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jueves, noviembre 1

Cuando la Gioconda se esfumó

(Un artículo de Raquel Villaécija en El Mundo del 21 de agosto de 2011)

Nunca una pared desnuda despertó tanto interés artístico. Paradójicamente, desde aquella mañana del 21 de agosto de 1911 aumentó la afluencia de turistas y curiosos al Louvre para ver el espacio de exposición de La Gioconda. El objeto de las miradas no era ya la obra maestra de Leonardo DaVinci, sino su ausencia. Alguien se había dado a la fuga conla niña bonita del gran museo de París. En su lugar, un muro vacío. El robo más sonado de la historia del arte cumple hoy 100 años.

Fue el pintor francés Louis Béround quien alertó al vigilante de guardia. El artista acudió al centro con la intención de hacer una copia de la obra y se encontró con una pared vacía y cuatro clavos. «Pensó que los técnicos se habían llevado la Mona Lisa para fotografiarla, como era habituaI», explica el crítico de arte Jérôme Coignards en su libro Una mujer desaparecida, publicado el pasado año.

Pero la mujer misteriosa no apareció, ni en el taller de los fotógrafos ni en ningún rincón del Louvre. El robo provocó un escándalo mayúsculo y el centro quedó en estado de shock. Desaparecida la obra maestra, no tardó en nacer el mito. Como si se tratara de un mausoleo o el nicho de un difunto, la silla vacía de la Gioconda siguió siendo el lugar más visitado del Louvre en sus más de dos años de ausencia.

Si absurda fue su sustracción, más rocambolesca resultó la investigación. El espectacular museo cerró durante una semana para poder iniciar las pesquisas, y enseguida comenzaron las apuestas y la puja en las recompensas por la cabeza del villano. El Centro de Amigos del Louvre ofreció una compensación de 25.000 francos, cifra que un anónimo dobló. Por su parte, la revista francesa L'illustration prometió 50.000 francos a quien llevara el lienzo a su redaccíón.

Los investigadores empezaron a recabar pruebas y los especuladores a elucubrar. Entre los primeros sospechosos, el poeta francés Guillaume Apollinaire e incluso el mismísimo Pablo Picasso. El dedo acusador
se posó sobre el primero porque había pedido que se quemara el Louvre por ser "una jaula para el arte", mientras que, en el caso del pintor malagueño, fue la sospecha de que había comprado obras de arte africanas procedentes del museo lo que hizo que los investigadores dudaran de él. «Picasso decía que todos los artistas de su generación estaban enamorados de la obra», según contó Antonio Domínguez OIano, escritor y amigo del pintor.

Ninguna de las quinielas dio en la diana pues, ajeno a los círculos pictóricos, el autor del escándalo fue un
antiguo empleado del centro artístico: Vincenzo Peruggia, un italiano que creía que el lienzo había sido robado por Napoleón y se lo llevó con el fin de devolver a su país la obra de su compatriota.

La hazaña fue para el italiano un juego de niños, pues consiguió sacar la pintura del museo sin necesidad de grandes dosis de ingenio. Entró en el museo disfrazado de celador, se escondió en un trastero y aguardó
paciente hasta que se cerraron sus puertas. Al dia siguiente, jornada de descanso, descolgó el cuadro de la pared, lo sacó del marcó y, aprovechando el despiste de uno de los guardias de seguridad, salió con él oculto bajo su batín. Al llegar a su casa, escondió el tesoro en una maleta bajo la cama.

La Mona Lisa permaneció dos años enjaulada, enterrada bajo una cama en la buhardilla de su captor. El secuestro duró dos años y 100 días. Y como su robo, su vuelta a casa fue también de lo más simple. En 1913, Peruggia le ofreció el lienzo al galerista florentino Alfredo Geri, quien alertó a la policía y detuvo al secuestrador.

El villano en suelo francés se convirtió en un héroe en el italiano, pues durante su estancia en prisión el ladrón recibió cartas de italianos agradecidos por haber tratado de devolver a la patria la gran obra. Hasta el propio juez se apiadó de su acusado y, después de cumplir una condena leve, fue puesto en libertad a los pocos meses.

Tras varias exposiciones en distintas ciudades italianas, La Gioconda regresó por fin a su casa parisina, al espacio vacío que había ocupado dos años atrás y de donde nunca debió salir.