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domingo, mayo 29

Pato cojo

(Extraído de un artículo de Felipe Sahagún en El Mundo del 3 de abril)


[...] por pato cojo podemos entender un político con los días contados.


Si consideramos pato cojo exclusivamente al presidente que decide (o no puede) no presentarse a la reelección, el estadounidense más parecido a Zapatero es Lyndon B. Johnson, quien, en marzo de 1968, tiró la toalla ante la seguridad de que, de presentarse, recibiría un durísimo varapalo por su desastrosa dirección -mentiras incluidas, como cuenta el senador William Fullbright en sus memorias- de la guerra de Vietnam.

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En su primera acepción conocida, en la Bolsa de Londres del siglo XVII, pato cojo era el inversor arruinado. El término se popularizó con rapidez y, en el Congressional Globe, el boletín oficial del Congreso estadounidense, se advertía el 14 de enero de 1863 contra los políticos fracasados o patos cojos que aspiraban a ocupar plazas de tribunales.

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Durante los primeros 157 años de su historia como país independiente, los EEUU elegían Congreso y presidente en noviembre, pero tenían que esperar cuatro meses, hasta marzo, para que los nuevos elegidos asumieran sus cargos.

En la transición de James Buchanan a Abraham Lincoln (1860-1861), siete estados aprovecharon el vacío de poder para independizarse, lo que causó una guerra civil. Tras la negativa de Franklin D. Roosevelt a pactar con el presidente saliente, Herbert Hoover, la salida de la Gran Recesión en el invierno del 32-33, lo que agravó y prolongó la crisis, se reformó la Constitución.

En la vigésima enmienda, conocida como "la enmienda del pato cojo", aprobada en 1933, se adelantó la toma de posesión de los nuevos elegidos a enero para reducir el margen de gobernación sin responsabilidad que permitía el sistema anterior.

La doble presidencia (fuerte en política exterior, débil en interior), la estricta separación de poderes, la facilidad para obstruir el ejercicio del poder presidencial, la estructura de hidra (algunos la comparan con el béisbol) de sus instituciones, la tensión permanente entre cargos electos y burócratas de carrera y los ciclos electorales hacen del sistema estadounidense una maquinaria única, imposible de repetir en otras latitudes.

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