Sobre el tulipán
(Leído en Periodista Digital, el 21 de octubre. Aunque bastante redicho, es curioso ver lo que da de sí la historia de una flor)
Empezaremos por la Persia del siglo X que la adoró tal ídolo floral, plagó profusamente su famoso parai daza (paraíso terrenal o jardín), alfombras, arte, palacios y lugares de culto con su esplendor.
Seguiremos en la Turquía de Solimán El Magnífico, quien, subyugada por sus incandescencias sedosas y cimbreante porte de maniquí floral, rodeó su propietaria de lujos disparatados, infinitos cuidados y mimos a ultranza. Ni esmeraldas gigantes, ni perlas de sublime oriente, ni siquiera diamantes centelleantes: la joya más refulgente de su tesoro y corona fue esa flor.
Pasen, pasen y vean: prohibió comercializarla fuera de Constantinopla, en Topkapi la vigiló, tal amante celoso, una permanente guardia pretoriana para protegerla de los hurtos castigados por el exilio (peor que tortura o muerte en dicha época), catalogó sus variedades y reservó su plantación y disfrute a los aristocráticos jardines pudientes. Además, los coquetos sultanes, creando tendencia y figura de fashion victim, adornaron sus interiores y trajes de motivos a su gloria.
Cada primavera se le dedicaba una suntuosa fiesta, donde instalado en infinitos vasos de opálo, plata, oro o cristal, el tûlbend, símbolo del imperio otomano y calco vegetal de su turbante, podía verificar su extraordinario poder de convocatoria y baremo de seducción, piropeado por lo más granado de la sociedad imperante vestida con sus colores.
En la actualidad, la puntual celebración sigue viento en popa, con 23 millones de corolas eclosionando al tibio abril estambuleño, donde el moderno tulipán monta su propio festival, exhibiendo fina estampa y multicolor poderío cromático al personal fascinado por ese deslumbrante despliegue, exquisitas disposiciones florales y sofisticadas formas.
Derviches y fieles musulmanes, emocionados por la peculiar hermosura de ese astro de pétalos, lo llamaron lalêh, dado que en su modestia, la flor inclina su hermosa cabeza hacia su Creador. Siempre generoso, Allah le concedió igual número de letras que su Nombre y cincelarla al cerúleo cielo de sus mezquitas, vidrieras, columnas, paredes de bazares y palacios. Ya divino, el bulbo gozó de una connotación sagrada y mítica dimensión religiosa.
Capítulo romanticismo, la peculiar colocación de sus pétalos atrajo a los enamorados que les utilizaron para transmitir diminutos mensajes y expresar con su cromática, la intensidad de sus sentimientos: así que a tulipán amarillo, amor sin esperanza y vestido de rojo, pasión. De ahí derivó el primitivo código floral turco o selám.
Lógico, ¿no se murmuraba que era una reencarnación botánica de una princesa armenia, quien, desesperada por la ausencia de su novio, se precipitó desde los altos de un barranco? De su joven sangre brotó el primer tulipán rojo pasión, prueba de su amor incondicional. Celebrada por los poetas, citada en las Mil y Una Noches, por ende la coronaron flor nacional, título emblemático que la moderna Turquía sigue otorgándole y el Irán actual también.
Tampoco la gastronomía escapó a su influjo: sus bulbos marinados y laminados se consumieron como hoy día los pepinos en vinagre, en vino tinto los creyeron soberano contra el tortícolis, crudos cuajaron la leche, hervidos, tostados o reducidos en puré o sopa, llenaron más de un estómago hambriento con su sabor a castaña amarga y podrida.
A pesar de tal excelso trato, todo era poco para el ambicioso tulipán. Decidió dar el salto a la Europa decimoséptima, donde culto a la Diosa Flora y gabinetes de curiosidades conocían un auge desmedido sin, vaya escándalo, su distinguida presencia.
Para tal cometido, necesitó de un emisario trotamundo. Empleando campos y encantos a fondo, deslumbró en Andrinople a Ogier Augier Ghislain de Busbecq, embajador en Turquía de Fernando I de Habsbourg, Emperador del Sacro Imperio Romano-Germánico. Fascinado por esa “flor de invierno gozando de los más excelsos cuidados", la describió en su obra “Itinera Constantiopolitanum et Amasianum”, llevó como oro en paño en 1554 unos de sus preciados bulbos a Viena, donde la noticia bomba aglutinó a la elite botánica imperante.
El herborista suizo Conrad Gesner asoció el tulipán al lirio rojo y la curiosidad exótica, ya con parentela exquisita y escoltada de mágicas leyendas orientales, hizo furor en la Corte Imperial, como en Venecia donde ciertos merchantes también poseían unos bulbos. De ahí pasó a Bélgica (1562), Inglaterra (1578) y Francia (1608). Fue en tierra gala, que mediante moda, clase alta y esnobismos, empezó su escandalosa carrera, desatando pasiones descomunales y primeras especulaciones. Así nacería la Tulipomanía.
Bajo el sol del Gran Siglo francés y de su monarquía absoluta, la diosa Flora estaba en voga. La "stravaganza" bucólica invadió el decorado de las casas aristocráticas: los "apartamentos" se pintaron de "violeta", "malva", "verde pistacho", "amarillo melocotón", las arabescas vegetales zurcaron techos, mobiliario, tapicería, porcelana, cristalería. Alfombras y tejidos se plagaron de motivos florales. Ropa de casa, cortinas, cojines, cabellos, cuerpos y maquillaje se perfumaron de polvos florales especiados. Tampoco escaparon a esa locura global manjares, tisanas, vinos y licores.
Toda una industría dedicada a ese novedoso arte grácil nació en la dulce Francia. Entre tanto canto a la Madre Naturaleza y fiestas galantes abarrotadas de apabullantes arreglos florales, el triunfante tulipán lució palmito prendido al escote de las más distinguidas damas, quienes, por su exotismo, lo apreciaron más que cualquier deslumbrante gema. Así imperaban los cánones capitalinos y ninguna señorita minímamente preocupada por el diktat de la moda salía a la calle sin su preceptivo ramillete.
Excesos de flores, artificiales o no, brotaron en zapatos, bajos de los vestidos, todo el vestido, camisones, camisas, velos, guantes, bolsos, largas cabelleras, moños, sombreros y carrozas. Su codificada selección y disposición respondían a una estrategia de coquetería focalizando una sola meta: exaltar los encantos femeninos y el preciado nácar de su tez. La atornasolada sedosidad del pétalo de tulipán prestándose idealmente a esa delicada tarea, París, a su turno, se rendió a su poder.
La mujer era flor animada entre las flores y los caballeros, uniéndose al colorista derroche perfumado, seguieron dicha moda precursora del sobrecargado rococo que Madame Pompadour y María Antonieta adorarían. Pronto se gastaron a espuertas absurdas sumas colosales en el tulipán, que cumplió con celo su función de icono lujoso en una fracción vanidosa de la sociedad, codiciando la posesión de selectos símbolos resaltando su privilegiado estatus mundano.
Hoy día, son islas y avionetas privadas, yate en Mónaco, jaguar a la puerta del Ritz, Vuitton, "Manolos", Dior o rolex exclusivos los “trofeos” que exhiben los súper ricos. En el siglo XVII, fueron gabinetes de curiosidades, libros, herbarios, mansiones enormes, jardines imponentes albergando carísimas colecciones de plantas singulares, tropeles de servidumbre para cuidarles y sobre todo la flora exótica, los máximos anhelos de la gente adinerada.
Y claro, ese “jamais vu” (jamás visto) tan rebuscado lo poseía de sobra el elegante tulipán. Hipnotizó por doquier y, dada su escasez, subió su cotización como la espuma.
Un sólo bulbo podía constituir la dote de una novia y lo llamaron atinadamente “Boda de mi Hija”, mientras otro se vendió al trueque contra una fábrica de cerveza. Se intercambiaron sumas desorbitadas para hacerse con esa carísima fantasía. Hacia 1615, cuando el nuevo juguete bulboso igualó el precio del diamante, arrancó de lleno la primera fiebre tulipomaníaca.
El fenómeno francés viajó a Flandes e invadió unas húmedas tierras septentrionales, cuyo clima resultaría ideal para su cultivo: el tranquillo Reino de los Países Bajos, inmerso en su Edad de Oro. No por mucho tiempo más: el tulipán, calentando raíces y look estrátegicamente cambiado, embrujó colectivamente a su rígida población, calvinista en su mayoría, recién liberada del yugo español e intelectualmente a años luces de los escándalosos lujos, frivolidades y caprichos católicos.
Según el autor, continuará...(y si lo leo, lo pegaré aquí)Etiquetas: Culturilla general, Sobre plantas y bichos
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