre. Lo cierto es que desde muy niña fue consciente de que un día habría de desempeñar tan importante misión. Nació en 1373. Sus padres eran Constanza —hija de Pedro I, rey de Castilla— y Juan de Gante —duque de Lancaster, hijo del rey Eduardo III de Inglaterra—. Así pues, Catalina, pertenecía a las dinastías de Borgoña y Plantagenet.
Desde muy pequeña, supo de la tragedia vivida por su familia materna. De cómo su abuelo, Pedro I, moría asesinado por su hermanastro, Enrique de Trastámara, que se había hecho con el trono castellano, su madre, Constanza, se vio obligada a exiliarse en Inglaterra.
Catalina asumió el odio de su familia a los Trastámaras y esperó confiada, presintiendo que en ella se personificaría la solución al problema dinástico que aún enfrentaba a muchos castellanos. El momento llegó en 1386. No era aquel un buen año para Castilla. Su rey, Juan I, hijo de Enrique de Trastámara, había sido derrotado y humillado contundentemente por los portugueses en Aljubarrota.
Juan I hubo de hacer frente, además, al ataque del duque de Lancaster que, desde Portugal, había penetrado en Galicia con ánimos de arrebatarle el trono. La contienda finalizó con el Tratado de Bayona, en julio de 1388. En él los duques de Lancaster renuncian a todos sus derechos a la Corona castellana a cambio de que su hija Catalina se casara con el heredero al trono castellano, Enrique, el hijo de Juan I. De esta forma se unían las dos ramas, la legítima y la bastarda, descendientes ambas de Alfonso XI. También en este acuerdo se decidió la creación de un nuevo título para los herederos al trono de Castilla.
Catalina y Enrique, tras su boda en la iglesia catedral de san Antolín de Palencia, en septiembre de 1388, fueron jurados como Príncipes de Asturias, los primeros, título que desde entonces llevarían los destinados a reinar en Castilla. Ambos eran Príncipes de Asturias por derecho propio. La suerte de ambos quedaba sellada de manera indisoluble:Enrique no podría acceder al trono si no le acompañaba Catalina y ésta no podría ser considerada heredera en solitario.
No fue fácil la vida de la primera Princesa de Asturias. Seis años mayor que su marido, tuvo que esperar varios años para consumar el matrimonio. La muerte de su suegro Juan I, en 1390, cuando su marido Enrique contaba 11 años, sumió al reino en el caos. Catalina tuvo oportunidad entonces de ser testigo de las disputas, de los graves enfrentamientos entre los nobles y personajes con representación en el reino que peleaban por ampliar sus parcelas de poder, no respetando las últimas disposiciones del difunto monarca, respecto a quienes tendrían que asesorar al futuro rey durante su minoría de edad. Fueron tres años terribles en los que se produjeron graves acontecimientos, como el horrible progrom que en Sevilla destruyó la judería llevando a la muerte a cientos de judíos.
Catalina tendría también que soportar la animadversión de muchos parientes de su marido que no deseaban verla en el trono. Y llevar con paciencia los comentarios y leyendas malintencionadas que pretendían justificar el asesinato de su abuelo, el rey Pedro I.
Por suerte, su matrimonio fue armonioso. Enrique siempre confió en ella, como lo demuestra el hecho de que Catalina actuara a veces en nombre de él, algo insólito en la corte castellana. Y cuando fue proclamado rey, al alcanzar la mayoría de edad, Enrique decidió asociar al trono a Catalina en calidad de reina consorte. El amor no fue inexistente entre ellos como lo prueba esta carta: «Reyna: yo el Rey vos enbio mucho saludar como aquella que amo como a mi corazón. Fao vos saber que yo, considerando el estado en que vos agora estades, et por que tengades ay con vos quien vos faga todo placer e vos quite de algunos enojos, he acordado enviiar por donna Teresa, priora del monasterio de Santo Domingo el real de Toledo para la enviar a vos que este conbusco, porque es tal persona con la que vos abredes mucho placer mas que con otra persona alguna, et que vos fara todavía quantos servicios e placeres ella pudiere».
«...El estado en que vos agora estades...». Catalina, por fin estaba embarazada. Deseosa como estaba de tener hijos, por lo que ello significaba en todos los sentidos, tardó más de siete años en concebir. Desde el momento en que nace el ansiado varón ya no existe para ella más que un objetivo en la vida: conseguir que nadie arrebate el trono a su hijo. Oportunidad tuvo de demostrarlo, porque Catalina hubo de afrontar, junto con su cuñado, el infante Fernando, la regencia del reino, ya que su marido, el rey Enrique III, falleció el día de Navidad de 1406. Tenía 27 años, su hijo y heredero aún no había cumplido los dos.
Fue una regencia complicada en la que Catalina ganó la primera baza, consiguiendo que todos aceptaran su decisión de permanecer al lado de su hijo hasta que éste cumpliera cinco años. Sin duda, la presencia de Catalina en Castilla favoreció las relaciones con Inglaterra y también con Portugal. Era una situación lógica pues dos hermanastros suyos reinaban en ambos países. En Portugal, Felipa de Lacanster; en Inglaterra, Enrique IV.
Los franceses ya no eran aliados excluyentes e incondicionales de Castilla. Catalina influyó para que, sin romper con Francia —que siempre había sido la aliada de los Trastámaras—, se introdujesen algunas modificaciones en el tratado habitual con los franceses. La innovación, que se plasmó en el nuevo acuerdo, era la posibilidad de que Castilla pudiera concertar treguas con Inglaterra para que los barcos castellanos consiguiesen navegar sin sobresaltos a Inglaterra y Flandes, libres del siempre acechante peligro de los piratas.
POR LA PAZ. Catalina valoraba más la paz que la guerra. Supo perder y renunciar a muchos proyectos y afinidades cuando existía un interés político superior. Por ejemplo, apoyó a su cuñado para que consiguiera la corona de Aragón —cuando su hijo también podía aspirar a ella— y se puso bajo la obediencia del papa Martín V, que ponía fin al Cisma de la Iglesia, aun cuando su afecto era para el papa Luna, Benedicto XIII, encerrado en Peñíscola.
Sus contemporáneos fueron muy críticos con ella. Catalina siguió determinadas pautas de comportamiento que hoy, sin duda, calificaríamos de interesantes, pero que los prohombres de la época llevaron terriblemente mal. El político y escritor Fernán Pérez de Guzmán escribía: «Confusión y vergüenza para Castilla, que los grandes, prelados y caballeros, cuyos antecesores pusieron freno con buena y justa osadía a sus desordenadas voluntades por provecho del Reino... se sometan ahora a la voluntad de una liviana y pobre mujer». En este texto, Pérez Guzmán se refiere a Leonor López de Córdoba, autora de la primera autobiografía que se conoce en lengua castellana y que ocupó un lugar importante al lado de la soberana. Y es que Catalina se atrevió a rodearse de algunas mujeres distinguiéndolas con su confianza y valorando sus opiniones sobre los temas de gobierno.
Los últimos 15 años de su vida hubo de soportar una molesta y crónica enfermedad. Después del segundo parto, se vio afectada por la perlesía. Cuentan las crónicas, y en eso sí que son explícitas, que Catalina de Lancaster era muy dada a la comida y a la bebida y que engordó de forma exagerada. En Generaciones y semblanzas Pérez de Guzmán dice: «Fue esta reina alta de cuerpo e muy gruesa; blanca e colorada e ruvia. En el talle e meneo del cuerpo tanto parecía onbre como muger (...)».
EL HIJO VARÓN. Catalina murió unos meses antes de que el heredero, el príncipe don Juan —quien reinaría con el nombre de Juan II—, alcanzara la mayoría de edad. Era su único hijo varón, en quien había puesto todas sus esperanzas, la culminación de su misión en la Historia. Juan II, quien reinó 25 años, no heredó de su madre el compromiso dinástico del que ella siempre hizo gala. En la Historia ha quedado una frase suya que refleja un poco sus sentimientos: «Naciera yo hijo de un labrador y fuera fraile del Abrojo, que no rey de Castilla».
Sin embargo sí podemos afirmar que fueron las descendientes femeninas de Catalina de Lancaster quienes supieron dar buena cuenta de la genética recibida. Primero su hija, doña María, reina de Aragón, que durante 26 años estuvo al frente del Gobierno mientras su marido Alfonso V se ocupaba de las posesiones en Italia, dejó constancia del buen hacer de las mujeres en el trono. Años más tarde una nieta, Isabel, se convertiría en la reina por antonomasia de toda la historia de España, y una de las más conocidas de Europa. De ella diría cuatro siglos más tarde, Simone de Beauvoir: «No era ni hembra ni varón: era soberana».
Existen muchos textos en la Historia en los que se alude a que en el aspecto físico de la reina Isabel la Católica se podían observar los rasgos de su ascendencia inglesa. Es cierto, pero habría que puntualizar que se parecía a su abuela, a la reina Catalina de Lancaster, la primera Princesa de Asturias, una desconocida y excelente reina regente.Etiquetas: Grandes personajes, Pequeñas historias de la Historia, s. XV
1 Comments:
Muy interesante artículo, me hace avanzar en mis investigaciones. Echo de menos más detalles sobre las mujeres de las que se rodeó Catalina, del ambiente de la corte durane los años de regencia y de la influencia de esos años sobre el futuro rey Juan II. Felicitaciones a la autora.Adolfo Escat.
Publicar un comentario
<< Home