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martes, marzo 16

Callos

(Otra historia curiosa de otros tiempos que enlaza costumbrismo y gastronomía, de Martín Ferrand y su columna El Almirez del 24 de enero, ¿de dónde sino?)

José Isidro Osorio y Silva, duque de Alburquerque, de Sesto, de Algete y marqués de Alcañices, Cuéllar, Balbases y no sé cuantos lugares más, fue, durante siete años, uno de los mejores alcaldes que Madrid disfrutó en el XIX. Cuando llegó a la plaza de la Villa, de donde nunca debió
marcharse el Ayuntamiento, la capital era una ciudad sucia y descuidada, pestilente, en la que cada cual desahogaba su cuerpo donde le venía en gana. En uno de sus primeros bandos estableció una multa de 20 pesetas por orinar en la vía pública y los madrileños le respondieron con una coplilla que se cantó por todos los rincones capitalinos: «¿Cuatro duros por mear? / ¡Caramba, qué caro es esto! / ¿Cuánto lleva por cagar / el señor duque de Sesto?».

La higiene de las tabernas fue uno de los objetivos principales del alcalde Osorio. Él implantó las frascas para el vino y las piletas de zinc que, ya en decadencia, le dieron forma al tipismo de «los Madriles» y cauce a los vinos manchegos y a los de Colmenar y Navalcarnero. Le encantaban los callos de Lhardy (carrera de San Jerónimo, 8) y cuando Alfon­­­­so XII, interno en Inglaterra, en la Academia Militar de Sandhurst, le manifestó su deseo de comerlos, hasta allí se los hizo llegar desde tan señalado establecimiento. En nuestros días, posiblemente y sin salir del casticismo, los hubiera encargado en La Tasquita de Enfrente (Ballesta, 6), donde Juanjo López prepara, en
versión actualizada, los mejores de Madrid. Tan buenos como los que, al modo clásico, elabora Pilar Navarro en Casa Navarro (Pámanes, Cantabria), una casa de comidas que merece peregrinación.

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